Pregunta: – En una sociedad global, dominada por la tecnología, por la inteligencia artificial y el consumismo, con continuas crisis socioeconómicas y políticas, ¿qué lugar debería ocupar la filosofía?

Respuesta: – Desde cierta distancia anímica, la filosofía debería ser el reverso de nuestro espectáculo social para poder discutirle a los medios la exclusiva de lo que es la actualidad y pensar un presente que no cabe en el esquema periodístico. Se debe leer nuestro mundo entre líneas, adivinando lo que está enterrado en un enjambre social que en gran medida funciona en circuito cerrado, girando en torno a su desconfianza hacia el «atraso» exterior. Ahora bien, dado que hay tantas filosofías como personas o periódicos, cada una tiene su visión de la realidad. Muchas veces, al faltar la independencia frente a la velocidad del impresionismo informativo, la filosofía parece sólo un eco «intelectual» de la ceguera de los medios. Algunos filósofos discutimos la idea misma de «sociedad global», que sólo nos parece pertinente en el círculo vicioso de los temas de moda, dentro de nuestra redundancia viral. Realmente, ¿qué es lo «global»? Si estoy en paro, deprimido o con un intenso deseo de ligar, ¿de qué me sirve esa cantinela? Sin duda, para la diversidad del consumo y el endiosamiento de los titulares informativos, para un conductismo de masas que entretiene el ocio de una décima parte de la humanidad. Pero todo esto es muy limitado, pues buena parte de la Francia, la España o la Italia reales viven sumergidas bajo la superficie estadística que la casta política gestiona. A veces la globalización parece sólo una «complejidad» construida para que la gente corriente no pueda tomar decisiones. Lo que ocurre en un día cualquiera y en un lugar cualquiera resulta invisible para nuestro impresionismo informativo, que opera en bucle y tiene una inteligencia artificial muy corta. Tras su ideología y su identidad expresiva, un ser humano tiene problemas y potenciales soluciones muy secretas, a veces casi inconfesables.

P:  –  ¿Estamos hablando entonces de una superstición, de un simple mito?

R: – En cierta medida, sí. En momentos y cuestiones cruciales, ¿dónde está lo global? Aunque el trabajo de un carpintero se vea afectado por la guerra en Ucrania o el conflicto de Oriente Medio –el encarecimiento de los materiales, del combustible y los portes-, él tiene que buscar una solución particular, con frecuencia escondida. Donde está la ley general siempre hemos de buscar una fuga, una trampa vital. Pienso que vivimos en un absoluto local que se debate cara a cara con el peligro, con inquietudes, alegrías y miedos secretos, medio enterrados. La vida y la muerte, el bienestar y la pobreza, la tranquilidad y la zozobra, tienen siempre una raíz existencial y cultural. Ante eso, con frecuencia lo «mundial» sólo es un barullo elitista que intenta enredarnos. La dependencia de la mitología global es enfermiza, desarma el alma y los cuerpos. Bajo cuerda, es el mundo mismo el que resiste la mundialización. Aunque no se trata de volver a otro individualismo, que ya es excesivo. Se deben buscar soluciones elementales que han de tener un carácter real, libre de una «interdependencia» que está dirigida por expertos que ni siquiera nos conocen. La interdependencia es la ideología «horizontal» con la que hoy se disfraza la cruda dependencia del ciudadano medio con respecto a los grandes poderes que abusan de él. Tus propias preguntas, pienso, brotan de un suelo de tormento y vivencia, de una percepción singular y encarnada que no tiene cobertura planetaria. Tanto en la pasada pandemia como en las actuales matanzas, sobran respuestas «globales» y faltan preguntas vitales. Nuestros orgullosos valores universales son, desde hace demasiadas décadas, una disculpa para la sordera y la agresión. Creo que, entre otros muchos pueblos, los palestinos saben algo de esto.

P: – Hoy el hecho de pensar, ¿resulta más difícil que antes? La sociedad actual, ¿está perdiendo la capacidad de ser crítica con los poderes? Desde su experiencia de profesor, ¿cómo ve a las nuevas generaciones?

