(Impresiones dudosas de un viajero en México)

«Ella sacudió la cabeza como si se despertara de un sueño. Por el techo abierto vi pasar parvadas de tordos, esos pájaros que vuelan al atardecer antes que la oscuridad les cierre los caminos. Luego, unas cuantas nubes ya desmenuzadas por el viento que viene a llevarse el día». Juan Rulfo, Pedro Páramo

 

El aire silvestre de algunas comidas parece aliado al cromatismo mortal de las paredes. Ocres, azul noche, oro viejo, aguamarina. Las incendiadas fachadas mexicanas son un monumento a la magia de las estancias, de un habitar entre ecos. Los colores hacen una morada con la pobreza terrenal de cada sitio. Invitan a quedarse, a demorar los sentidos, como aquel camión rosa que encandilaba a un visitante anglo en Porto. Ya sólo por esto, como tal vez ocurre en ese medio mundo que los pendejos del norte llaman atrasado, los colores indican que estamos en un universo cuya cultura de los sentidos es ajena a lo que nosotros llamamos desarrollo. La velocidad exige otros tonos, tan anémicos como nuestra sangre, esos espacios y colores suaves propios de la pecera de lujo que es el barrio de Santa Fe.

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Y después nos encontramos en esa percepción flotante del viajero. Fuera de los hábitos que te encauzan en el lugar natal, lejos de casa y del trabajo, oyes, miras y atiendes de otro modo, con todo el cuerpo. De ahí la hiperacusia que se siente en algunos lugares de estrépito, la fatiga que producen algunos masificados centros turísticos. Si te liberas del estereotipo que condena el entorno mexicano a la pobreza, no es fácil huir después de una mirada que será calificada de romántica. No es fácil, si vives exiliado en el desierto occidental, dejar de amar toda esta mezcla fulgurante de colores, voces musicales y cuerpos lentos, un poco como en los personajes insomnes de Rulfo. Y no precisamente en los espantosos colores de una televisión completamente ajena a la realidad bizarra del país, como no podía ser menos, sino en los mercados, en las fachadas y calles, en las cantinas y comidas, en el recargado barroco criollo de mil preciosas iglesias. También en la silueta tímida de dos jóvenes de Villa Hidalgo Yalálag, Yaniza y Camilo. Hijos de un dios menor: mera porcelana oscura.

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Lo que el occidental de Australia a Francia llamaría rápidamente desigualdad, o violencia, es un magma complejo que viene de muy atrás. Existe, naturalmente, la pobreza; a veces, estimulada o inyectada por el propio Estado. Pero también mil formas de supervivencia y dignidad que los europeos y gringos, casi siempre protegidos por el filtro de sus cámaras y sus prejuicios cosmopolitas, no entienden en absoluto. Con frecuencia se vive en México una dulzura, también masculina, que no es frecuente en medio de lo que llamamos desarrollo. En El laberinto de la soledad se menciona incluso que una mujer casi siempre impone un poco de respeto en México, modula el trato y frena algunos peligros. Es posible que este aspecto del machismo mexicano le haya pasado por alto a algunas feministas del puritano norte wasp. Pero bajo los rituales del respeto, de una educación esmerada que a veces puede rozar lo oriental, se esconden también formas insólitas de evasión, incluso de desprecio hacia nuestra soberbia. Ellos están llenos de vida, por eso la irregularidad preside todas las relaciones y todavía puede ocurrir algo. Nosotros estamos neutralizados, de ahí la multiplicación de pantallas y prótesis tecnológicas. Hemos conquistado el orden (incluso nuestras protestas, y también las relaciones amorosas, son espantosamente cívicas), pero hemos perdido la vida, cualquier gota de sangre en las venas. Hasta el flamenco español se resiente de una clonación que deja para el turismo y el espectáculo la vitalidad que no cabe en el automatismo de la macroeconomía.

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Para empezar, nos confunde el mito occidental de la elección. Bajo su esplendor en realidad seleccionamos, y consideramos bueno o malo, dentro del círculo vicioso de lo que hemos mamado y heredado. Ninguna cultura es capaz de ver los prejuicios que le permiten ver y estar en el mundo. Así pues, cuando un niño con la boca herida, las manos juntas en una súplica muda, se acerca llorando a nuestro coche parado ante el semáforo en rojo, son posibles muchos efectos distintos entre la indiferencia, el gesto de fastidio y la piedad casi llorosa. ¿Morirá ese chico, pronto? Por el contrario, ¿posee su propia y soberana forma de vida, desde la que no nos envidia y en la que jamás entraremos? Quién sabe, pues eso es exactamente indecidible cuando el coche arranca otra vez con el semáforo en verde. Donde quiera que vayamos debemos llevar con nosotros un interrogante abierto. Si no, además, ¿para qué viajar? Solamente el racismo mundial de la información, con su división esquemática de papeles, tiene claro el significado del mundo, su reconfortante división de riqueza y pobreza, de víctimas y verdugos.

