1. Las tesis, las intuiciones, los hallazgos de Debord, ¿han aguantado bien el paso del tiempo o este las ha devastado sutilmente?

En cierto modo, siendo difícil, Debord no es ningún enigma. Desgraciadamente, la idea de que el nihilismo occidental huye de la existencia común como si fuera la peste, la certeza de que el auténtico enemigo es la vida mortal y que la hilera incesante de demonios oficiales es un mero pretexto, está harto confirmada. La casta descarada que nos intenta gobernar, con un gesto día a día más inclusivo, guarda un inmenso odio dentro. Aparentemente, la negación de la vida ha logrado tornarse cálida visibilidad, progreso atento a las minorías, como si la forma móvil de la separación hubiera reencantado el capitalismo. Ocurre que la vieja y oxidada alienación pretende ser divertida e interactiva, saltando a las pistas de baile. Debord tampoco se equivocó en la idea de que escapar al espectáculo exige subvertir la mutilación policial de la percepción, regresando a una especie de infancia armada. En resumen, creo que su «situacionismo» ha envejecido mucho mejor que algunas estrategias posteriores, menos existenciales y más respetuosas con la supuesta seriedad de la historia. Por poner un ejemplo en boga, comparado con un Mark Fisher que también murió prematuramente, encontramos en los textos de Debord la inmediatez de una fresca violencia. Esta certeza utópica es lo que lo hace, en medio de un estalinismo minoritario de Estado que complementa la obscenidad mayoritaria del Mercado, impertinente vivo y actual.

2. Cuando habló por vez primera de «sociedad del espectáculo», ¿fue consciente de hasta dónde se ensancharían los límites de esa sociedad del sucedáneo que él preconizó?

Nadie podía imaginarlo. Tampoco nadie deseaba tal expansión imperial. Con frecuencia, los visionarios rezan para que sus profecías no se cumplan y sólo sean útiles como una advertencia apocalíptica, excesivamente pesimista. Lejos de esto, por desgracia, Debord acertó plenamente en su pesimismo, cosa que le costó bastante cara en su propia vida personal. La obra crítica estaba hecha. Podemos decir que después… murió a tiempo. Menos mal que no vio cómo una pandemia se fundía con el espectáculo fúnebre del miedo, mientras un colaboracionismo generalizado de la izquierda facilitaba un estilo bovino de gobernanza. Debord también se libró de ver cómo una matanza infame, la de Gaza, se convierte en una posibilidad fabulosa de imagen, blanqueando a Israel y su terrorismo de estado. Por no hablar de la exhibición inagotable que el mercado de la opinión ha encontrado en el desfile woke del orgullo minoritario y los cuerpos mutantes. En fin, esperemos que Guy haya alcanzado un modo de calma que, entre nosotros, sólo parece posible cerca de un umbral clandestino, en un claroscuro escondido. Esta distancia no es otra que la de la vida común, cuya inmediatez real es inaccesible a la historia. Es ahí donde descansan las ideas de Debord, cerca de nuestra espera y sus sentidos larvarios.

3. Le Corbusier simbolizaba para Debord la metafísica capitalista. ¿A quién debe más Debord, al arquitecto, por oposición, o a Breton por afinidad de linaje?

La oposición al espectáculo capitalista puede a veces parecer en él crispada o sectaria. Creo que es un equívoco, incluso una distorsión malévola. Como algunos críticos del sistema, Debord habla desde un vitalismo insobornable. Mayor que el del mismísimo Foucault, por ejemplo, que llegó a acusarle de creer en una inmediatez real, no mediada por lo social y la historia. Y así es, pues el peculiar situacionismo debordiano partía una y otra vez de la potencia afirmativa de la muerte, del enigma común. Tal vez Foucault, a pesar de su clarividencia nietzscheana, no supo nunca hasta qué punto la muerte puede estar viva… En tal sentido, creo que Debord le debe mucho a la anarquía coronada de Artaud, así como a cierta antropología cultural que vuelve en algunos poetas. Incluyendo, por cierto, a Gracián, Manrique, Lorca y otros visionarios españoles que Debord adoraba, muy anteriores a esta entrega nacional a la estúpida corrección europea y estadounidense. A Le Corbusier y a otros les debe algo también, pero más por oposición espantada. No obstante, en Debord la cólera siempre está envuelta por un manto de serenidad y distancia, a veces salpicado de humor atemporal, casi una picaresca. Es posible que él, a diferencia de tanto radical académico, creyese -como Nietzsche- en el dios-niño de un desamparo vuelto: hacia lo abierto.

