Desde cualquier ángulo la cinta de Haneke es infumable, a veces rozando el ridículo. Lo mejor, el maravilloso alemán que emplea. El resto huele a Inquisición, incluida la fotografía. No teman, me voy a explicar. Pero ya saben de qué estoy hablando, ¿verdad?[1]. No es sólo que uno inevitablemente se repita, sino que además se repite -esa es la fascinación- el dispositivo cultural que nos envuelve cual celofán, este cordón sanitario que combina el aislamiento y la comunicación. Igual que en la tribu la repetición es la madre de todas las paredes, se podría decir en otro chiste de dudoso gusto.

Hasta donde hemos visto, Haneke juega con dos efectos metafísico-políticos profundamente inmorales: uno, llenar el vacío, desactivar la “banalidad del mal”, la indeterminación del malestar, la ambigüedad latente de vivir; dos, blanquear nuestra ansiedad de vanguardia al lograr localizar el mal en los otros, no en nosotros. La «globalidad» es solamente una gigantesca personalización de masa, ya lo sabíamos, un dispositivo genial de localización. Se dijo antes: al aislamiento por la comunicación, a la comunicación por el aislamiento. Y Haneke es bueno en esto.

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