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Se puede, en aquel momento empapado, dar una limosna para quitarnos la molestia y la culpa de encima, pasando otra vez al verde de la fluidez. Deja atrás el dolor, reinicia el día, pasa a la pista de baile. Pero también podemos atrevernos a detener la tarde, dejando que el rojo que para la circulación se convierta en un signo y permita una bifurcación memorable. Al menos por un instante, que volverá, podemos sentirnos hermanos de ese ser lacerado, tomándolo como icono de nuestra dudosa condición. El niño que implora en el semáforo se convierte entonces, incluso en su imagen sacrificial, en algo más radiante que esas paredes incendiadas bajo los cielos crepusculares de México. De hecho, no fueron solamente Artaud, Malcolm Lowry o Ivan Illich en Cuernavaca. A despecho de su fama de tierra peligrosa, toda la nación está salpicada por miles de visitantes (no sólo estadounidenses) que han decidido quedarse, hechizados por la hospitalidad, la riqueza antropológica, las posibilidades de negocio o la vitalidad híbrida del país. Es posible que todo México nos recuerde sencillamente que es peligroso y difícil vivir, algo que en el implacable primer mundo, allí donde la religión numérica hace su agosto, hay que aprender por caminos mucho más torcidos.

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La violencia tranquila de los colores. Se podría volver ahora, sin más, a la manida cuestión de las drogas. No hemos tenido la suerte de otros, conociendo a una chamana que nos guíe por las sendas escarpadas de otra percepción. A decir verdad, tampoco hace falta, por eso tampoco recordamos con detalle las revelaciones de Don Juan a Castaneda. Es posible que la Revolución, que para algunos era ante todo una subversión de lo inmediato, nos librase entonces de la urgencia de paraísos artificiales. Pero la forma en que entendimos la revolución se prolonga ahora en estas percepciones mexicanas. No necesitamos ninguna droga distinta al espesor de estos amarillos alucinógenos en las paredes ardientes, de esos cielos que parecen palpitar con un anuncio bíblico, como si las colinas y las propias nubes fuesen otro personaje, no menos animado que las personas. A pesar de muchas precauciones con el agua, durante quince días revivimos el mito de una ebriedad que apenas necesita otra cosa que un vaso de agua. La irrupción triunfal de la planta en nosotros se consigue también dejándose llevar por la marea de lo visible, por ese eco de sombras que arrastra el entorno. Como en la pequeña iglesia de San Agustín Etla, donde mi compañera y yo enmudecimos de emoción ante aquella anarquía coronada. El perro adormilado en la escalinata del pórtico, el viejecito doblado y sordo que barría, los santos policromados en gestos dolientes. Tan cerca de Dios entonces, diría otro Juárez, tan lejos de Estados Unidos.

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Si alguien pudiera rezar todavía, sin haber olvidado a qué dios, en qué altar, diría: Señor de todos los hombres, hazte tierra, desciende a la alquimia lenta de estos colores. Incluso la casa azul de nuestra anfitriona, esos amplios espacios con fotos de ayer, su silencioso verde vítreo transitado por empleados discretos, están lejos de una fría distancia norteña que hace necesarios los estupefacientes para sentirnos vivos. Nuestras categorías críticas jamás pueden abandonar la oposición y la dialéctica: el mundo y la tierra, la ciudad y la selva, el individuo y la comunidad, el concepto y los sentidos. Pero todas las distinciones (y a veces son muy tiernas, como el Studium y el Punctum de Barthes) quedan atrás de esta energía del hormiguero mexicano, donde la distancia crítica es el hábito cultural para exiliarse en un mundo laminado. Todavía hoy el impresionante barroco de origen español sigue mostrando una fulgor fenoménico inalcanzable para Kant, esperemos que no para Lacan.