R: – Pensar fue siempre difícil, pues significa darle forma a lo que viene, en principio sin forma. Si hoy pensar resulta más difícil que antes es tal vez por dos motivos. Primero, se trata de pensar nuestra inmediatez envolvente, no un pasado sobre el que guardemos una cómoda lejanía. Segundo, entre la clase media el poder contaminante de la llamada sociedad del conocimiento es inmenso, tanto o más que en cualquier época anterior. Desde mi experiencia de profesor, de adulto rodeado de jóvenes, no sé muy bien qué pensar de las nuevas generaciones. Por un lado, pervive en ellas una adorable energía, un coraje y una generosidad intactos, atemporales. Al mismo tiempo, hay toda una moda joven, mimada por el sistema, que es casi lo peor de este mundo. Es cierto que ser joven nunca fue una garantía: los neonazis también son jóvenes. Pero en cualquier edad la juventud es un don, una actitud de aventura que nunca debemos perder. Por eso hoy existe, revestido de un aire lúdico y juvenil, una trampa mortal en la conexión masiva, dirigida en la sombra por cerebros seniles. El sistema adula a la juventud para corromperla, impidiendo que de ella surja nada distinto. Nuestra diversión obligada esconde una especie de fascismo emocional manejado por expertos fríos y maduros. Bajo la disculpa novedosa de «estar al día» buena parte de lo que el sistema nos ofrece es reiterativo y adictivo. Si un cambio verdadero fuese posible actualmente, tendría que partir de una alianza en nosotros entre el corazón y la cabeza. Entre una jovialidad muscular y perceptiva, que nunca debimos perder, y un cierto temple anímico que es propio de los adultos.

P: – En su obra ha analizado la sociedad y el mundo actuales. Durante la pandemia escribió En espera y Sexo y silencio. ¿Que ha supuesto para usted el Covid y cómo se ha reflejado la experiencia en estos libros, en su forma de afrontar el momento? ¿Qué pretende con ello?

R: – Escribí mucho en estos últimos años, madrugando incansablemente para apartarme de la inercia colectiva y seguir pensando sin pánico, al margen de la alarma permanente que es difundida por el Estado-mercado. La pandemia fue también un experimento temible de gobernanza, redoblando los mecanismos de coacción para lograr una obediencia mayoritaria. Desde entonces, casi cualquier espontaneidad ha desaparecido bajo las normativas y los protocolos: antes de llamarte por teléfono, tengo que preguntarte si puedo llamarte; para ir a cenar a cualquier restaurante, tengo antes que reservar. Etcétera. Nuestras élites padecen un indisimulable pánico a la sencillez. Es moral y políticamente aconsejable librarse de este histeria normativa para volver a ser fieles a una vida que sigue siendo muy física y nunca puede sentirse segura. Por mucho que lo pretenda el capitalismo woke, nunca viviremos en una cárcel de vigilancia intensiva. No debemos ceder ante el miedo, ante unos accidentes que en la vida real son inevitables. Esos dos libros, muy distintos, tienen en común el himno al coraje de una vieja libertad que ha de lidiar cada día con la incertidumbre, con un riesgo corporal y anímico para el que no hay cobertura. Los dos actualizan asimismo cierta ironía crítica sobre los grandes mitos gregarios de este momento histórico, unos mantras que nos hacen esclavos de una concepción vigilante y más bien policial del mundo. Pienso que nos hace falta un nuevo realismo, que tendrá que volver a pisar el suelo y atreverse a ser sucio, aunque eso ofenda a los partidarios de la democracia normativa y la corrección política.

P: – Realmente, ¿fue el Covid el virus que más ha debilitado física y mentalmente a la humanidad?

R: – No sé en los mundos exteriores, pero entre nosotros el virus que más debilita a la humanidad es el miedo. Nos están degradando los temores inducidos y una especie de depresión guiada que nos impide incluso la tristeza que, personal e intransferible, es una brújula genial para vivir y elegir. Lo contrario de la vida no es la muerte, sino el miedo. Esto lo sabe muy bien el poder y sus especialistas aliados, que se pasan la vida asustando a la gente para que dependa de la solución «global» que ellos manejan. El miedo es necesario, pues nos despierta, pero tenemos que modularlo. En el fondo, cada uno está bastante solo ante el riesgo, como hace mil años. Igual que entonces, hay que sufrir y morir un poco cada día para estar vivos, para ser de mortalmente eternos e inventar defensas ante el pánico inducido que los poderes de turno nos venden.

