Buenos días, O., y perdona esta dilación. Llegamos hace poco de Murcia y allí no hubo tiempo para nada.

Ante todo, mil gracias por tus preguntas y observaciones. Sé que estás muy ocupado y eso le otorga un doble mérito a tu esfuerzo. Voy a las cuestiones que me planteas.

I) Desde hace no sé cuánto, pienso que la crisis es en Occidente un modo de vivir y un modo de gobernanza. Estar en crisis es un manera de que cada quien -y cada empresa- pida disculpas por no cumplir plenamente, por no ser completamente formal: «Estamos en obras, disculpen las molestias». Además, en el plano gubernamental, la crisis -Covid, Ucrania…- justifica un estado de excepción permanente que permite superar la creciente desafección de los ciudadanos por la política. Ya solo por esta razón se prolongará lo de Ucrania todo lo que se pueda. No hay nada como un enemigo externo para exorcizar males interiores. Como esta sociedad no cree en nada mortal, ni tiene nada vital que ofrecer, la crisis, con la consiguiente amenaza de una catástrofe externa al bienestar, disculpa nuestro estado larvario, un perpetuo enclaustramiento.

En el plano personal, la crisis es ideal. Nadie debe ser fuerte, entero, salvo que quiera arriesgarse a ser odiado. Estar en crisis es el modo mínimo en la clase media de ser una víctima y estar en deconstrucción, que es lo que se lleva. Así pues, la crisis nos conviene a todos… y disculpa también nuestras adicciones, además de nuestras faltas, la famosa procastinación. La normativa es tan gigantesca, tan minuciosa, que siempre estamos en falta.

Una de las palabras clave es desromantizar, deconstruir. Un hombre simplemente fuerte -un varón, sin más- sería demasiado «taurino», aunque fuese ecologista o catalanista. El hombre entonces se deconstruye, aprende a quejarse, a llorar y reconocer sus límites. Todo esto entraña una invitación a obedecer. No olvidemos que la mujer se libera del hogar cuando el hogar se hace portátil y el modelo de lo doméstico, de la domesticación, ocupa el horizonte entero. Esto iguala a hombres y mujeres. Todos corremos en la misma pista, sin carácter ni naturaleza, de ahí «la guerra de sexos».

Pienso que hace mucho tiempo que el nihilismo ha dejado ser desgarrado, trágico, ruso. Se volvió  hace décadas positivo, ha rebasado el muro de la culpa y ha saltado a la pista de baile. Nos encontramos así con un nuevo tipo de nihilismo, dúctil y bailable. Y de hermetismo, pues el sujeto es inaccesible mientras sonríe en una transparencia radiante. Este es nuestro nihilismo, que se ha prohibido cualquier imagen del vacío, cualquier tiempo muerto. Cualquier imagen humana de lo negativo. Es un nihilismo del llenado, que esconde un vacío estratégico: cuanto más aislado estés, más puedes multiplicar tus contactos. Los pantalones rotos esconden unas vidas cosidas al detalle. Por fin, como deseaba Warhol, todo el mundo puede ser una estrella. Aunque sea una estrella de las lágrimas.

Nuestras Top Model, y podemos incluir en esta nómina a buena parte de la clase política, son a la vez enigmáticas y resueltas. Son melancólicas, pero desfilan con un ritmo casi militar. Estamos en crisis, debemos estarlo, pero está prohibido romper con nada. Es necesario estirarlo todo -las relaciones personales, las crisis de gobierno…- hasta el agotamiento, hasta la putrefacción. El acabamiento de algo lo enfrenta al silencio, por eso están de moda la palabra proceso y la palabra compartir.

La crisis es también la forma de no tomar ninguna decisión. Es un modo inteligente de conservación, pues permite estar en perpetuo proceso, en una flexibilidad cadavérica donde ya ni se puede morir, ni dar la vida por nada. No creo que sea el «aroma tanático», como dices. El descrédito posmoderno de Freud también parece indicar nuestro odio a lo que huela vagamente a trágico.

Como ves, soy un romántico incorregible.

II) Creo que la esperanza, igual quizá que la utopía, nos viene hoy más bien ancha. Para poder hablar de esperanza tendríamos que tener memoria real de algún tipo de desesperación. Y creo que la hemos liquidado a manos de un activismo ansioso. Igual que la antigua Revolución, las utopías han sido reabsorbidas por nuestra reforma perpetua, prometiendo para mañana lo nunca visto en tal o cual terreno. Por eso la palabra «revolución» es quizá la más repetida en la publicidad.

La utopía se ha transformado en un anuncio: sin salir de casa, vive el presente del mundo. El turismo no deja de ser la utopía de una seguridad doméstica que se hace portátil. Ahora la verdadera utopía sería simplemente vivir, ser tú mismo, hacer tu vida, cosa que en cierto modo es imposible entre nosotros -esclavos del mañana- y por eso se repite en cada anuncio.

Occidente ha conseguido el antídoto ideal de la revolución en una reforma perpetua donde hasta el cuerpo debe ser sometido a tránsito. Todo lo antes sagrado se disuelve en el aire, en una  nube. Hasta el fútbol se ha convertido en aéreo. En la liquidez de las pantallas planas, de los vientres planos, de los maquillajes pluscuamperfectos.