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Por hacer un chiste fácil, ni siquiera lo nouménico está a la altura de esta intensidad en duermevela de la apariencia mexicana, aunque no sea de origen náhuatl, mixe o zapoteco. Lo nouménico kantiano, tal vez lo real lacaniano, respira en Oaxaca en la inmediata viveza del símbolo, del lenguaje y las costumbres, de mil caras de lugares mágicos apenas entrevistos. Toda nuestra mitología moderna, incluso la de corte radical, se queda a las puertas de este templo telúrico y humano que pocos como Rulfo han sabido revivir… y en el que Paz es poco más que un turista inteligente y atento. Hasta Heidegger, con o sin Malick, parece más apto para compensar la planicie protestante de Texas que para el abrupto relieve antropológico del pueblo Díaz Ordaz, de los barrios de Condesa o Coyoacán. Aquí las plantas, las casas y la pintura, son ya otro personaje, cargado de murmullos y voces. La mera figura de Pedro Páramo está prensada con mil estratos, no sólo con el recuerdo suspendido de Susana y sus ojos aguamarina. Aunque es cierto que muchos mexicanos no necesitan leer Pedro Páramo. Sería incluso una redundancia. Están demasiado cerca de ese abrazo de la vida en la muerte y es comprensible que quieran librarse de él. Los otros, los intelectuales que flotan en un parque temático cultural o universitario, viven demasiado lejos de un México profundo que tal vez, por puro y simple desconocimiento, ni puedan despreciar.

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Cuando por fin llega a nuestros lares, lo que llamamos nivel de vida define, selecciona, dibuja un campo más o menos concentrado de enseres y seres. Expulsa al exterior de la tierra, a esa masa parda de humanos ajenos (o al interior de las almas, en ese misterioso prójimo del ascensor) todo lo que sea atraso, peligro o miseria. Frente a esto, el magma mexicano sigue enseñando la importancia estética, vital y ética de mantenerse en la indecisión, en la duda, en la inseguridad. De mantenerse en un pragmatismo complejo que utiliza constantemente una tecnología punta, acoplada al cuerpo y a los sentidos, para regresar una y otra vez a un territorio inestable. Lo nuestro, en Europa y sus satélites, es la pobreza de la riqueza, ese silencio oscurantista de los ambientes climatizados. Lo propio del México real es esta lujuria de la pobreza, una expresión multicolor y ambigua, a veces muy silenciosa, que brota del borde del mundo. La depresión, en el universo desarrollado, es el efecto de rebote de una lucha por la supervivencia que nosotros creemos haber dejado atrás. Como si esa tristeza que se siente en nuestros escenarios diseñados (confort, consumo, tecnología y geometría urbana) fuera un castigo divino por haber pretendido esquivar lo obligación moral de la escasez, de sentir los límites de la tierra.

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Extra grande para tapar el silencio de las raíces, la ausencia de sustancia. El tamaño es el sucedáneo pueril de una cualidad real para la cual muchos humanos ya no tenemos ninguna tecnología intuitiva. Esas habitaciones king size de los hoteles de Santa Fe, por ejemplo, donde la cama es tan grande que puede producir pesadillas. Mamíferos de costumbres, nos resulta un poco difícil dormir en esos espacios abstractos, ya que en ellos apenas encontramos un hueco. Solamente un primario sentido del humor, a veces del amor, y un sextante para la provocación, para la sorpresa o la tristeza, logran eventualmente un poco de relieve en esos escenarios aplanados por el lujo. Todos los que en México o en España huyen del relieve, de una misteriosa cualidad real que asocian con el atraso y la pobreza, entienden la vida como una planificación detallada, una oferta constante que debe amurallarnos y protegernos de la mugre. Hasta en los restaurantes caros de Oaxaca se nota (en el diseño de los platos, en las prisas del servicio) una pérdida de amabilidad, de paciencia y sorpresa, a manos del automatismo global. Igual que pronto ocurrirá en Madrid, en los locales caros mexicanos la medida calculada del whisky ofende no sólo por lo exiguo, sino sobre todo porque sea exactamente calculada. Así es nuestro paraíso, lo contrario del maravilloso pierdealmas que se encarna en el mezcal: un orbe ligero y rápido, regulado por el reemplazo y el halo de seguridad que éste genera. El estrés nos libera de la gravedad. Pensando en nuestra metafísica del control, que siempre expulsa a la humanidad y a la tierra fuera, alguien ha dicho que la esencia de la economía nunca es económica. Se trata de un álgebra de oposiciones que deja la comunidad del encuentro, y el riesgo de la alteridad, para mañana. Nuestro problema es que sin riesgo no hay vida, ni común ni singular, sólo la interactividad compartida de esta presencia narcisista.

