Una emoción es «un estado afectivo intenso que aparece de forma súbita y que va acompañado de cambios conductuales, fisiológicos y hormonales pasajeros». Podemos decir que las emociones y los sentimientos son equiparables, aunque algunos estudiosos definen estos últimos como estados anímicos menos intensos y con una duración a largo plazo. Pero no, tal como está de enfriado el patio de nuestra relaciones –nothing personal!-, la ira, el terror, el llanto o el amor son a la vez ejemplos anómalos, de emoción y de sentimiento, en la planicie de nuestra inmanencia socialmente bendita.

 

«Por delante la emoción; por detrás la inteligencia, cojeando» es una afirmación de Nietzsche que psicólogos o filósofos muy distintos, de Unamuno a Wittgenstein, podrían suscribir. Sentimientos y emociones son hoy equivalentes en el efecto de perturbación que tienen en el plano intelectual, desequilibrando el control que siempre pretende una cabeza y que hoy, con la penetración neuronal de la macroeconomía, se ha elevado a estrategia global del Yo. La emociones, los sentimientos nos pueden a arrastrar. De ahí que, aunque seamos «sentimentales» de carácter, tomemos distancias e intentemos controlarnos; al menos fingir, manteniendo a raya las emociones. Por decirlo del todo, este control de lo personal llega al extremo de que hoy hemos proscrito la mirada. Se mira en Marruecos o en Colombia; no en EEUU o Francia, donde solo se reconoce, más o menos militarmente, lo ya tipificado.

Emoción es aquello que surge, al margen de cualquier estrategia escénica. «Lloré de principio a fin», reconoce Nick Cave de la primera vez que vio Madre e hijo. Corazón y cabeza son dos polos distintos de la vida humana: lo que sentimos y lo que pensamos, el calor de las emociones y la frialdad de la cabeza. Se podría decir que las emociones tienen un alma propia, pues surgen al margen de la economía de lo conceptual. «El corazón tiene razones que la razón no entiende», decía Pascal.

 

Autores como Rousseau o Nietzsche, muy diferentes entre sí, han entendido las emociones como lo más característico de la especie humana, más incluso que lo que se entiende por racionalidad. Es cierto que las emociones fuertes nos pueden bloquear: el amor, la cólera, el miedo… pueden llegar a ser ciegos, obstaculizando la mínima distancia y frialdad que necesita la cabeza. Sin embargo, también es cierto que pensamos únicamente lo que nos afecta, lo que antes sentimos. Solo «da que pensar» lo que nos altera, aunque sea levemente. Una reflexión ocurre a raíz de un pequeño impacto primario que toca nuestra piel o nuestros nervios. Sobre lo que nos deja indiferentes no se piensa nada.

 

Si apenas tenemos emociones pensaremos de un modo técnico, profesional o especializado, no de manera personal. Las emociones son las que impulsan la inteligencia. Si buscamos en la biografía de alguna persona que admiramos, pues ha revolucionado el campo de la música o la física cuántica, es difícil que no hallemos en su vida rasgos patológicos de vivencias que, con su eco de tormento, no encontraremos en otras vidas. Es casi imposible que en alguien que admiramos porque ha logrado algo verdaderamente nuevo su biografía sea plana y su potencia creativa provenga solamente de una excelente formación profesional. Sin ir más lejos, podemos encontrar dramas parecidos -casi inconfesables- en las biografías de Marilyn, Kurt Cobain, Rosalía de Castro o Amy Winehouse. La inteligencia brota del suelo de los sentimientos, para resolver traumas que han surgido con la misma urgencia del hambre. Sin ese entrenamiento en lo traumático, la mejor inteligencia heredada se duerme.

 

Diversos filósofos y psicólogos han sugerido que son las deformaciones de la vida, no los «cursos de formación», los que nos enseñan y nos hacen más inteligentes. Hasta en el conocido -y hoy olvidado- discurso de Steve Jobs en Stanford se nota esa cadena fundacional de «accidentes» que le forman. Si no se habla de cursos de deformación es debido a la tradición puritana impuesta por el Norte y a que, rotundamente, el accidente emotivo no es algo que podamos planificar. Los traumas ocurren, de forma inesperada. Fuera del cine y la televisión, del parque de atracciones y algunos escenarios diseñados, no hay emociones programadas ni accidentes  a petición.

Seguimos intuyendo que lo inesperado de las emociones es el motor y la materia prima de la inteligencia. En la literatura rusa, por ejemplo, todos los rasgos de inteligencia -a veces demoníaca- están asociados a sentimientos: los héroes de Chéjov -que revolucionó el teatro británico y estadounidense del siglo XX- y Dostoievski enrojecen, palidecen, se encolerizan o tartamudean casi en cada página. Si no sentimos de vez en cuando miedo, cólera, vergüenza o afecto, ¿qué tipo de inteligencia podemos tener, qué podemos pensar que no esté ya pensado? La vida de Kurt Gödel indica que su genio matemático proviene en buena medida de su aislamiento, de su rareza sexual y su timidez adolescente.

 

Nadie dice que haya que ser infeliz o raro para ser genial. Además, no es obligatorio ser genial. Solo debemos admitir que la inteligencia no nace de leer buenos libros o máster de alto nivel. Muy lejos de la mitología democrática, la inteligencia de Lispector o Borges se entrena en algo parecido al estrés de sobrevivir en un bosque. Los genios que le dan forma a nuestra desconocida raíz común tienen en la angustia su gimnasio.

 

Está en la sabiduría popular la idea de que cuando más baja el corazón, más tiene que subir la cabeza, armarse y fortalecerse. Y esto por una cuestión de pura supervivencia. Con frecuencia, un «intelectual» -solamente un buen lector- lo es porque ha tenido que organizar cosas que ha sentido y le han atravesado. Ex abundantia cordis, os logoritur (Mt 12, 33): Lo que desborda el corazón es lo que llega a la lengua, a la cabeza y a la razón. Ésta se alimenta, decía Unamuno, de una necesidad vital de relacionar las irracionalidades que hemos vivido. Si éstas no existen, ¿qué vamos a pensar? Solo tendremos opiniones, que cuestan poco y no cambian nada.

 

Por el contrario, si las emociones ocurren y no les damos forma con el pensamiento pronto amenazarán con desequilibrarnos. No es quizá tan extravagante, entonces, el parentesco que intuimos entre el genio -sea en ciencia, en pintura o en música- y la «rareza» personal. Wittgenstein, Lorca o Einstein son solo casos típicos.

 

Si esto es así, es posible que la inteligencia esté hoy amenazada por una sociedad obsesionada con la seguridad y el bienestar. ¿Por eso buscamos «vida inteligente» en la lejanía sideral? Con nuestra retirada al confort y la cobertura serial, buscamos huir de lo irregular, del relieve traumático de vivir. En este sentido, buscamos también una anestesia de los sentimientos. Hoy sentir es lo más difícil, nos recuerda Sokurov. No es extraño que nuevas formas de violencia, clandestinas y espectaculares, resurjan bajo nosotros para compensar una seguridad también aberrante. Tras la corrección a la que nos obliga la sociedad, el animal sensitivo que somos intuye que la inteligencia es un músculo que hay que entrenar en algo que todavía pueda golpearnos. Tal vez por esta razón buscamos en las pantallas las emociones, a veces delictivas, que ya no encontramos en nuestras vidas reguladas y amenazadas por un aburrimiento mórbido.