La crónica de los últimos días del actor Philip Seymour Hoffman semeja, para espanto de la luminosa America, la muerte anunciada de un vagabundo, un homeless escondido bajo un rostro estelar. “Qué curioso –comenta una pasajera al ver en un control de aeropuerto a un borracho al que casi se le caen los pantalones-, cómo se parece a ese actor tan conocido” [1]. Mientras su entorno artístico –incluido Pitt o la dulce Angelina Jolie- busca histéricamente el éxito y aferrarse a una estrella propia, parece que él era uno de esos raros amantes de la corriente subterránea. Tocado por una vitalidad prometida a lo turbio y errante, Seymour era probablemente todo lo emocional, ambiguo y atormentado que permite la cultura estadounidense. Incluso, tal vez un poco más. El colmo de estas paradojas es que fuese además un tímido incurable.
Por lo que sabemos de él a través de sus complejos personajes, podemos sospechar que encontró en las drogas y el alcohol el aditivo para mantener una buena relación con la “fealdad” de la que no podía apartarse. En medio de una creciente celebridad personal mantuvo su compromiso con lo elemental y, no sólo en el teatro off Broadway y el cine independiente de calidad, sino también en el peligro de los bajíos urbanos. Hablo de unas zonas de sombra que Hoffman sentía quizás vitalmente necesarias para no dejar de ser humano en ese universo radiante y un poco idiota de la mayor democracia del mundo.
De hecho, una cierta pasión errática, en una escena pública que quiere salvarse en la transparencia, es la que se notaba en los mil matices de sus encarnaciones, en los papeles –no siempre “independientes”- que le cayeron en suerte [2]. ¿Recuerdan al vecino onanista de Happiness? Lo asombroso del caso, ahora, es imaginar que él –en el fondo de sí mismo, de sus temores y certezas- nunca salió de esa vieja soledad que asedia a la especie.
Descanse en paz. Mientras el Óscar de la Academia reposaba en cualquier esquina de su apartamento alquilado en West Village –separado de su mujer, viendo de vez en cuando a sus tres hijos- la llaneza común de su inteligencia necesitaba no despegarse de un barrio, un itinerario de bares y costumbres. Esto incluía unos pocos amigos, algunas cenas, partidos en televisión, fumar sentado en las escaleras de su portal y ayudar eventualmente a algún turista perdido en Nueva York.
Recordemos un momento su cara. Se trata, en Seymour, de esa clase de inteligencia que no tiene mucho que esperar de la fama. Ese tipo de hombre que resta de una vieja estirpe de aventureros. Sólo que ahora, claro, la aventura ha de encharcarse, frustrada en una virilidad que apenas puede encontrar empleo. No hay que quitarle –ni a él ni a nadie- responsabilidad alguna en sus elecciones, quizás tampoco la dosis alta de egoísmo –o de cobardía, a pesar de frecuentar las instituciones de ayuda- que se pueden dar en cualquier adicto. Él sabría, sus amigos y su familia sabrán. Por lo pronto, ha pagado un precio más bien caro por lo que parece haber sido algo más que un estilo de vida.
Para los que le amamos en La familia Savages, en Happiness, en La duda y otras memorables apariciones –incluso en cintas más comerciales como Los idus de marzo-, parece obvio decir que tuvo suerte como actor, no como hombre. Aunque es posible, aparte de que el oficio de vivir se ha vuelto un poco difícil, que quede en la escena teatral y cinematográfica un virus perdido, una ilusión de vitalidad que no sea fácil conciliar con nuestra religión social del consenso. Quiero decir, con el tipo de muerte a plazos que nos reserva el reino mundial de la economía y la imagen.
Es posible además que la faz y el cuerpo de Seymour, esa robusta constitución física de quien le cuesta decir no, apartar los mil matices de lo sentido y vivido para ordenar la vida, le dificultasen la solución estética del galán de turno. Para ser ese narcisista que termina casado con su propia imagen le faltaba –aunque la cara no fuese el reflejo de un alma- una belleza fácil, un rostro de Apolo destinado a las luces perpetuas.
