Querida C.,
No sé si esperabas de mí alguna respuesta o ya te habías olvidado, al estilo de una adorable velocidad comunicativa que no tiene memoria de nada. Lo cierto es que he hecho varios intentos con tu poemario: lo siento, no voy a seguir. Es muy posible que sea injusto, pero ¿qué más da? No te conozco de nada, ni siquiera entendí por qué me escribiste a mí, a mí precisamente; nunca aportaste ninguna razón. Y además, por encima de todo, las impresiones reiteradas que tengo de tu «poemario» son similares: brillantes frases, brillantes imágenes, poderosas metáforas, a veces… ¿Y qué? Falta un hilo conductor, algo sencillo y real que propongas vivir, algo verdadero que tengas que contar; imperiosamente, sin que sea posible eludirlo. Lo que me enviaste es una impresionante proliferación sin tronco, con continuos saltos que pasan de una cosa a otra, al estilo de tantas cosas que se ven por doquier. ¡Y por en medio, comom las chicas de 15 años, varias «q» en vez de «que»! Cuidado, no estamos en casa, ni en un chat. No debemos estarlo.
Pareces seguir aproximadamente, perdona, esta teología de la diversidad que nos tiene tan entretenidos. Entretener a los que esperan, ¿no es eso? ¿A los que esperan qué? Lo siento, pero estoy en contra: la cultura es un asco si no está al servicio de otra cosa, de algo que no sea para nada «cultural». Disculpa, querida C., si soy más bien desabrido y agrio. Pero la verdad es que estoy agriado. Vivo así. Y lo que es peor, no me arrepiento del todo: no soportaría, en medio del asco que me rodea, ser además feliz.
Sigo con tu poemario. La simple proliferación de puntos suspensivos indica que has enviado esto, pero muy bien podría haber sido otra cosa. Y como uno es muy rilkeano, la pregunta es: ¿podrías vivir sin ello? Y la respuesta, me temo, parece ser que otra vez que sí, podrías: enviaste esto, pero podrías no haberlo enviado, o haber enviado otra cosa. Lo que importa, al parecer, es estar «en el candelabro»: sentirse visible, salir de la impotencia que nos cerca, emitir algo, dar «me gusta» desde el baño o el sofá favorito; escribir, hacerse notar, empoderarse… En suma, montar una empresita con los restos del mundo y de uno mismo, como tanta gente hace aprovechando incluso la desgracia de Palestina.
No soy quién para decir si unos versos o una novela valen la pena o no. Sólo puedo decir, y perdona si soy injusto, que si se puede vivir sin ellas, si se pueden no hacer, la literatura o la poesía son perfectamente prescindibles…. Y lo más honesto, lo más literario incluso, sería no escribir. Mejor hacer otra cosa: crítica, filosofía académica, novelas de moda como todo el mundo… No te tomes esto como un juicio categórico: no soy nadie, tampoco para ti.
A veces la poesía, precisamente cuando no se siente al borde del ridículo, no cuesta nada. Sólo se trata de ser un poco culta y encadenar palabras, frases, versos. Pero el resultado es con frecuencia, quizá es tu caso, un amasijo. Palabras y más palabras, imágenes y más imágenes. Grandilocuencia y más grandilocuencia. Además, para mí, hay en tus poemas demasiados años-luz, demasiados milenios y antepasados, demasiadas huellas hasta aquí: ¿qué importa Lucy? ¿Qué importan doscientos millones de años? Lo que importa es el presente, donde cada peldaño acumula racimos de siglos… y seguimos sin enterarnos. Lo que importa son estas vidas arrojadas a la obscenidad de unas matanzas que dejan indiferentes a todos y son compatibles con Eurovisión y «La isla de las tentaciones». ¿Cuál es tu resumen del presente? Por ejemplo, ¿somos patéticos o no? ¿Somos abominables o no? ¿Tienes alguna respuesta? También, por cierto, a esta pregunta: ¿estamos a la altura de nuestros padres y de nuestros abuelos? O sencillamente somos una vergüenza… aunque quizá profundamente deconstruida. O sea, una vergüenza que ya no siente vergüenza.
Además, estoy en contra del mito del «bipedismo»: todo lo importante, de follar a cagar, lo hacemos encorvados. Me importa un carajo la bipedestación y la historia gloriosa de la humanidad y de nuestros ancestros. Todo eso son banalidades propias del espectáculo televisivo que nos entretiene.
El pensamiento no son flores, de acuerdo. Pero hay flores y flores: las amapolas, por ejemplo, crecen de los escombros. No está tan mal, pues eso significa que tal vez en sus corolas levanten algo de un fondo umbrío y sucio que conviene atender… para ser un poco más humanos.
¿Genes heroicos? Todo eso, como buena parte de lo que hoy llamamos «ciencia», es mitología. Mitología al servicio del espectáculo y de la obediencia ciudadana. Ya digo, estoy en contra.
Dicho esto, tengo que reconocer que ha sido gracioso tu envío. Y de agradecer, por lo que tiene de provocativo. Me ha obligado a repensar algunas cosas sobre nuestro extraño presente.
No me hagas ni caso, querida, y sigue escribiendo y enviando lo que te venga en gana. Aquí me tienes. Un abrazo y feliz verano,
Ignacio