4. ¿Qué propone al individuo la práctica de la deriva, esa incursión azarosa que extrae directamente la magia del desorden?

Una apuesta por el aroma entremezclado de los espacios terrenales frente al espíritu del capitalismo y la seguridad de su cronología despiadada. Entiendo que Debord propone, con la travesía y el pasaje de la deriva, una potencia de metamorfosis corporal y anímica, no sólo ideológica y política. Y ello sin necesidad de medicar el cuerpo, a diferencia de tanto partidario actual de reconstruirse con hormonas y cirugía punta. La deriva es una incursión aleatoria por la exterioridad que nos afecta, por los rincones de una psicogeografía que puede devolvernos un modo de ser libre del encierro espectacular. Es posible que esto sea parte de la guerra geoestratégica que le interesaba. En la actualidad, la sentimos como una guerrilla dirigida contra nuestra patético retiro a la visibilidad y el empoderamiento urbano.

5. Una de las continuas denuncias de Debord es la falta de deseo, su ausencia (sustituida por compensaciones en el capitalismo). ¿Cómo es posible, si el hombre es un ser deseante casi por naturaleza? ¿Cómo es posible que nos den semejante gato por liebre?

El deseo nos mantiene abiertos a una interioridad más abrupta que cualquier exterior turístico. Abiertos, en otras palabras, a una naturaleza que es cualquier cosa menos naturalista, tranquilizadora o segura. Por este peligro íntimo, el deseo siempre está tentado de venderse al goce de los bienes que circulan, un fetichismo de la mercancía que hoy ofrece volver al útero seguro del narcisismo, individual y social. No es tan extraño que los simulacros nos capturen, pues permiten al sujeto alejarse en manada del peligro de vivir, de un absoluto local que es siempre intransferible.

6. ¿Merece la pena vivir en el «mínimo vital» que denuncia Debord?

Si ese mínimo vital lo dicta el sueño, la brújula secreta de cada quien, sería aceptable. Y ya no sería mínimo. ¿Quién decide hoy qué es mínimo, qué es tolerable y qué es intolerable? El problema sobreviene cuando, en el régimen espectacular integrado, el mínimo vital lo decide un Estado-mercado que quiere mantenernos a todos con un hilo de vida, en el estado larvario necesario para que sigamos encerrados, estresados, y produciendo. En suma, reproduciendo la miseria mental y moral que es la base del cierre consumista de las situaciones. Entiendo que el situacionismo de él es una forma de infiltrarse, ingresando en el interior de la prisión espectacular para disolverla por dentro. No sé si la izquierda actual empoderada puede entender algo de esto.

7. ¿Hasta qué punto es posible, a día de hoy, construir por nosotros mismos nuestra propia vida?

No creo que Debord dejase de creer que una construcción duradera, a diferencia de los decorados capitalistas, ha de hacerse sobre la base de una escucha a la constelación natal, recibida desde el genio de la infancia. Tenemos para ello todo lo que se necesita, empezando por la parte de noche que nos toca. El problema es que lo primero que se le expropia hoy a la gente es esa «nada», esa incertidumbre natal que, asumida, nos permitiría romper con el muelle de las dependencias inyectadas. La servidumbre interactiva a la que actualmente se ha rendido en bloque la izquierda sólo se podría invertir con una relación afirmativa e impolítica con el misterio. De modos que apenas podemos imaginar, él lo logró en vida.

8. Para el filósofo, nuestra vida íntima podría servir a la causa de la más cotidiana revolución. ¿Cómo?

Entrando en los signos del miedo, venciéndolo desde dentro. Es en realidad una vieja sabiduría, de la que se hace eco Debord y que también recogen otros. Tal vez a la manera de Simone Weil, de Zambrano o Lispector, es cada día más urgente volver a sentir y pensar con lo más atrasado de nosotros mismos. Sólo nuestro subdesarrollo constitutivo, una borrosa escena primordial que nos engendró y después nos ha sido expropiada, puede librarnos del hechizo que ejerce la circulación incesante de noticias, de marcas e imágenes. Esto exigiría volver a poner en lo onírico, en la forma misma de dormir y respirar, una posibilidad más alta que nuestra estadística realizada, toda esta contabilidad totalitaria de la política, la información y la economía. Si no volvemos a una buena relación con el vacío, es imposible romper con el espectáculo que nos convierte en autómatas.