Si algunos de sus eventuales compañeros de rodaje, esos ejemplares radiantes que casi presumen de inmortales, son incapaces de envejecer, es tal vez porque ya no les queda sangre en las venas. A falta de sangre, buscan los focos. La verdad es que el caso de Seymour parece distinto, más bien opuesto. ¿El exceso de focos le empujó a buscar la sombra en sus venas?
Sin ninguna intención morbosa, no hay por qué no barajar en el caso de Philip Seymour una verdad sencilla. Un ser humano emocional, con dificultades para mantener esa distancia sin la cual no hay estrategia posible, tiene bastantes cartas para deprimirse en una sociedad como ésta. Y tal vez en cualquier sociedad concebible.
No hace falta leer a Freud –Borges fue incluso más rotundo- para saber que la historia, y la fama es nuestro modo patético de historia, es un castillo de naipes. Le pasa lo que a la ideología: carece de sustantividad propia porque la tiene fuera, en lo que ha de ocultar. Por tal razón, no puede haber un sujeto de la historia. La historia es siempre de cartón piedra y no aguanta ningún sujeto, menos aún un objeto. El hombre no se puede realizar ahí, sólo está de paso. Bajo la historia, seguimos sujetos al claroscuro de la existencia, a una escena primitiva que –aunque no haya tenido lugar- siempre retorna. Pobre de aquel que, rico o pobre, no esté armado, con algo más que conceptos, para ese volcán de fondo.
El eco de Seymour nos recuerda además que se dan un sinfín de muertes, naturales o accidentales, que son indistinguibles del suicidio. No hay que descartar que la descripción que tenemos de los últimos meses de Philip, dibujados a medias entre la piedad y la indiferencia policial –aspecto desastroso en lugares públicos, mirada perdida, siestas inoportunas- no indicasen más que una forma de autodestrucción a plazos, sin prisas. Es posible que la presencia poderosa de Seymour se alimentase de una vida frágil y necesitada de afecto, como la de un niño un poco perdido.
“¿Eso es todo?”, dice su personaje de hijo atribulado ante el cadáver de un temible padre en The family Savages. Sí, esto es todo, el león muere sin rugidos ni batallas sangrientas. Sin pena ni gloria, como un ratón, casi convertido en una cosa. A diferencia de otros casos, sin embargo, a Seymour sí le echaron en falta. Tenía amigos. A las 11 de la mañana ya había alguien en la puerta de tu casa, extrañado de que hubiera faltado a la cita para recoger a sus hijos.
Si eres inteligente y sensible –suponiendo que sean dos cosas distintas-, la fama, cuando se apagan los focos, debe hacer muy difícil vivir. Volver una y otra vez a una vida simplemente mortal, que ya –fuera de la escena- no puede ni debe ser épica: no, no debe ser fácil. Vivir fue siempre complicado, pero el apagado vespertino de la ilusión luminosa facilita probablemente un riesgo añadido de degradación.
De una manera tortuosa, con mil arrepentimientos y terrores, la heroína debió de ser una manera de que las luces, los focos turbios de una vida que necesita emoción, estuviesen siempre encendidos. O no, y lo que Seymour buscaba era simplemente prolongar el laberinto de su barrio, un recodo del camino donde descansar de tanta luz.
A veces la fiebre del éxito necesita infiernos artificiales. Buscar por algún lado reencontrar unos límites, algo que resulte real y peligroso. O tal vez sólo necesitaba la anestesia. Debe ser difícil vivir en la cumbre. Posiblemente era el caso de él, demasiado inteligente para tragarse toda la basura que le rodeaba.
Nunca lo sabremos. Tampoco importa mucho, ¿verdad? Lo importante es que siga el espectáculo. Y que las redes sociales, llenas de nativos digitales que le habían despellejado en vida, se llenen durante unos días de conmovidos mensajes de dolor. Este mundo, resultante final de nuestra furia ilustrada, es ya tan divertido que nos podemos ahorrar el circo.