Hola, A., buenas noches,

 

Ayer os perdisteis un debate muy intenso, pero ya sé por Z. que estabais liados. En realidad, te escribo (con bastantes días de retraso) para explicarte la utilidad que le di a tus sustanciosas observaciones sobre el capítulo dedicado a Deleuze. Te cuento.

 

Ya sabes que me encantó tu lectura y tus buenas impresiones, todo ello sobre un libro que es “harto” problemático. Es la primera vez que, pensando por cuenta propia, me atrevo a intentar precisar mis diferencias con Deleuze, con Heidegger y Lacan, también con Foucault. Aunque el libro no va de eso. Todos los autores se analizan para investigar qué es la inmediatez real, la circularidad (vida/muerte) pueril del sentido, esa inmanencia o trasinmanencia que a veces Deleuze califica (Crítica y clínica) como “el laberinto de la línea recta”.

 

Ése es el tema, el infinito en acto, el absoluto local, el dios que cabe en la punta de un alfiler. Es decir, qué hacemos y qué podemos hacer, entre el pánico y la beatitud, con el vértigo de la muerte, esa virgen (Borges) que es anterior a la primera tragedia.

 

Creo que, en general, aunque puede haber algún error de apreciación, las críticas que le hago a Deleuze no caben en Deleuze, no se limitan a contraponer a un pensador contra sí mismo. Pensado desde Nietzsche, que es uno de los mentores de mi libro (además de Kierkegaard, Simone Weil, Agamben y muchos otros), creo que hay un serio límite ontológico en este pensador, por lo demás absolutamente admirable. No creo, por ejemplo, que sin ningún tipo de trascendencia, al menos desértica, sea posible alguna inmanencia. Sin lo imposible no hay materia, “esplendor del Se”. En tal sentido, creo que a Deleuze le falta un dios (el de la vida, el de Nietzsche) y le sobra política. Le falta aceptar lo inmutable del devenir, eso que podríamos llamar un “platonismo” de lo múltiple, un dios de la ausencia de dios.

 

A pesar de que Deleuze tiene mejor relación con la religión de la que reconoce, pienso que no acaba de aceptar la sustantividad, la vegetación del desierto. Si “no hay trascendencia alguna”, como dices, pienso que la tierra es imposible. La tierra como afuera, esa tierra más profunda que todas sus leyes. La diferencia entre “trascendencia” y “trascendental” creo que es un subterfugio… salvo que Deleuze quisiera en el fondo insistir en la apuesta por una teología negativa, por una trascendencia desértica y “meramente sensitiva” (que es expresión literal de Deleuze: mira la nota 31) que sostiene el plano inmanente. Pero si esa es la apuesta, nunca lo dice del todo, incluso la desactiva en los momentos clave.

 

¿Qué es la trascendencia? La escisión que desgarra y sostiene la inmediatez. La imposibilidad de saber qué es lo real, el sueño adolescente de una inmanencia que pase a la historia. El simple mirar es “mirar abismos”, dice el Zaratustra. La imposibilidad de fijar la inmanencia en una sede histórica, la pertenencia de la inmanencia al devenir, no a la historia. Sobre esta cuestión crucial, Deleuze, demasiado cercano a la mitología ilustrada, siempre vacila, ha dado demasiadas vueltas. Hasta el soberbio Diferencia y repetición está plagado de concesiones sesentayochistas, demasiado francesas, que echan a perder hallazgos geniales. Me parece más sobrio Agamben, más fiel a Nietzsche y Benjamin, menos contenido por Marx y la fe moderna en la historia.

 

En este punto, los límites de Deleuze son parecidos a los de Lacan y Badiou, salvando todas las distancias que se quieran. Precisamente porque, a diferencia de lo que ellos piensan, sí hay Uno, un Uno que se multiplica “uno a uno”, siempre de modo único, la inmanencia no es dueña de sí. No existe la “autoinmanencia”. Lo inmanente es sólo una expansión horizontal de la trascendencia, de una escisión original y sin remedio.

