Texto publicado el 7 de marzo de 2023 en Vozpópuli

Casi todo lo que triunfa y se visibiliza procede actualmente de una especie de puesta en limpio. Asistimos a una interminable museificación de los acontecimientos, a rehabilitaciones, derribo de estatuas y cambios de nombre en las calles. Conmemoraciones, cancelaciones y exigencias de petición de perdón. Todo tiende al blanqueo del pasado, a una depuración casi insólita, incluso si nos comparamos con épocas explícitamente victorianas.

¿Se pueden entender las expectativas progresistas en torno a la IA sin este entorno de nueva corrección moral? Por fin parece estar a mano la posibilidad de que hasta la inteligencia, uno de los registros más íntimos del ser humano, sea también blanqueada, depurada de sombras afectivas y oscuros prejuicios; de claroscuros natales, parciales y subjetivos. La nueva normalidad supone también una nueva objetividad. Esta oferta de limpieza es a todas luces demasiado apetitosa para ser fácilmente rechazada. En tal sentido, la especulación social en torno a la IA parece correr en paralelo a las expectativas de una personalización democrática del poder, una dispersión de la gobernanza, al fin gestionada por un individuo autosuficiente.

Esto a la vez que también crece una estatalización intensa. Es imposible separar a la IA, aquí y en China, de un intervencionismo estatal inusitado. Por lo mismo, de una intensificación del secretismo privado, que busca veredas sumergidas de escape. No hay avance sin pérdida. Por la antigua ley de acción y reacción, la transparencia lograda aquí producirá nuevas formas de opacidad allá, también de corrupción y delito. Dios ha muerto, pero porque todos debemos ejercer de dioses. Si el prójimo es hoy en día tan vanidoso y enigmático es para compensar un poder social que se ha vuelto invasivo. Lo que el Estado digital nos quita con una mano, una independencia personal que antes parecía irrenunciable, intentamos hoy compensarlo con la otra, concediéndonos una libertad de expresión y una regodeo en la rareza que no deben sentirse culpables de nada. No es tanto narcisismo, obligado a actuar para los otros, como un autismo ruidosamente conectado.

La limpieza étnica es un escándalo sangriento que dejamos para naciones atrasadas, aunque sean aliadas como Ucrania. Lo nuestro es la limpieza cultural, un «odio de hormigas» (Limónov) que se ejerce en el interior de cada sujeto, sin sangre y con la participación emocional del interesado. Primero el frío cálculo capitalista «desencantó» nuestros escenarios. Ahora, a través del culto a la diversidad, parece reencantarlos. Desde hace más de cuarenta años hemos entrado en una empresa interminable de revancha, reciclaje y depuración, empezando por el material humano. Y no solo en su dimensión social, también en cuanto a la herencia genética de la especie y, en general, en todo lo que sea natal y no elegido. Vivimos en una sociedad fundamentalmente revisionista, que ha de cambiar incluso el pasado para que el presente no sea desmentido en sus ilusiones. Como tantas otras muestras de nuestro racismo de ayer, los libros de James Bond serán reeditados para «eliminar referencia raciales ofensivas». Obviamente, solo se trata de formatear nuestro odio, pues bajo este nuevo esencialismo progresista la inmensa mayoría de la humanidad sigue siendo una diana fácil y constante. Es imposible separar la emergencia de la IA de esta necesidad social de blanqueo, del surgimiento de un odio correcto, de marca blanca.

Además del pasado y las culturas exteriores, es necesario enmendarle la plana también a la naturaleza. Si el burgués era la figura más notable del orden urbano de hace un siglo, y el militante el personaje destacado de la efervescencia social posterior, el arrepentido es la figura más notable del orden democrático avanzado. Sin este trasfondo preventivo, sin un odio techno a una vieja humanidad demasiado cercana al suelo, no se explicaría ni nuestra ideología de género, con una sexualidad diseñada en los cuerpos, ni nuestra complicidad espiritual con unas tecnologías que entran cada vez más en las almas, limpiándolas de demonios analógicos.

Con la IA no solo se busca un aumento exponencial de la información, una nueva velocidad cognitiva o el cálculo acelerado en terrenos antes vedados. La expectación colectiva responde también a la ilusión de desaparecer en unidades discretas de aislamiento sensorial. Vivimos en la eliminación lenta y viral propia de una civilización tardía. Esto es aproximadamente lo que el imperio numérico y los sistemas conversacionales prometen: no más bultos opacos, no más presencias reales que exijan el cuerpo a cuerpo de los afectos. Se busca que la vieja humanidad resulte superflua, una especie de simpático souvenir emocional para el fin de semana o las vacaciones. Los que luchen contra esta digitalización forzosa del presente serán tachados de nostálgicos y reaccionarios, incluso de negacionistas. El pensamiento humanista militante se sitúa así, desde hace tiempo, en una zona extraña de complicidades. ¿No es el trasfondo impolítico de una defensa de la vieja humanidad lo que difumina las ideologías y hace aproximarse la resistencia de cierta extrema izquierda a la de cierta extrema derecha?

Solo nos faltaba ver a Pablo Iglesias defendiendo la «enorme sensatez» docente del ChatGPT, y enviándole un soso poema digital a Mònica Terribas, para comprender que hoy el mantenimiento del orden social se basa en una fluidez sin obstáculos. El atractivo progresista de la IA consiste en extender el imperativo de la circulación al celebrado cerebro, consiguiendo una tipo de inteligencia libre de los humores de órganos más viscerales. Es llevar el fetichismo de la transparencia y la mercancía a sus últimas consecuencias neuronales. Y crear, por tanto, una post-humanidad obediente e interactiva, blandengue. Una población que no se atreva jamás a la excepción que nos hace humanos, rompiendo con la interpasividad de esta obediencia bovina.

Ahora bien, un hombre transparente, que circula sin pararse jamás, sin poder estar solo ante el vacío, ¿puede serle fiel a algo? ¿A su deseo, quizá? Aparte de sus mil caprichos diarios, ¿puede tener deseo quien nunca escucha su sombra ni se detiene? Un humano así ni siquiera podrá ser fiel a sus apetitos sexuales. Es más, ¿podrá tenerlos? Al fin y al cabo, no solo en el caso masculino, la erección -pezones, clítoris, pene- interrumpe con un bulto la cristalina fluidez general. Por eso la erección y la penetración están crecientemente mal vistas. Lo que esta corrección política artificial, el envoltorio social de la IA requiere son individuos autosatisfechos, con el móvil a mano de manera fija y capaces de un onanismo sensorial continuo. Onanismo que tal vez comienza con la celebrada autopercepción de sentirse por fin reconocido. El capitalismo con rostro humano es curvo y complejo, es decir, nos las mete dobladas. No de frente, sino al estilo de un maltrato autogestionado que usa la rareza minoritaria y la atención a lo diverso. Nos queda un consuelo: Nunca llovió que no escampara. No solo Pablo Iglesias usa el ChatGPT, también lo hará la última hornada de asesinos en serie. Y lo que es mejor, algunos eficaces conspiradores.