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Querido Karl, ¿dónde estabas mientras se producía esta jibarización de la economía política, esta distribución masiva y voluntaria de la alienación, esta democratización mundial de la auto-explotación? Se da una curiosa paradoja. Nos conocemos, a los demás y a nosotros mismos, en la medida en que estamos encerrados, presionados y apretados, más o menos como en El ángel exterminador. Al decir de un viejo refrán, a los amigos se les conoce en las dificultades. Afortunadamente, en el fondo siempre estamos rodeados (prejuicios, lengua, cultura natal), aunque nuestro entorno climatizado simule justamente lo contrario. Basta una broma un poco provocativa para que se precipite la presión de una escena, un encierro que muestra quién es quién. Así pues, convocando un mundo elemental, la provocación es necesaria para desenmascarar la aburrida hipocresía urbana. En tal aspecto, en el bufón de la corte (¿también en Cantinflas?) siempre se esconde un dramaturgo, una ironía sin la cual no hay ningún parto. Es necesario, una y otra vez, resucitar el indígena que llevamos dentro para romper los protocolos policiales del día y que el fin programado del mundo (sea en forma de consumo, turismo, cultura o entretenimiento) no se convierta en un menú total, sin escapatoria.

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Diáfano campus universitario en el DF. Vigilancia integrada, sin necesidad de vigilantes. Árboles alineados y desinsectados, con una franja blanca que los inmuniza de la tierra. Y en la juventud estudiante lo mismo, con un tránsito incesante que conduce en cien direcciones posibles y protege de la incertidumbre. Aunque Mauricio insiste en que la UNAM es otra historia, parece que en el campus el pacto de las especialidades, el estrés y la competencia nos libran del espectro de lo real. El caso es que es muy fácil simular esta simulación, disfrazarse en esta actividad múltiple. Siempre se podrá decir: En medio de vosotros hay uno a quien no conocéis (Jn 1, 26). De ahí algunos de nuestros terrores durmientes, a veces en mitad de la mañana. Incluso en los más climatizados escenarios, para bien o para mal, late siempre un inescrutable factor humano. La humanidad de algunos guardias, taxistas y vigilantes. El humor discreto de algunos empleados y jardineros. Incluso algunos estudiantes que sonríen, algunos profesores que hacen afirmaciones irónicas y hasta preguntas reales. Más tarde una chica deficiente, en mitad de un pasillo de la Ibero, emite sin pudor sonidos guturales, aunque nadie parece hacer mucho caso. Poor little thing. ¿Quién la acariciará antes del anochecer? ¿También allí habrá dioses? Esperemos que sí, aunque a veces parece que el Lager estadounidense alienta cerca de estos decorados y sus murales postmodernos. Si repasamos el comienzo de Elephant (Gus van Sant, 2003), con aquella violencia afelpada y minimalista, recordaremos también que todo lo rechazado como mortal volverá como letal. ¿Hay ya una versión mexicana de esta intrincada ley del péndulo?

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Sí, la hay. Si al estadounidense medio, digamos, corresponde un exterior espectacular que prácticamente carece de alma, a veces el mexicano podría parecer un alma que no logra ningún exterior. Salvo tal vez en las bromas íntimas del trabajo, en la canción, en la comida y la conversación, en el amor y las lágrimas que derrama el mezcal. La timidez del público autóctono, su encantadora educación con el extranjero, tiene sin embargo el contrapunto de esa pillería que ocasionalmente puede atrapar al turista. O bien unos inesperados brotes de violencia que resultan fulminantes. En todo caso, como una de las peores herencias hispanas, el virus del auto-odio, del auto-desprecio, campa por la mitad de México, haciendo a su habitantes potencialmente esclavos de mitologías extranjeras. El problema, en España o en Latinoamérica, no es que se hable mal inglés, sino que se habla mal español, yaqui o gallego. Aunque Mario el taxista, desde su privilegiado puesto de observación, nos dice: «Mire, no es que no estemos orgullosos de ser mexicanos, es más bien que eso se lleva por dentro». Y quizás aquí radica un problema: la potencia mexicana discurre demasiado adentro, como dice a veces Paz. Por el contrario, si tomáramos en serio a Luis Villoro, a las fotografías de Rulfo -incluso a Buñuel-, la modernidad mexicana partiría de asumir hacia afuera cierto esplendor de la pobreza. Una profundidad convertida en bandera, en riqueza antropológica, literaria, cultural y económica.

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Es posible que a tal salida política, desde nuestra Europa tan ordenada, le siguiéramos llamando populismo. Pero no sería imprescindible en este punto imitar al Norte, esa religión de la alta definición que ignora el atraso de la tierra, su reino de sombras. Los latinos podemos mantener, en el extremo de nuestra tecnología punta, una alta indefinición, una buena relación con la duda. Podemos ser capaces de sentir, pensar y vivir con lo más atrasado de nosotros mismos. El dilema podría ser: ¿cómo ser contemporáneos, y desenvolverse bien en inglés, sin caer en la anomiacultural del norte? Es posible que entre Rulfo y Paz, entre Villoro y Krauze, esté latiendo una polémica parecida a la que había entre Ortega y Unamuno acerca de lo que significa ser modernos. En España ha ganado claramente Ortega, pero esto nos ha convertido en patéticos habitantes de una nación que ha desmantelado todas sus formas de vida autóctonas a cambio del bienestar normalizado, de la religión del consenso y el turismo. ¿Seguirá el mismo camino México? No parece probable, pues esta nación tiene lo que los españoles parecemos haber perdido, una buena relación con lo trágico y lo no reconocible por la historia. Según Carlos Fuentes, todo el continente hispano mantiene un viejo orgullo enterrado.