P: – Cuando estábamos recuperándonos de la pandemia y de su crisis sanitaria, social y económica, se produce la invasión rusa, un conflicto larvado que justamente entonces. Más tarde, las horribles escenas de Gaza. ¿Es una casualidad?

R: – No, no lo creo. Los tres acontecimientos tienen en común la histeria ante lo otro, un pánico infinitamente manipulable. Pienso que no fue ninguna casualidad el conflicto con los rusos y más tarde con los palestinos. Parece que los gobernantes, y un «cuarto poder» que casi siempre es cómplice de la casta política, buscan mandar desde la emergencia, con unas supuestas catástrofes inminentes que mantienen al público cautivo y lo empujan a una obediencia bovina. Tal vez por esta razón el comando estadounidense de nuestra moral democrática, tan unánime como sorda, no tuvo ningún interés en acortar el conflicto de Ucrania. Tampoco parece tenerlo ahora en detener la matanza, el terror y el hambre en Gaza.

P: – ¿Qué opina del papel que están teniendo los medios de comunicación y las redes sociales en esta espiral?

R: – Esta es la palabra clave: espiral. Con geniales excepciones, los medios y las redes se dedican a alimentar una dependencia viral, en bucle. El sistema busca que nadie tenga impresiones independientes, libres de la empresa política y económica de la opinión pública. De ahí que la censura haya vuelto con fuerza en plena democracia. La función de los medios es adelantarse a las sensaciones populares, lograr que la más elemental percepción esté regida por los modelos ideológicos, bastante sectarios, con los que Occidente encara el mundo. Este colectivismo tecnológico, personalizado en las redes para que cada uno tenga un papel narcisista e interactivo, es un sistema tan despótico como el viejo feudalismo. Pero más eficaz, pues se apodera de las almas con una violencia suave, casi vegana. Por eso hoy tanta gente, incluso después de ver escenas espantosas, sigue indiferente. Como máximo, consumiendo opiniones. La sangre de las tragedias se mezcla y refuerza la publicidad consumista, de modo que también ejerce un papel de anestesia. La muerte sangrienta de los otros escamotea nuestra muerte lenta. La libertad de expresión, ruidosamente emocional, es el calmante que hace invisible nuestra nula libertad de acción. Supongo que algún día debíamos dejar de trabajar en red para Elon Musk.

P: – La dinámica en la que estamos muestra retrocesos y síntomas de lo que algunos autores consideran una medievalización. ¿Qué piensa usted?

R: – No estoy lejos de este diagnóstico, aunque pienso que sabemos muy poco de una Edad Media sistemáticamente injuriada. Parece ser que todo lo que permanece en la sombra implica hoy un pecado del que hay que apartarse. Ante la penumbra de lo otro, vivimos protegidos por una especie de apartheid portátil. Evidentemente, la tecnología no es ajena a esta especie de racismo democrático. Por todas partes funciona un autoritarismo horizontal, pretendidamente transparente, que nos ahorra habitar la tierra como seres individuales. Hasta en la salud, en la orientación sexual y en la alimentación, tenemos que seguir a un Estado que externaliza en la sociedad civil la publicidad de sus dogmas. Como se ha dicho a veces, somos prisioneros políticos del terrorismo sonriente de la actualización, de una violencia inclusiva que demoniza cualquier independencia. Nadie debe quedarse atrás, ni fuera. Ante el dolor de vivir debíamos tener la obligación moral y política de partir de estar solos, dentro de nuestra piel y sus silenciosas percepciones. Sin individuos libres, que escuchen su patología, no hay comunidad, ningún encuentro posible. Es la única manera de recuperar cierta fortaleza, también de refundar comunidades con arraigo.

P: – ¿Qué se podría hacer para rebelarse contra esta dinámica de retroceso y quién podría o debería hacerlo, teniendo en cuenta que también la política está en crisis?