La precariedad, la obsolescencia programada, el recambio perpetuo de caras, consignas y modelos de móvil es nuestra forma de que nada permanezca, de que no haya forma de serle fiel a nada. La precariedad laboral se envuelve en la precariedad anímica, por eso se hace soportable. Todos lloramos. Todos hemos puesto en consigna nuestra alma, la hemos entregado a la nube. La nueva clase media aspiracional es eso: la pose -el postureo- de que caminamos hacia el bienestar anímico. Ojalá que la gente delirase. Pero no, simplemente -quizá incluso en su sufrimiento- obedece a la cultura de la diversidad. Por eso se nos repite: «Demuestra que no eres un robot».

III) Mi universalidad es la de lo contingente y singular. En el plano ontológico, un absoluto local, el accidente del aquí y ahora. Cage decía: si una rama se parte, ahí está dios.  Secundariamente, creo sin embargo en las naciones, los estados, las culturas… No creo en lo global, sino en las naciones y sus líneas de fuerza. En este sentido, Cataluña lo ha hecho mucho mejor que España; ha sido menos acomplejada, más agresiva, más audaz. Sin miedo a la intemperie de lo cosmopolita, a la aventura de ser singular.

Tienes razón, no tengo ningún complejo de culpa por ser español. Pero es una España que ama hasta el último de sus hermanos, sean del fondo de Girona o del fondo de México. Hablen la lengua que hablen, catalán o zapoteco. España también ha sido un modo político de hermandad, un utópico sueño cristiano. Es una lástima que los hispanos estemos hoy tan arrepentidos. Viajo bastante a Latinoamérica y pienso que, incluso con sus salvajadas, la colonización española tiene poco que ver con la brutalidad del imperio británico, francés o belga. No hablemos ya de los EE.UU. Nosotros, catalanes y vascos, extremeños y gallegos, nos mezclamos desde el comienzo. A cambio, es cierto, dejamos pocas estructuras estables de ciudadanía. Y poca transparencia democrática. También legamos una enorme vitalidad y un enorme complejo de culpa por ser «mundiales». Habría que romper con ese complejo de una vez. Pero no, los intelectuales españoles son mamporreros de la leyenda negra que nos vendió el norte.

Creo en una España que no tiene ningún problema serio con Cataluña o Euzkadi. Me siento particularmente cómodo en Cataluña y la gente ha sido suficientemente educada conmigo para que nunca, jamás, haya habido una sola discusión -ni una- que haya estropeado la tarde.

Mi percepción, lo hemos hablado otras veces, es que España ha cometido el error del arrepentimiento implícito, un auto-odio sordo y sin palabras, un complejo de culpa -recibido casi con alborozo desde fuera- que le ha cortado de su herencia. Ortega, en ese libro no leído sobre la España invertebrada -cap. V- dice aproximadamente que el problema no es el separatismo vasco o catalán, sino la separación de Madrid con respecto a lo que sería una tarea histórica mundial, audaz y generosa. Tenemos un universo de 500 millones de hablantes y no sabemos qué hacer con él. ¿Te imaginas lo que sería la relación con Cataluña si el Estado pudiera ofrecer un caudal cualitativamente distinto -económico, comercial, cultural- con el inmenso continente americano? Si además no tuviéramos la actitud servil que hemos tenido con Europa, que ha llevado -en Cataluña, Castilla, Andalucía y Galicia- a malbaratar nuestro patrimonio agrícola, industrial y cultural.

Además de la cuestión española, mi problema es que -a pesar de mis críticas tiqqunescas– creo en el Estado. Creo en el Estado en Italia, en Francia y en EEUU. Creo sobre todo en los estados -México, Brasil, Colombia, China o Rusia…- que le pueden hacer sombra al amigo americano y acabar con una hegemonía que es funesta para Europa y para el mundo. También para los estadounidenses.

Por lo demás, si soy en Europa más duro con la izquierda que con la derecha es porque el ala alternativa de una izquierda que ha dimitido de su resistencia humanista -¿qué pensaría Anguita de Sánchez?- lleva hoy por hoy la vanguardia del sistema, aportando la sangre cool que el turbo-capitalismo necesita. Pocas cosas, creo, se oponen a este capitalismo trans de rotación rápida: los cuerpos y las tradiciones, la religión y las culturas antropológicas…

Después, y ya continuaremos otro día, es cierto que adoro el aroma de lo que llamamos -no sin cierto regusto racista- atraso. En un universo clonado y sin afueras, donde hasta la tristeza es parte del marketing, solo podemos pensar y vivir de otro modo si lo hacemos con lo más atrasado de nosotros mismos.

Toda la gente que amo, de Barcelona a Santiago, tiene el rumor de cierto «subdesarrollo» anímico. Por eso, porque sienten sin cobertura, piensan. El corazón es el único órgano que late y piensa en solitario. Si hay libertad, la hay de corazón. El cerebro cae fácilmente en las redes, en la tautología del tam-tam tribal que mantiene unida a la sociedad.

Volviendo al Estado. Hemos facilitado una destrucción de estados milenarios -Irak, Siria, Libia- y una balcanización que, con la bandera liquidadora de los Derechos Humanos, solo beneficia a los partidarios del caos y a las grandes corporaciones europeas y americanas. Sin ir más lejos, Alemania ha encontrado en Croacia y Eslovenia unas naciones muy cómodas para su potencia económica. Se busca lo mismo en Ucrania, partirla en cien trozos.

Bueno, querido, continuamos otro día. Gracias de nuevo por tu consideración hacia estas cuitas de un hombre que ya no se sabe muy bien qué hacer, ni con su serenidad taoísta ni con su cólera cristiano-socialista, para vivir en paz entre los humanos.

Un abrazo y hasta pronto,

Santiago. 8 de julio de 2022