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Imagina que odias el turismo, también como forma de venderse. Órale, dice Araceli. Odias por tanto la nube de vendedores fijos y ambulantes que te asalta cada tres metros en las pirámides de Teotihuacán para venderte algo, reflejos oscuros de obsidiana o gritos de jaguar enlatados. Ahora bien, ¿cómo vas a condenar ese mercado, o la picardía de los guías, si en principio eres un pendejo europeo que vas allí a coleccionarsouvenirs de lo que para ellos es su vida? La fotografía es potencialmente ofensiva, pues convierte en pintoresco lo que para los habitantes locales es una forma de vida. Es normal entonces que el autóctono, si acepta prostituirse, ponga un precio. Igual que aquel paragüero de Santiago que cobraba por cada fotografía que le hacían los turistas, razonando: «¿Me encuentran encantador mientras yo lucho por vivir? Muy bien, paguen». Pero el turista tiene aquí la ventaja de que la modernidad mexicana no quieren ser perdedora, ni identificarse con los indios vencidos. De ahí la mala relación del Estado con el orbe indígena. Un amigo judío del DF, un poco atormentado, piensa que su país padece una freudiana «doble identificación con el padre agresor, conquistador, y con la madre indígena violada». Si fuera simplemente así, poco se podría hacer con esa mezcla. Afortunadamente, nuestro amigo también lo sabe, no es del todo así.

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Detrás de esta complejidad late una certeza que hoy es posible confirmar en el Reino Unido, en Austria, en España y Rusia: no hay clase peor que la de los nuevos ricos, esa ferocidad ex-rural por negar las raíces, todo lo que huela a lentitud y atraso, para subirse a toda marcha a una opulencia obscena. De tal auto-odio proviene la voluntad provinciana de ostentación, tan vulgar en Madrid como en el DF o en Miami: retirarse a una pantalla, o a una mesa abarrotada todo el día, atendida por una nube de sirvientes, ofertas, preguntas, camareros y música. Hacer ruido, compartir, beber, bromear y saltar bajo un espectáculo a todo volumen. La pornografía de Facebook casi está hoy empotrada en nuestras calles. Igual que en España, Colombia o Italia, pero si cabe con más énfasis todavía aquí, pues la versión mexicana de la aldea global debe rellenar el pánico campesino, casi ex-indígena, a que vuelva la grieta local. Nuestro mundo, con el ideal de una única clase media, está dirigido sin ninguna clase por una laya de expertos que quiere escapar a toda costa de la naturaleza. El pánico al vacío preside esta enorme clase media que no quiere saber nada de la pobreza. Y para ello aparenta, endeudándose con camionetas cuasi militares y pantallas gigantes. Un encantador líder campesino de Yalálag hablaba de volver a la tierra y a la sencillez. Pero la consigna de moda en nuestras megápolis, sean París, Los Ángeles o el DF, parece ser: Antes muertos que sencillos. La complejidad consumista, su velocidad de reemplazo, es el nuevo Dios que, también en el campo de los afectos, nos salvará de lo elemental. Es como si el uno de la represión patriarcal hubiera sido sustituido por lo múltiple de una represión matriarcal mucho más eficaz. Un joven campesino gallego, hablando de la economía europea, decía: Vivimos bajo una dictadura, pero todo el mundo finge estar contento.

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Si lo ético es mantener una profunda relación con la indecisión y la duda, ya que eso es sencillamente el ethos común de los mortales, el estruendo del consumo, tanto en el DF como en Ámsterdam, debe sellar ese vacío. Si lo humano es mantener una buena relación moral con lo inhumano, decía el poeta Gary Snyder, nuestra tardomodernidad acelerada debe censurar y rellenar toda esa falta. Y esto, que la angustia no sea palpable por ninguna grieta, no deja de ser el colmo de nihilismo. En algunas urbanizaciones, en algunos hoteles y campus universitarios, la angustia puede entonces consistir en que nadie la siente ni la atiende. Como tantas veces ha insistido Baudrillard, y después Tiqqun o Han, una de las cosas más características de la opulencia occidental es la tristeza inexpresable de su confort, la depresión anímica que es el reverso de su automatismo. Exactamente igual que el lujoso hotel donde vives en Santa Fe, un encantador y terrible desierto amueblado. Una pecera ingrávida, sólo coloreada por el encanto oscuro de algunos empleados. También, hay que decirlo, en aquella inolvidable terraza nocturna del último piso, colgando sobre una riada de luces que parpadeaba hasta el horizonte.