R: – La política es parte de este espectáculo endogámico que tiene la función de mantener apretadas las filas detrás de nuestro elitismo, con sus líderes y sus tropas. Esto no quiere decir que no debamos elegir con cuidado entre las distintas alternativas. En el conflicto con Rusia o con el mundo musulmán, Corbyn o Mélenchon no son lo mismo que Sunak o Macron. Lo mismo ocurre con Belarra o Gideon Levy frente al sionismo perfumado de una Ursula von der Leyen. Buena parte de nuestros líderes son simples camareros del autismo occidental, este servilismo francés o alemán ante un delirio angloamericano que cree, desde su isla auto-elegida, hablar en nombre del bien universal. De todos modos, la elección entre posiciones públicas distintas depende de una insurrección personal que debemos mantener contra viento y marea. Si delegamos nuestros sentimientos en la gigantesca empresa política e informativa, cedemos también el único terreno desde el cual podemos ejercer una fuerza. Debemos abrir todos los canales, también los prohibidos, para lograr que nos mientan todos y así, entremedias, lograr una percepción acorde con nuestra experiencia. Nadie debe imponer cobertura al sentir de cada uno, a las necesidades más íntimas. Sólo a partir de ellas podemos percibir lo que nos toca y encontrar pequeñas comunidades que resistan el imperio global, en realidad muy sectario. Sobre el sectarismo armado de nuestros valores universales sería bueno, de nuevo, preguntarle a unos palestinos que están en el horno crematorio día tras día.

P: – ¿Tiene en proyecto algún nuevo libro ahora mismo?

R: – Estuve estos años muy ocupado presentando dos libros que, cada uno en su terreno, defienden la idea de cierto vitalismo libertario, Sexo y silencio y En espera. Este pasado verano escribí Antropofobia, en torno al autoritarismo lúdico que esconde la Inteligencia Artificial. Acabo de terminar El materialismo de Dios, sobre la subversión política, cognitiva y moral que todavía encierra el humanismo cristiano y su concepto de persona. Tengo por delante un largo invierno dedicado a explicar y defender estos dos libros.

P: – En alguna ocasión da la impresión de tener una mentalidad «apocalíptica» ante los desafíos actuales. ¿Cómo ve el futuro de la sociedad, cuando menos la europea? Supongo que España y Galicia están dentro de este contexto general. ¿O ve alguna particularidad en nosotros?

R: – Etimológicamente, la palabra apocalipsis remite a la idea de revelar algo desde lo oculto. Pienso que sólo una nueva sacudida anímica puede librarnos de esta protección envenenada que nos paraliza con su inmensa legión de salvadores profesionales. Habría que atreverse a volver a una crudeza real que nos permita tomar tierra y buscar encuentros. No podemos ser optimistas en cuanto a esto, cuando los poderes establecidos han conseguido una obediencia dispersa casi perfecta. Con todo, hay que mantener la esperanza: «También hay vida al otro lado de la montaña», decía un viejo refrán. Y no perdamos de vista que el otro lado comienza hoy en uno mismo, en un interior que hemos dejado adormecer. No creo que la obediencia tome en España niveles particularmente apocalípticos. En cuanto a Galicia, es cierto que a veces parece un reflejo melancólico del miedo incrustado en Europa. El alabado «sentidiño» podría ser una versión hipocondríaca de la servidumbre terciaria que se vende desde el norte, envasada especialmente para los países vicarios del sur. Aunque ahora la unanimidad parece quebrarse con el escándalo de Gaza, en nuestra democracias la obediencia ha sido casi unánime, mientras las voces discordantes son aún tachadas de negacionistas, «hijas de Putin» o «cómplices de Hamás». Es como si la normativa triunfante fuese una verdad religiosa que sólo puede tener enfrente herejes, aunque hoy a los herejes no se les lleve al fuego, que apesta, sino a la invisibilidad y la cancelación. El silencio al que se condenan las voces disidentes es la cara siniestra de la diversión espectacular, conseguida a veces con una alianza temible de mayorías y minorías, de derecha e izquierda. Los verdes alemanes son abiertamente partidarios del «derecho de Israel a defenderse», es decir, del derecho del sionismo a asesinar a mansalva. ¿Se puede dar algún cambio importante en este panorama de despotismo con apariencia democrática? No parece fácil, pero quién sabe. La gente vive como hechizada, inmersa una especie de coma moral e instalada en el automatismo anímico. A la vez, parece estar aguardando algo. Es nuestro deber conectar con esa espera silenciosa. Dado que actualmente apenas conocemos a los vecinos, conviene preservar un fondo afirmativo de duda.