Lejos de todo lo relacionado con la mentalidad empirista que guía al método inductivo en la ciencia normal, lejos también de toda nuestra pragmática actual de la información, existe lo que -desde Platón- en el Racionalismo e Idealismo se llama intuición. Su concepto se corresponde, de algún modo, con el uso vulgar de la palabra, aunque no exactamente. Ni en Nietzsche ni en nosotros lo intuitivo tiene por qué ser solamente una sensación sin concepto, casi un presentimiento. Tampoco ha de tener ese aire básicamentesensible que tiene, con una curiosa coincidencia, en Kant y en nuestro lenguaje común.
La intuición es más bien, en nuestra experiencia cotidiana, otra forma de conocer y no sólo de sentir. Es la captación de algo que de pronto se hace evidente, una clave interna que se nos revela de cualquier fenómeno complejo. De alguna manera, aunque requiera un esfuerzo y una predisposición previa, la intuición se nos impone. Es como una verdad repentina que llega sin ser llamada, que nosasalta. Algo así dice Nietzsche de la intuición del Eterno Retorno, que le asalta frente a una roca imponente, paseando cerca de Zoagli.
Intueri: mirar dentro. La intuición posee la veracidad, la verosimilitud de lo que es simple: «directo e inmediato», como reza inocentemente Wikipedia. Pero es obvio que esta idea –directo, inmediato– se enfrenta a toda nuestra imperial cultura de la mediación. Y sin embargo, así es en momentos capitales de nuestra experiencia y cultura modernas, no sólo en la literaria. Sin lo que Kant no acepta como intuición intelectual, que pretende conocer de modo inmediato esencias –nouménicas– de lo real, traspasando la mera costra sensible de los fenómenos, nada importante de la literatura se habría construido, de Joyce a Lispector, de Machado a Valente. Probablemente, tampoco en la ciencia posterior a Newton.
Intuición no es lo mismo que una primera impresión, ni proviene de observar con detalle las apariencias. De algún modo, la intuiciónperfora la presencia sensible, la atraviesa, robando algo que está dentro de un fenómeno, sea éste una persona, un grupo musical o el alma de una nación. Con el nombre de insight -o Einsicht– cierta psicología reconoce una especie de intuición en el mundo animal. Efectivamente, es una especie de certeza animal la que irrumpe en el hombre, ahorrándole el largo rodeo de la espera inductiva o informativa. Es la iluminación repentina por la que un animal o un ser humano logra captar algo vital escondido en el entorno. Paradójicamente, como pensamiento repentinamente abstracto de lo concreto, la intuición se produce cuando logramos pensar con lo más atrasado de nosotros mismos.
Tal modo de pensar es en todo caso imposible en la mentalidad empírica e informativa, dado que en ella el intelecto y el objeto están separados, igual que el hombre y la tierra, como en dos planetas distintos. Es así que para Hume jamás se pueden comprenderesencias sustantivas de la realidad: sólo tendremos impresiones no sustanciales de las cosas. En el caso del periodismo, habrá que esperar al experto que nos entregue alguna especie de verdad que, no obstante, será desmentida a los dos días… para mantenernos encadenados a una actualidad que gira como una noria en un parque de atracciones.
Sin embargo, la intuición se produce en nosotros todos los días, al menos, cada vez que conseguimos tomar una decisión. Es posible en el racionalismo y en sus herederos, de Schelling a Nietzsche, porque en esa corriente filosófica todo, tanto las cosas como las ideas, se presentan en la misma esfera, dentro de una mente omnipresente sin la cual ningún objeto existe. Encontraremos en el subestimado Alan Watts, amigo íntimo de Cage, una encantadora actualización de esta sabiduría.
En el racionalismo de Descartes existe también una intuición intelectual que capta claves en los complejos fenómenos exteriores, con las cuales después se puede reconstruir ese complejo. El método cartesiano va más allá de la aproximación inductiva, del tanteo experimental-informativo o del popular presentimiento. No es sentimiento: la intuición es ya el umbral de un concepto. En Descartes y en otros es la captación de unidades atómicas elementales en los fenómenos, por métodos no empíricos o inductivos, sino radicalmente intelectuales.
Se trata de un uso radical de la inteligencia que alía el solipsismo del sujeto con lo mundano de un objeto. De pronto, no lejos de latheoria de Aristóteles -«pequeña en magnitud» y máxima en dignidad- el hombre sabe en tres segundos lo que no supo en meses. Es ese tipo de verdad o revelación que concentra el tiempo y el universo en un punto, haciendo entrar en crisis nuestras rutinas. Por eso en el cine, cuando se representa una experiencia así en algún personaje, el resto del entorno suele moverse a cámara lenta.