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En muchos escenarios populares, no sólo en los mercados de Oaxaca, la pobreza juega por todas las esquinas con los destellos de su secreta riqueza, con una felicidad que sólo puede brotar de los bordes, del roce con la mugre y lo incierto de los límites. La ausencia de tierra y traumas nos anula y neutraliza… de paso que nos convierte en indiferentes al prójimo y amos de un nuevo esclavismo legal. Se dirá que es fácil hablar así, viniendo de la confortable Europa, desde la moqueta del confort. Pero no, no es tan fácil. Ya sólo hablar así corroe parte de nuestra moqueta, pues obliga a buscar una línea material de choque, de roce con los límites. Nadie elige el nivel social y material en el que ha nacido, que además tiene múltiples facetas, pero sí es responsable de las decisiones morales destinadas a hacerlo humano. Tanto si vives en un barrio destartalado de Jalisco como en una privada de San Sebastián Tutla, la tarea ética y estética es siempre la misma: allí donde estés, perfora la costra de las situaciones, busca dialogar con la vida mortal. Aunque sea haciéndole a los desconocidos preguntas forzadas. Solamente un puente con el demonio, con el mal de lo real, puede salvarnos de ese infierno radiante de lo igual. Salvarnos de esa violencia sorda del confort que Borges asociaba a un abuso metafísico de la democracia. Pasolini diría: Os odio, hijos autistas de la opulencia. Nosotros, hijos de su cristianismo roto, estamos obligados a jugar con otras posibilidades. Una mano en Teresa de Calcuta y otra en Marilyn Manson. Es de suponer que esto, precisamente en México, se puede entender muy bien. Hubo un tiempo en que cierto noroeste español lo dijo así: «Dios es bueno. Y el diablo no es malo».

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Es cierto, de nuevo, que esto resuena fácilmente a romanticismo de clase, al diseño de una moda que busca, desde la altura de su lujo, completarse con un gesto de alternativo de vanguardia. ¿Indies y hipsters de alta definición?: Los pantalones rasgados deben compensar una vida excesivamente cosida, arreglada. Lejos de esta tontería urbana, para compensar política, ética e incluso médicamente nuestro grado de bienestar, se debe buscar vivir, pensar y sentir con lo más atrasado de nosotros mismos. Lo otro, jugar a ser moderno de la cabeza a los pies, es perpetuar la imperial ilusión de lo homogéneo, en los cuerpos y en las mentes, en la vida propia y en la de los otros. Es necesario, para seguir vivos, romper los protocolos del día, esa distribución policial de la visibilidad. Para empezar, no debemos mendigar reconocimiento: ¿Quieres vivir? Arma una modulación de tu fuerza, convierte tu miedo en un cuerpo. Tal vez esto nos exige ser extranjeros siempre, forzando las confidencias que hace (y se le hacen) solamente el que está de paso. Cada nación merece una antropología en crudo. Es más, sólo puede salvarse de los estereotipos por ella, liberándose del impresionismo de la información. Así, entre Oaxaca y el DF, a veces platicas con tu compañera de viaje como se platica antes de dormir, como si fuera a acabarse el día o ese minuto fuera el último. ¿En un tiempo que remata en cada aliento? Sí, pero no es tanto que el tiempo se detenga, como que el tiempo mismo vive sin tiempo, fuera de toda cuenta. Tal vez la puntualidad mexicana es aproximada (aunque también sobre esto hay también estereotipos), y casi nunca se llega demasiado tarde a las citas, en virtud de este tiempo maleable. El orden urbano tiene el reloj. La vida popular tiene el tiempo, grietas y espacios de vida en el tiempo.

