Calor tórrido y luz cegadora. Te descalzas en la hierba mientras esperas en un cabo del mundo, bajo un solaje que deja desiertos las aceras, los barrios, las salas. Al entrar, una impresión de campamento, de aquellas afueras legendarias que cuajaron en las visiones de juventud. Y un halo de resumen, de un final que vuelve, desde donde podrías partir de nuevo. La nota de prensa sobre Bosques y otras especies, la exposición del pintor Alvar Haro en la sala El Paso del Centro Municipal de las Artes de Alcorcón, habla de acontecimientos personales y familiares que ponen en primer plano la cuestión de la finitud. No tan paradójicamente, pues los traumas a veces nos abren, la impresión que tenemos es la de salir a un horizonte por fin libre. Junto con antiguos motivos del pintor (cuerpos durmientes, emboscados, en espera, paralizados, mutilados) aparece una amplitud de paisajes que nada tiene que ver con el encierro. Todo lo contrario, en Rest on the walk, en Noche americana y otra obras, se nos regalan las visiones de un viajero, de alguien que comparte la mágica soledad de sitios que atraviesa y no le pertenecen.
Es cierto que en trabajos muy distintos (sombríos, simbólicos, naturalistas) un mismo estremecimiento parece recorrer árboles, agua encharcada, tierras, hombres, casas y estrellas. Pero con tonalidades afectivas muy diferentes. Cada ser rutila desde su fuerza, y la relación la compone el hecho de que cada uno esté arrojado al mismo líquido amniótico donde singular y común coinciden. Como si, en efecto, la comunidad se estableciera desde lo que nos separa. A lo largo de los siete últimos años, «Bosques y otras especies» recorre un solo peligro de extinción, un reguero de escenas que están en duermevela en virtud precisamente de su intensidad.
Diríamos que el dolor dibuja los umbrales de cada motivo, su reverberación, convirtiendo cada escenario en un encuentro animista. Cielos estrellados, Lost paradise, Go west, Turno de noche, Heredaréis la tierra: hasta los títulos aluden a cierta hermandad muda en las afueras, allí donde nuestra voluntad cuenta poco. Algún acrílico o gouache podría recordar aquella legendaria escena final de Boyhood, donde una adorable joven comenta en el desierto de Texas: «La gente habla de atrapar el momento. Por el contrario, creo que es el momento el que nos atrapa». Haro realiza un recorrido clandestino a plena vista, una crónica de albas y atardeceres, de momentos nocturnos sin historia. Carentes de ninguna otra épica que la de existir, quizás sus escenas rozan la magia de un secreto que al fin es mirado, deseado, transitado.
Un emblema de todo este trabajo, sobre todo del que tiene un pulso más americano, podría ser: «Reside, habita incluso el desierto. Una vegetación vendrá por añadidura». Esta es la historia, sin crónica, del bosque y las especies afines. No sabemos qué diría un Thoreau. El poeta norteamericano Gary Snyder lo dijo así en una tarde de Madrid: Para que el mundo subsista, es necesaria una relación moral con lo no humano. Una hermandad mortal. ¿No es esto suficientemente humano, incluso político?
El bosque de troncos recuerda a veces al bosque de hombres. Pocos podrán ver este conjunto, ya retirado de la sala El Paso, pero algunos de estos cuadros recordarían inmemoriales arquetipos de la especie. El obligado ejercicio de memoria, la imaginación que trabaje en estas hechuras de acrílico y gouache, si se reencuentra alguna reproducción en las redes, aumentará el aire de eco en lo visto, casi tocado y oído. La ironía consiste en que el original de aquella tarde, con unos ardores de julio que recalentaba los materiales, ya era un eco dentro de un eco. El pintor rememoraba con frecuencia una escena primitiva que nadie ha vivido tal cual, pero que persiste en la memoria.
Vivimos como soñamos, en umbrales de luz dudosa. Caminamos por las entrañas de un tiempo sin tiempo, que ni siquiera se sabe a sí mismo cuando parece detenido. En los cuadros donde se muestra este deslumbre primario, dulcemente traumático, una ambigüedad vuelve en destellos complejos. Como si lo real no pudiera ser mirado de frente, vivido en directo, sin un ligero temblor de las facultades.
Haro trabaja un centro del universo que ha de latir en cada punto. Los acrílicos y gouache son visiones febriles desde un mismo espacio que regresa como punto de partida, a la manera de un desierto del cual somos ermitaños.Donde quiera que vayamos llevamos con nosotros mismos el enigma del que somos el testigo. Nómadas, se ha dicho, son aquellos que se aferran a una región central que no cabe en ningún sitio. Gracias a los bordes de tal región, sin paredes, el hombre ha de repasar lo vivido, lo amado, temido y sentido, como si todo eso nunca fuera seguro.
Ocurre como si el pintor conociera en este tiempo una resurrección de la exterioridad en virtud de haber rozado el núcleo de la pérdida. Con otra soltura expresiva, y cierta limpieza formal, desfila entonces la lenta y a veces tranquila silueta de algunos seres. Un enigmático entrelazado de lo vivo con lo inerte, de lo humano y las afueras. Cualquier polo de la realidad resulta amasada en una especie de polvo de estrellas, durmiente e insomne a la vez. El sueño de los humanos se enlaza al despertar de aguas, troncos y rocas.
