«Pero en la kapia, sitiada entre el cielo, el río y las montañas, las generaciones sucesivas aprendieron a no afligirse en exceso por lo que llevaban consigo las aguas turbias del Drina. Allí aprendieron adoptar la filosofía inconsciente de la pequeña ciudad: la vida es un milagro incomprensible; se gasta y se diluye sin cesar y, no obstante, dura y permanece sólidamente, como el puente sobre el Drina».
El nombre de Sancho no figura aquí exactamente como un capricho. Cervantes inaugura la novela moderna no tanto acaso con una crítica de los libros de caballerías como con otra épica, una nueva «caballería» donde, entrando en el lenguaje popular del sufrimiento y el humor, muestra lo extraño que es el mundo para un hombre armado solamente de su corazón. Bajo toda fama, bordeando lo innombrable de una vida para siempre sumergida, Sancho y su señor son cualquiera, cualquier de nosotros en cuanto no es susceptible de reconocimiento.
Esto hace actual a Cervantes y los personajes de El Quijote, de paso que resaltan la soledad del hombre ante un mundo ininteligible, que un ingenuo cualquiera puede atravesar. De parte a parte, protegido por la inocencia y viendo lo que la humanidad normalizada no ve. Es aproximadamente el mito, no solamente ruso, de las visiones que el idiota puede tener. El humano que ha perdido la razón y todas las bestias o las cosas inanimadas. Recordemos que el caballo Rocinante guía de hecho el primer paseo de Don Quijote. Ante él pasan pastores, ovejas, rameras, presos, venteros. Y casi todos son gigantes, o seres irreconocibles (como en el episodio de los batanes), para quien está solo, entregado a lo que Hegel llamó después la «ley del corazón».
Cervantes se hace contemporáneo, hoy y mañana, con una variación continua de la carne del lenguaje, el humor de lo patético y las arrugas de personajes y situaciones. Como en la mejor pintura barroca española: recordemos esos rostros inabarcables de José de Ribera. Toda narración auténtica, se ha dicho, es autobiográfica: ¿cómo no va a serlo si está hecha con la sangre de lo vivido? Es autobiográfica al precio de que una biografía (la de Cervantes, Andrić o Lispector) deje entrar todo lo impersonal para convertirse en puente de fuerzas anónimas, exteriores.
El Quijote, Aprendizaje o Un puente sobre el Drina ponen en marcha un universalismo sin condiciones, sin identificación o pertenencia, pues lo común se muestra en las mil oscilaciones modales del dolor humano, el equívoco, la vergüenza, el humor, la desgracia, la humillación… También algunas novelas, como la de Andrić, son mundiales por poner en escena un misterio sin tiempo ni lugar que Simone Weil ha señalado como «el tormento de los inocentes».
Al introducir en la narración la tragicomedia minuciosa de las clases más bajas, también Un puente sobre el Drina es una novela para todos y para ninguno. Como el hombre es el peón de una causalidad infinita, inescrutable: «La desgracia es posible a todos los días y a todas horas porque todo contribuye a que llegue». Andrić no indaga en las raíces del odio y la violencia, como se suele decir, sino en el suelo de una comunidad indestructible porque está enraizada en lo peor; que siempre vuelve, como las crecidas de los ríos.
La vida es redimida por Andrić con sólo contarla y cantarla, al entrar en las entrañas de las situaciones y narrar lo que no puede tener testigos directos, de puro sumergido que está en lo común de un tiempo anónimo. La forma, el lenguaje y el canto permiten que hasta la desgracia sea amable. Es un método de cura y conservación, se ha dicho, que no tiene comparación fácil. Si la industria conserva añadiendo una sustancia que altera el original, el arte conserva dejando ser a las cosas en sus límites, sea su alegría secreta o su tormento.
Andrić dibuja islas pasajeras en medio de la inundación del tiempo. La tierra, vencida, nos entrega otras estrellas. Las fronteras entre culturas, religiones y lenguas tan distintas sirven también de puente. Estos se construyen solos porque, si es escuchado, donde hay un hombre hay un río: una corriente que arroja seres, restos y mercancías que hay que vadear. Andrić también se demora en la vida de los objetos y los elementos, en un animismo que reconoce un hálito en lo mortal que existe: incluso en «una luna recortada, huérfana». Hay tanta soledad en ese oro, dirá después Borges.
El secreto de la literatura es que lo profundo es la piel, una lejanía inmediata, común e inagotable para cualquier narración. Tal eternidad, insiste Andrić, es solamente la disposición de cada ser, por pequeño que sea, para el milagro y el heroísmo de una transformación. Un puente sobre el Drina es una obra monumental, como El Quijote, porque desciende a la inmensa épica de lo pequeño, con su mezcla inextricable de tragedia y comedia. Sea turco, alemán, judío, zíngaro o serbio, el hombre, «como premio a su soledad y su pobreza en medio de una región salvaje, vive como quiere y canta lo que desea».
La obra de Andrić es monumental, pero por su homenaje a una fragilidad que no tiene remedio. De ahí que, a la vez, no haya en su gran novela un ápice de nuestro cómodo maniqueísmo. La perfidia y el heroísmo de la bondad se reparte por igual entre las diferentes identidades humanas, sean turcos o austríacos, sean serbios, judíos o croatas. Como dicen los osmanlíes, hay tres cosas que no se pueden ocultar en la vida: la tos, el amor y la pobreza. Y el método de Andrić es éste, entrar en esa vacilación interna de la especie para hacer con ella un alma.
Por en medio, un puente de piedra es testigo mudo de la vanidad, el heroísmo y la estupidez humana. Y todos nosotros estamos ahí, aparecemos retratados bajo ese cielo que cambia sobre las aguas. El silencio de las piedras es el testigo mudo de una humanidad que apenas tiene más en común, bajo sus ropajes, que las manos vacías ante su condición mortal. Solamente el silencio de las piedras o el rumor de las aguas puede unir vidas tan distintas, la multitud de nombres, anónimos y grandiosos, pérfidos y adorables, entre los que discurre la pasión de vivir.
Lo que hace universales a Cervantes y Andrić es, en resumen, este diálogo a tumba abierta con el ser de lo insignificante. Como dice el Nobel de Literatura de 1961, sabiendo muy bien que la obra secreta de las vidas no tiene premio ni reconocimiento posible: «El deseo es como el viento: lleva el polvo de un sitio a otro, oscurece, a veces, todo el horizonte, pero finalmente se calma y decae y deja tras sí la vieja y eterna imagen del mundo».