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Millones de mexicanos se pasan el día comiendo en la calle. Así no hay forma, claro, de mantener la línea, la del progreso. En conjunto, en México se come demasiado bien para que el país abandone el relativo «retraso» propio de una país en vías de desarrollo. Para ser una nación avanzada hace falta comer basura, de la misma manera que es necesario tener una vida triste, y eso por ahora no parece que en México vaya a ocurrir. Huachinango con hierba santa. Tortas y mole negro con guajolote. Chapulines (grillos) y sal de gusanitos de maguey para acompañar la copa de mezcal. Incluso sopas enchiladas a horas tardías. Los deliciosos sabores mexicanos son a la comida lo que los matices hispanos son a la vida. En un caso y en otro, si hay riqueza popular, todo se juega en los detalles, las especias, los picantes y las salsas. Riqueza, vital y gastronómica, que se estropea con su estandarización turística, aunque sea de un supuesto alto nivel. Y se estropea también con esta ansiedad típicamente industrial que lleva a comer todo el día y a pasarse el día entero hablando de comida. Rodeando además los alimentos de una patética ilustración especializada y su pretendido alto vuelo. A veces, sencillamente, no sabemos cómo tapar el vacío. El metalenguaje culinario es ridículo, un triste sucedáneo de nuestra pobre relación con la potencia de los materiales terrenales. En este aspecto, los mejores restaurantes de Oaxaca son con frecuencia los más populares, fuera casi siempre de las guías. Y en el DF, hay que decirlo, no es menos atractivo el Salón Victoria que el Nicos, aunque la fama se la lleve casi siempre el segundo.

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Es fundamental en la comida, igual que en el sexo, no pasarse el día pensando en ello, ni rodear los elementos rituales con una cultura masiva y homogénea. Como la libertad o el erotismo, la buena comida nace de la necesidad, de una relación con los límites. Los alimentos se preparan en una cocina, y ésta (la de Teresa y Juana en Yalálag) condimenta sustancias que antes, en estado crudo, han rodeado al hombre y se han sudado en la suciedad de la tierra. Por paradójico que parezca, no hay buena mesa (la de Yira y Jonathan en San Francisco Tutla) sin una referencia de pobreza, sin trabajo, sudor y contacto terrenal. El sabor y el olor tienen que ver con materiales finitos, sustancias de equilibrio inestable que se pueden estropear. Convertir la comida en un espectáculo televisivo, con esos selfies en el caro restaurante de moda, es la señal de que entramos en la vía de la extinción. Extinción por imagen, podríamos decir, por sobreabundancia escénica. Muerte por alta exposición y maquillaje. La comida transgénica es, en este sentido, el equivalente gastronómico de tantas estrellas de cine estropeadas por el esplendor de lo idéntico, bajo el diseño exitoso de todos sus detalles. Bajo el dictado empresarial de lo homogéneo, como esas mazorcas de maíz iguales, al poco tiempo los humanos no tienen literalmente nada que decir, nada que vivir. ¿Qué emoción van a transmitir en las pantallas si ya no saben nada del infierno? A nuestra cultura urbana le cuesta entender que el choque con los límites, el fracaso, nos adelgaza y nos arma, manteniéndonos jóvenes. El éxito, por el contrario, encarna un peligro mórbido, la miseria de un envejecimiento por obesidad. El cáncer sólo concluye después una metástasis que ha empezado antes, en la expansión anómala de los estilos radiantes de vida. También en esos platos cuyo perfil queda tan fotogénico en Facebook como el de los humanos casados con su propia imagen.

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Si el capitalismo es un gigantesco globo hinchado por la huida, lleno exactamente de la expansión de la nada (preferimos el nihilismo de una nube abstracta a la suciedad de la tierra), su norma es mantener el pánico a cualquier singularidad exterior, que será sentida como un potencial pinchazo. De ahí que todo el mundo, en un orbe de opulencia, se blinde. Es cierto, como recuerda un vivaz profesor español, que lo real siempre vuelve, que los espectros siempre regresarán. Es así que también el extra grande mexicano se defiende como puede del magma popular de la nación, de su mezcla y peligrosidad, del pequeño detalle indígena. El desarrollo exige separación, una distancia y desarraigo que es el combustible del despegue. De ahí que cada institución privada que se precie (urbanizaciones, universidades, empresas) levante un muro de barreras y guardias armados por todas partes, casi siempre con chalecos anti-bala. Como contrapartida, el gobierno, al menos en Oaxaca, ha hecho casi imposible la tenencia legal de armas, excepto un pequeño calibre que apenas sirve para cazar.