 

Es un poco como el Dios de Descartes, que a veces sólo parece lo irreductible que resta, en el interior del sujeto, de la transparencia matemática del mundo. En ewste punto, Heidegger no ha entendido nada de la llamada “metafísica de la subjetidad”. En la medida en que se la encuentra y se la intenta fijar en una imagen, la inmanencia se pierde. Se fuga y reaparece por fuera. A veces casi lo dice Deleuze (para desmentirlo en otras ocasiones): la inmanencia es un pliegue del Afuera, una invaginación puntual del “fondo sombrío” de Dios, diría Leibniz.

 

Sin esa trascendencia meramente enigmática, que vuelve en otra figura de la inmanencia (potencia que subsiste tras el último acto), nos caen encima demasiados usos perversos de la inmanencia. Ésta pasa a ser entonces la caricatura que de ella hace el espectáculo. Su cronología “inmanente” podría ser definida como elacontecimiento (de Badiou, quien no tiene nada que ver con Zizek) presentándose como situación, inmanente en un contexto histórico.

 

Pero la inmanencia no pertenece a la historia, ni a los hombres ni a la sociedad, por eso siempre muta por fuera, en una especie de nomadismo diabólico. De ahí que probablemente tengas razón en un punto, la equívoca expresión “propio de un tiempo inmanente”, cuando yo debería haber dicho: “propio de un tiempo histórico que se presenta como inmanente”.

 

Después, Amanda, creo que “universal” es una palabra que Deleuze usa en muchos sitios, con distintos sentidos, a veces (en el “bueno”) contra el concepto de “universal abstracto”. Con frecuencia sugiere que tal concepto no es lo suficientemente abstracto para volver a la universalidad de lo singular. No conozcoDerrames ni el concepto possest (lo buscaré: ¿cuál es el texto en España?), pero para Deleuze no hay otro universal que lo contingente, lo que surge fuera de toda causalidad conocida. Lo intempestivo, como pliegue del afuera, mutando libre de toda historia.

 

Tienes probablemente razón, otra vez, en la ambivalencia de la expresión “doble articulación”. Pero creo (tendré que mirarlo) que Deleuze quiere construir un dualismo asimétrico en el que un término contiene al otro. O sea, es posible que quiera apartar su inevitable dualismo (devenir/historia) de cualquier metafísica de simples oposiciones que nos permita otra vez redoblar la máquina antropocéntrica.

 

Adoro a Deleuze, el pensador que me devolvió a Nietzsche después de un tortuoso paso por Heidegger, pero creo que en él sobra Karl y falta Friedrich. Como si fuera aún demasiado francés e ilustrado, en suma, cono si no se hubiera desprendido del todo de esa mitología de la historia que se sigue amparando en el mejor Marx. Falta el retorno que haría del desierto algo no meramente negativo, ni positivo, sino afirmativo. Afirmativo como lo es un dios (o un niño) que juega con el abismo. Un diablo que juega, un poco a la manera del Dios de Spinoza, que está en todas partes y en ninguna.

 

Creo que a él le falta reconocer del todo la relevancia ontológica de esa potencia que sobreviene tras el último acto, ese enigma que siempre regresa. El problema es que Deleuze odiaba los retornos. Y sin retorno, sin la sustantividad de lo impensable, lo nuevo es fácilmente apropiable por los segadores de hierba, pues a ésta le falta la potencia del árbol. Estoy con los árboles, esa metamorfosis de raíz en ramaje, esa fortaleza terrenal que permite que a su sombra crezca la hierba. Esa es mi pequeña diferencia filosófica con Deleuze. A pesar de que nos regaló tantas armas, debido a este déficit ontoteológico, le considero más lento y anticuado que Leibniz o Nietzsche para ayudarnos a resistir la infamia del presente.

 

Jamás te agradeceré bastante tu generosa y atenta lectura de ese borrador que ahora está, también gracias a ti, un poco cambiado. Sólo una última cuestión. ¿Dónde diablos está esa idea de una “histeria antivitalista” que padecen los seguidores de Heidegger? Creí que estaba en ¿Qué es la filosofía?, pero no. Y estoy seguro de que no la soñé, de que no es una invención mía. El caso es que no acabo de encontrarla. Si se te ocurre algo, por favor, dime.

 

Gracias de nuevo y hasta pronto. Abrazos,

 

 Madrid. Domingo, 1 de diciembre de 2013