San Valentín encarna un estado de excepción efusivo, acompañado de sonrisas y lágrimas. Es una ocasión ideal, venida del Norte, que sella entre dos nuestra separación individualista del resto del mundo. Cada uno, casado con su imagen, tiene además un amante más o menos oficial para las fiestas, los polvos extra y el postureo. Y esta tierna ternura, que de vez en cuando no hace daño, complementa de perlas la ferocidad de toda la semana. Entre proyecto y proyecto, de lunes a viernes, ella o él estimulan la inteligencia emocional que permiten sentirnos todavía humanos.

 

La obsesión occidental por el cerebro, ese gran ordenador central que corona una exitosa evolución -ya no somos monos, ni colombianos; tampoco rusos o árabes-, encuentra así su corazoncito una vez al año. Tenemos un cuerpo, incluso con órganos. La división mundial del trabajo culmina entonces una musculatura bien organizada que actualiza sus fluidos y sentidos. De mañana, la estrategia implacable de la cabeza; en la tarde, daremos el resto con las emociones y el cuerpo, hasta llegar a los riñones.

Bienvenidos al capitalismo emocional, donde ningún orificio debe quedar sin función. Y el cuerpo es para nosotros, en realidad, un gran orificio que debe ser enteramente formateado. No es la naturaleza, es la economía como gestión masiva de las almas la que teme al vacío.

 

San Valentín es también una forma, como cada cumpleaños o cada Nochevieja, de marcar y jalonar el erial en que hemos convertido el tiempo. Nuestro nihilismo lo ha vaciado, dado que el tiempo muerto era -valga la redundancia- mortal. Así que hay que marcarlo sin cesar. De la misma manera que la moda primaveral, adelantada por Zara o el Corte Inglés, colorea el triste febrero. Da igual la marca, lo importante es que haya un evento a la vista, algo que celebrar en este desierto interactivo de las soledades conectadas. A golpe de aniversario, de cumpleaños o de día mundial de cualquier cosa -las enfermedades raras, por ejemplo-, cada celebración es la zanahoria radiante que impide ver los palos que nos da, bajo cuerda, la ciudad sumergida del presente.

 

Es así posible que el universo estadounidense que, de Trump a Hillary, tantas alegrías espectaculares nos sigue regalando, tenga una obsesión contable con la cronología. De ahí su privilegio incesante de las efemérides. Como si toda America, también la homosexual, dijera: «Tiempo, tenemos un problema. No te soportamos si no estamos trabajando o no hay una fiesta». Es probable entonces que esta sociedad abierta, sexuada hasta la impotencia, tenga un problema con el vacío.

 

Así pues, vuelven algunas preguntas sentimentales en mitad del frío invernal: ¿Qué perfume le gustará a ella? ¿Cuál es el color favorito de él? Mientras animamos otra guerra justa en cualquier lejano infierno, el demócrata medio se recrea entonces en suaves delicias domésticas, incluso con eventuales amores de frontera. Todo el año disparamos, aliando dedos y dígitos, pero que no se diga que no tenemos sentimientos. Los zombis también lloran.

 

Finalmente, aparte de Santa Claus, este época de desacralización interactiva debe conservar algún santo sureño que nos de un aire cálido. De ahí este turismo vivencial, también cuando no nos movemos, derritiendo levemente el hielo de nuestro eterno invierno. Sin romper con la prisión urbana podemos amar y comprar on line, incluso bajar a la calle. Ya se sabe que salir de la crisis exige incentivar el consumo.