La intuición aprehende verdades cruciales ocultas en cualquier objeto, que bien puede ser uno mismo. Esta apuesta es inconcebible para nuestra mentalidad pragmática actual -heredera del civismo de Locke y Hume-, ya que para que el hombre moderno sea un buen ciudadano entendemos que no puede ser radicalmente autónomo en el plano del conocimiento. Sobre todo ahí, debe estar adelgazado. No puede ni debe profundizar, penetrar en su entorno para poder descubrir verdades sustantivas.
Aparentemente es un ejercicio de modestia casi postmoderno. En realidad, se trata de la vieja soberbia antropocéntrica que coloca a nuestro modelo de hombre en el centro. Sería muy divertido comprobar cómo incluso en Marx hay un viraje eurocéntrico de este tipo, un recorte cognitivo en el sujeto que explica la actual sociodependencia, de origen furiosamente liberal.
A veces cuesta explicar la intuición porque en ella, a diferencia de lo meramente inductivo, no se ha seguido un proceso consensual, ni claramente lógico o demostrable. Además de no someterse a las presiones de una situación, la intuición no tiene método. Puede darse en un sujeto, sea científico o no, una predisposición, una capacidad o un adiestramiento intuitivo. Pero la intuición ocurre, sucede como un feliz accidente intelectual, a veces extremadamente contingente. Es en el plano cognitivo lo que Deleuze o Badiou llamarían acontecimiento.
Como decía un antiguo refrán, el hombre hace planes para que Dios sonría. El propio Kuhn, hablando de los paradigmas científicos, sugería que una de las ventajas del método en la ciencia normal es permitir que resalten más nítidamente las anomalías. Y la intuición es una especie de anomalía: alguien se pasa días y días dándole vueltas a un problema y, de manera inesperada, se produce una iluminación que ata impertinentemente algunos cabos sueltos. Entonces un crimen se resuelve, una teoría física se simplifica, el síntoma de alguien que sufre se hace más inteligible para su psicoanalista. O bien un joven entiende por fin una clave anímica de su pareja.
Es lo que, habitualmente con un gesto tímido, llamamos hipótesis. Pero cuando más atrevida sea ésta, más se acercará al corazón de eso que nos atormenta o nos produce curiosidad. ¿Piensa mal y acertarás? No, no exactamente. Pero sí es cierto que la osada imaginación que es útil y admitido en la literatura no tiene por qué ser ajeno a la ciencia, al menos si ésta quiere ser revolucionaria.
La intuición es un golpe mental, una tirada de dados que divide a un objeto, descomponiéndolo en elementos más simples. En tal sentido, se penetra un complejo, lo partimos en piezas y esto permite analizarlo. El análisis intuitivo descompone el fenómeno. El proceso formal y deductivo -en Descartes, posterior a las intuiciones, como un enlace de ellas- reconstruyendo lo complejo. El ser resultante -persona o cosa- es materialmente el mismo que antes, pero resulta comprendido y vivido de otro modo.
Lo que tiene la impronta de lo intuitivo puede ser tomado en serio, también en la ciencia, porque viene repentinamente, al margen de las convenciones externas. También, con frecuencia, fuera de los propios intereses del sujeto. Ello piensa, decía Nietzsche. No es que la intuición sea infalible -nada lo es-, pero brinda la seguridad de lo que de pronto nos asalta. Al provenir de nuestro más lejano interior, una especie de zona ártica, posee la rotunda simplicidad y autonomía de la que la inducción informativa carece.
La intuición tiene además la certeza de lo que existe sin piezas, apenas construido. Ahora bien, igual que no existen accidentes ni anomalías «a petición», tampoco hay intuición a la carta, programada metódicamente. No la controlamos. Viene o no viene, se produce o no, casi siempre sin ser invitada a la mesa. Es ella la que nos asalta; con frecuencia, en momentos clandestinos de nuestra experiencia -esa soledad y retiro hoy prohibidos-, para permitirnos comprender de otro modo lo que nos envuelve.