10. «No se trata de aliviar los síntomas, sino de erradicar la enfermedad». Parafraseando a Thatcher, ¿no hay alternativa a este sistema?

Psicológica y culturalmente, el «sistema» es la promesa de no regresar más a un paisaje azaroso, a la geografía contingente que nos ha engendrado. El capitalismo es el complot político contra lo real, la promesa de que su Afuera terminó. Por culpa de esta promesa espectacular de separación, la inquisición acaba triunfando a través de las causas más laicas y alternativas. Hay una profunda complicidad del individuo urbano con la alienación caliente e inclusiva que se le ofrece, pues esta le promete la acumulación de un «nivel de vida» que permita la ilusión de una nueva ingravidez, libre por fin de los demonios del suelo. Vivimos en la religión de la circulación perpetua: para quien flota, ninguna mugre terrenal es cercana. Es una ilusión puritana, pero doblemente eficaz porque actúa sobre lo más lábil de las vidas modernas, su temor a pararse, su temor a escuchar lo ahistórico que está bajo el cemento urbano. Que no hay alternativa, que la vida común no ofrece ninguna, es la idea fija del sistema, el nihilismo de fondo que une a todas las ideologías, haciéndolas a la vez obsoletas y convirtiéndolas en una farsa. Es el racismo contra la tierra y sus pueblos lo que une el espectro político occidental. Thatcher dijo a gritos lo que lo que hoy Trudeau y Sánchez dicen con la dentadura correcta de una boca sonriente: es necesario apartarse de la jungla terrena, y sus pueblos de mierda, para apuntalar el jardín del confort. Así es hoy nuestro apartheid, portátil y ecológico. Es obvio que Debord, al hacerse consciente de este odio democrático que se expande, no se puso la vida fácil. Tampoco entre sus amigos de izquierda.

11. ¿Existe, a día de hoy, algún «teórico» del vuelo de Debord?

No es fácil tal intensidad estratégica. Sobre todo, no es fácil tal atrevimiento impolítico. Pero nunca debemos subestimar el papel generatriz de las humillaciones, que hoy se multiplican a través del capitalismo woke y su histérico dictado normativo. Para rebelarse contra este poder uterino no basta hoy con una política. Hace falta una ética y una metafísica, una mezcla de desparpajo vital y cólera teórica que actualmente roza lo inconcebible. Por eso es normal que hoy las verdades nos vengan de gente de la que nadie ha oído hablar. En cuanto a nombres, muy distintos a Debord, al menos se podrían citar a cuatro pensadores vivos que mantienen la llama de la resistencia: Giorgio Agamben, Alain Badiou, Marcelo Barros y Julien Coupat. Desde el terror inclusivo que ejerce nuestro simulacro de inmanencia, estos cuatro agnósticos se hacen las preguntas teológicas más urgentes. Con muy distintos tonos, formación y referencias, los cuatro han intentado prolongar la llamarada de una insurrección que es tan impolítica como política. Seguro que hay otros nombres, de mujeres y hombres que sería prolijo enumerar. Si repasamos el «Postscriptum» de Deleuze, siguiendo el rastro de un poder-surf de geometría variable, veremos que los ecos de Debord llegan lejos. Como él pilló al vuelo la ambición polimorfa de un odio que tiende a confundirse con nuestra forma de divertirnos, es de esperar que en el futuro vivan de Debord muchos otros pensadores. Tendrán que volver a firmar un pacto con el diablo y convertirse en serpientes, en agentes dobles que se infiltran en este mundo adormecido. Tendrán que ser ágiles, más rápidos que nuestro deslizamiento obligado, si quieren recuperar el poder mítico del ser lento que somos.

12. ¿Comparte la afirmación de Debord según la cual el patrimonio artístico ha de ser usado con fines de propaganda?