Tal si los hombres estuvieran tocados por la misma indecisión que afecta a las cosas. De ahí esta inundación azul, amarilla, verde, este baño de ramas y estrellas. Cualquier congoja se aquieta en esta tierra abierta sin caminos, sin más enemigos que su propia vastedad. Tierra de la que proviene cierta calma de los colores y las superficies. Rest on the walk o Noche americana juegan con una fluidez casi japonesa, con una soledad sonora que transita.
Cierta humanidad podría decir: Tengo miedo de vivir aquí, así. Y sin embargo, esta tierra que da miedo es lo que nos protege. Entre otros hallazgos, este trabajo de Alvar Haro podría insinuar que el desamparo levanta moradas. De casualidad, una lectura de Pedro Páramo puede resucitar por doquier susurros, murmullos, voces posibles donde el tiempo no corre, enlazado a una juntura de muerte y vida. «Había visto también el vuelo de las palomas rompiendo el aire quieto, sacudiendo sus alas como si se desprendieran del día. Volaban y caían sobre los tejados, mientras los gritos de los niños revoloteaban y parecían teñirse de azul en el cielo del atardecer».
No muy lejano a esta pintura, Rulfo juega con el espíritu de la percepción, con una cultura que toda ella es naturaleza, más profunda que todas las leyes. El pensamiento es igual al color y el sabor de los sentidos, casi hasta el agotamiento. Afuera en el patio, los pasos, como de gente que ronda. Ruidos callados. Y aquí, aquella mujer, de pie en el umbral; su cuerpo impidiendo la llegada del día; dejando asomar, a través de sus brazos, retazos de cielo.
Aunque la imaginación de Alvar Haro es en este caso, digamos, más americana y magmática, fluyendo en colores aguados. Migraciones al norte, fuegos de campamento y confidencias junto a la lumbre celeste. Los cuerpos insomnes que se retuercen, la corriente de las horas, los cielos que callan. Después de tanto esfuerzo, parece decir el artista, esto era el destino: llegar a un borde y sentir miedo de la quietud de las cosas, de su respiración inaudible. En cada árbol, todos los árboles; en cada bosque, todas las especies.
Primero has de sufrir, se ha dicho, pero te habitúas a la inquietud. Después, cuando has llegado a amar todo eso, ha de acabarse. Aunque no parece fácil, aquí sin embargo late otra creencia, una especie de religión inmanente. La noche, salvada, nos salva. De ahí esos Beaux quartiers, entrevistos en rondas nocturnas.
De vez en cuando, un estremecimiento de tejados contra el cielo, como en algunas visiones crepusculares de Hopper. Un rosario de vidas magnéticas, quizás porque no son la nuestra, porque no nos toca vivirlas, labrarlas segundo a segundo. Hay algo del sueño que siempre hemos vivido, en míticos momentos cruciales, en esta minuciosidad propia de un cuento.
Turnos de noche. La lentitud, las visiones, la tristeza de los vigías. Una y otra vez, la protección multicolor que brinda el desamparo. El tío Vania, los abedules y la nieve de la despedida, el jardín de los senderos que se bifurcan: heredarás la tierra, un desastre natural a cámara lenta. Seremos salvados por el simple hecho de no tener protección. A veces las posturas forzadas de los humanos recuerdan a unos acróbatas de la inmovilidad.
Otras, algunas escenas ópticamente imposibles. También una cierta desolación solar propia de De Chirico, de Magritte. Plantas y hombres sumergidos en el mismo líquido, a la vez radiante y silencioso. Si es de noche, una penumbra luminosa se enciende con luces y manchas. Si es de día, los árboles coloreados multiplican la penumbra del sentido.
En Tríptico nocturno el pecho de la tierra parece segregar sus propias estrellas. Go west recrea a pioneros en tierra de nadie, sin ley, en una libertad comanche. En los Eros en vitrinas reaparecen posturas sexuales en estancias secretas. Pero hay también un enorme erotismo en esos espacios donde se bucea la noche, en la soledad estrellada de seres que se desconocen, que se encuentran, que no pueden separarse.
Creí ver el centro del universo. Haro compone un vórtice de la percepción donde creer y ver es lo mismo, un punto del tiempo donde el espacio arde en su variación. Fosforescencia nocturna, ardora lacustre. El silencio del bosque petrificado. El temor, el amor que brota de él, carga cada escena con un umbral de otras posibilidades.
Por fin una naturaleza que ama esconderse. Es la propia aparición de los objetos la que se revela desde el secreto, como si el pintor trabajase una desaparición, una ausencia que obra en los mismos cuerpos, no en una retirada de estos. El aire mineral de la carne, el aspecto vivo de los troncos converge hacia una complicidad secreta de lo animado y lo inanimado.
Se puede insistir en que los títulos acentúan esta impresión de viaje sin regreso (de un auténtico viaje nunca se vuelve) que tiene el conjunto y cada una de sus escenas. Bosques y otra especies ensaya la partitura de una vida que fuera absuelta por su misma penumbra, como si la variación fuera el tema. Alguien diría entonces: «Tengo miedo de vivir así, aquí. Pero este miedo es todo lo que tengo».