La inteligencia intuitiva es elemental, breve, densa. Casi no admite términos medios: la aceptamos o no. Es un tipo de inteligencia, radicalmente democrática, que apenas se aprende o se estudia. No hay un posible máster en intuición, ni cursos en torno a ella, pues tiene más vínculos con la deformación que con la formación. Se tiene ese genio intuitivo, de modo a la vez innato y asumido, o no se tiene. Pero tal genio puede pertenecer a cualquiera, pues sólo exige el coraje de no ceder en cuanto al deseo. Con este método anárquico -otra contradicción- la intuición le otorga en distintas especialidades un papel al amateur, al intruso o al raro -el científico revolucionario, diría Kuhn-, que el método normal y premiado de conocimiento jamás le concederá.
El conocimiento estándar odia el genio de la intuición como la sociedad odia los márgenes selváticos de los que, sin reconocerlo, vive. Repasemos las biografía de los nombres que todavía admiramos. Ninguno de ellos vienen de los primeros puestos en la Universidad, sino -aunque además hayan sido buenos estudiantes- de vivencias que lindan lo inconfesable.
El conocimiento profesional admite buenos cursos de formación y métodos graduales. En otras palabras, un proceso acumulativo relativamente asequible. El conocimiento intuitivo no, no fácilmente. ¿Cómo se le enseña a alguien a intuir? Es posible… si se puede enseñar el valor de escuchar, de atender, de percibir: de atreverse, en resumen, a estar a solas con lo desconocido que llega. Poco más. Supone una cualidad intelectual y una también una relación afectiva, un poco animista, con los objetos. La abstracción intuitiva tiene con frecuencia algo de primitivo. Y no sólo los escritores y artistas; casi todo científico que ha roto la historia tiene un fuerte poder intuitivo.
No hay intuición sin observación, por supuesto, pero la intuición perfora la costra de las apariencias y capta dentro de ellas otras claves de explicación ocultas. Por tal razón, como esas claves yacen en el interior de las cosas o las personas, es normal que vengan a nosotros en secreto, en horas o momentos robados, un poco furtivos. Debemos tener, al menos, un pie en los contextos y en las situaciones comunes. Pero la intuición somete el contexto a presión, provoca y estresa las situaciones. Maltrata sus objetos desde un afuera: les asedia, decía incluso Ortega. Por eso nos permite saber de las cosas lo que ellas no confesarían fácilmente. Ni lo que su simple contexto nos diría, mediado como está hasta la saciedad.
Paradójicamente -es otra contradicción más- este cuestionamiento de lo real, este estrés proviene de un dejar–ser a las cosas. Supone una confianza y a la vez una escucha. El hombre intuitivo -decían Baudrillard y Berger- mantiene una relación cercana con los objetos y, al mismo tiempo, toma distancias con los contextos donde los objetos se presentan. En tal aspecto, la intuición essituacionista, pues sin infiltrarse en la situaciones, para «oír voces» de otra parte, ese tipo de conocimiento directo no se produce.
Estamos pues ante una disposición natural de la inteligencia, una de esas tecnologías incorporadas al cuerpo. Aparte de que se posea o no, está claro que el hombre puede favorecer lo intuitivo o no, escucharlo o no. Podemos liquidar las intuiciones, apartarnos de ellas con la ortodoxia de la conexión técnica perpetua. Por el contrario, podemos acercarnos con un pie al margen de lo social, confiar en ese rumor de las afueras y escucharlo.
Es evidente que una intuición ha de ponerse a prueba y adquirir forma. Tenemos que estructurarla, fortalecerla y ponerla a andar, en común, para estar en el mundo y afrontar los problemas que nos reclaman. Pero el punto de partida de cierto tipo de pensamiento es siempre un poco insolente, por no decir inconfesablemente irracional. Con la ironía que le caracteriza, Deleuze decía que el verdadero pensamiento abre siempre una línea de brujería.
Es obvio que la intuición tiene que ver también con el crédito que le concedamos a la imaginación y, quizás ante todo, con el que le concedemos al instante. Sabemos que un momento crucial puede cambiar el tiempo. Pero es necesario escucharlo y acogerlo, darle crédito, dejando tal vez muchos otros momentos del tiempo reconocido, que tal vez tengan más avales y más fama.
Se podía decir que hoy, en todos los órdenes -de lo perceptivo a lo clínico y ético, de lo intelectual a lo político- estaríamos obligados a elegir, poniendo nuestro hemisferio principal en la intuición o en la información. En el primer caso correremos efectivamente el riesgo de quedarnos solos, cerca de los fantasmas. En el segundo el peligro es morir de éxito, instalados en esa obesidad de la multiplicación que algún día tendrá su metástasis. La cuestión clave estará en el arte de las dosis, en un equilibro inestable que hay que reinventar todos los días.