Como él tenía un humor endiablado, con frecuencia no sabemos a qué estaba jugando. Disparaba en direcciones imprevistas. A veces parecía ceder al sectarismo de consignas vanguardistas que le precedieron. Sin embargo, como Debord entendía el arte como primera forma de una verdad común y escondida, quién sabe, quizá quería librar el patrimonio artístico de la siesta del museo y expandirlo como forma de vida. Es la estrategia de conservar dejando ser, de salvar dejando caer: buscando una especie de eternidad infraleve, una caducidad incorruptible que también interesó a Cage. Pocos como Agamben han recogido filosóficamente este reto.

13. Le devuelvo una pregunta que se hace también el filósofo: ¿Por qué los medios existentes, que permitirían vivir bajo el signo del deseo y del juego, sirven para crear nuevas y peores alienaciones?

No hay avance sin retroceso. Un despegue pretendidamente global ha de esconder también un sótano siniestro, inusitado. Además, los posmodernos -más que nuestros abuelos- le tenemos pánico al vacío, a lo abierto. Para defendernos, en el sentido reactivo de la palabra, la idolatría siempre vuelve. Encerrada en mil prótesis de lejanía, la humanidad actual tiene miedo al devenir, a este envolvente azar real que amenaza con devolvernos a la vida. De ahí que hayamos derribado un dios para cambiarlo por otro, más sibilino y mortífero. La cólera de Dios se ha posado en la sonrisa de un Yo deslizante, en el prójimo endiosado e inescrutable que nos vigila. Nuestra masificación espectacular sólo suelda átomos mutilados, profundamente enmudecidos. Nick Cave dijo que París, por poner un ejemplo clásico, es una de las ciudades más fúnebres y eclesiásticas del mundo. Sabía de lo que hablaba, y creo que Debord sonreiría con esa idea.

14. ¿Qué importancia tienen los conceptos de «azar» y «juego» en el pensamiento de Debord?

Son capitales. El dios de Debord no hace más que jugar a los dados. Lo imagino, en este sentido, más cerca de Heisenberg o Shrödinger que de un Einstein todavía demasiado newtoniano. No siento a Debord demasiado lejano del dios-niño que pedía Nietzsche, muy similar a cierta inocencia afrodisíaca a la que Heráclito rendía culto. Sólo otra inocencia, que se atreva a jugar incluso con la muerte, puede librarnos de esta oferta enfermiza de salvación social, que nos asfixia hasta en los sueños.

15. A juicio de Debord, ¿qué cosas nos esclavizan?

El miedo a vivir, a darle forma al acontecimiento de una alteridad que nos atraviesa y no cabe en ninguna identidad, por minoritaria que esta sea. Con la deriva, con la psicogeografía o una relación amorosa, «construir una situación» es abrirla a su acontecimiento potencial, a un encuentro que espera. Esto da miedo, pues pone en riesgo el narcisismo identitario y elitista que nos salva. Ahora bien, si cedemos en nuestra más íntima indeterminación, en una «nada» que no tolera reconocimiento, cedemos también en el primer territorio existencial desde el cual podemos ejercer una fuerza. Creo que Debord pensaba que los amos externos que nos dominan se arraigan en esa primera concesión a la oferta envenenada de nuestro estatismo continuo.

16. Si atendiéramos a las propuestas de la psicogeografía, ¿de qué modo mejoraría nuestra vida?

Sería una manera de dejar entrar la medicina de lo impersonal, la tormenta abstracta de un afuera que expande nuestros cuerpos y nuestras mentes. Por paradójico que parezca, a la manera de Machado, nos curaríamos del miedo continuamente inyectado con el vértigo de existir. Sería entonces un miedo invertido, transformado en la potencia más íntima de la finitud. Esto nos libraría del temor a la opinión pública, que hoy nos atenaza y, a la vez, del patético narcisismo de nuestra pequeña diferencia, este ilusión de culto exclusivo donde hemos encontrado el sedante para el maltrato mayoritario que hemos consentido. La verdad, recordado a Debord, no se sabe si debemos ser pesimistas o ingenuos. Como él mismo, tal vez haya que ser las dos cosas, aunque con hemisferios sensitivos y corporales distintos.