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Calle Madero, La Alameda, el Zócalo. Fuera de la amplia zona del centro, el crecimiento inorgánico de la capital ha integrado como barrios lo que antes eran pueblos: Condesa, Coyoacán, Roma, Polanco, Santa Fe. Esto por no hablar de los miles de casas de colores, en condiciones inciertas, que se extienden en las afueras. Todo es tan apasionante para el extranjero, sobre todo la obra en marcha que es la vida en las calles, que apenas se tiene que recurrir a la agobiante oferta programada, al turi-terrorismo de la visita guiada. Hasta buena parte de los museos pueden dejarse para los tiempos muertos, que casi nunca llegan. Ya el tráfico del DF es una expresión del peso de lo informal en México, de un empuje americano que difícilmente puede tener regulación al estilo europeo. Al volver, ya desde el avión, la geografía nocturna española (con luces geométricas incluso en los pueblos) señala que regresamos al imperio europeo del orden y la seguridad. Las serpientes luminosas indican que estamos muy lejos del brasero desparramado que es América. ¿La madre patria reniega entonces de sus hijos naturales, como si vinieran de fuera de cualquier matrimonio? Mientras tanto, en México los imponentes carros de potencia estadounidense corroen el espacio de los peatones en los pasos cebra. Incluso los peatones de primera clase, en las zonas caras, deben esquivar la presión con cuidado. Por no hablar de esos topes, sin señales visibles, que te pueden reventar el coche si circulas a 60 kilómetros por hora. Dan idea de lo salvaje que ha sido aquí la circulación, y del número de atropellos, antes de que los vecinos o las autoridades hayan decidido esa medida drástica. Topes tan terroristas como una circulación que, sencillamente, te puede impedir cruzar durante media hora interminable. La agresividad de la grúa, literalmente persiguiendo a los coches mal aparcados para engancharlos por debajo, recuerda otra vez que no estamos en la dulce e hipócrita Europa.

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La globalidad sigue siendo inmoral y una inmensa falacia. Bajo su retórica mundial, que impone una homogeneidad que ha venido de la niebla del norte, los hábitos locales continúan siendo escandalosamente persistentes. Los microcosmos mexicanos, y un magma social explosivo, continúan ajenos a la capital, y también unos a otros. Por eso todos los centros estratégicos, de los restaurantes caros a los aeropuertos y las universidades privadas, se blindan con barreras y guardas de seguridad. Tal vez cada nación es una relación con el mito, el mito que le da forma al enigma de vivir en «este valle de lágrimas» (Rulfo). Y México llena como puede ese vacío, las dificultades que tiene para apoyarse en los pueblos tan distintos de su tierra: la comida y el trabajo incesantes, el tamaño extra en tantas cosas, de la hamburguesa a los carros… La música atronadora o el aullido del fútbol llega hasta los mismos sanitarios, donde casi tienes que concentrarte para poder orinar en paz. En efecto, para algunas almas sensibles, la angustia podría consistir, en este orden espectacular de la gran urbe, en que la tristeza parece prohibida.

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Ya solamente el enjambre antropológico que se extiende a los pies de Monte Albán indica que, aun suponiendo una clase política normal («¿Qué podría significar eso?», dice con sorna Gibrán, uno de mis interlocutores en el DF), esta nación es muy difícil de gobernar. En Estados Unidos existió desde el comienzo, por el tipo de conquista y civilización, si no unas clases sociales homogéneas, sí una élite política implacable (que no se mezclaba) y una organización moderna que facilitaron el gobierno. En México, a pesar de ser desde el comienzo la joya de la corona española, el caso es muy distinto. Toda la historia mexicana está llena de tirones, de pronunciamientos, de contragolpes e inestabilidad. Cuando por fin se alcanza una estabilidad institucional, con el PRI (Partido Revolucionario Institucional) u otros, es al precio de una degeneración burocrática que alcanza el esperpento. Un poco como en España, la competencia entre la autoridad estatal y la federal, superpuesta a los distintos estados, es fuente de mil corrupciones. Mientras tanto, la enormidad del país, sus mil tensiones internas, la cercanía explosiva y un poco humillante de Estados Unidos, separa a México del conjunto de Latinoamérica. Dentro de ella, tal vez solamente Colombia o Brasil pueden compararse a México en cuanto a potencia geográfica, humana e industrial; en cuanto a tensiones internas y peso del liberalismo.

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Luchas y activismo en el estado de Guerrero, en Oaxaca y en Chiapas… Es normal que los militantes anómalos de Comité Invisible, prácticamente desconocidos en México, estén fascinados por casi todos los experimentos de revuelta que se incuban en el país. No sólo se debe a la dimisión o torpezas del Estado Federal tal proliferación subversiva. Aunque los líderes campesinos de Yalálag sugieren, tal vez con razón, que parte de la contestación (también la de los maestros) se limita a reproducir, en el plano gremial y sindical, la sordera sectaria de todo lo político. Es como si los narcos solamente llevasen al extremo el sectarismo gremial o regional que caracteriza a la globalización mexicana. Tlacolula arriba, la carretera que parte de Oaxaca hacia los barrios de Yalálag, pasando por los pueblos mancomunados de Sierra Juárez, por Cuajimoloyas y Llano Grande, da idea de un abandono estatal que casi deja en pañales al nepotismo español. Sólo por ese índice no es extraña la desconfianza mexicana hacia todo lo que viene del Estado. Es como si ese maltrato estatal sistemático, que ninguna de las revoluciones supo arreglar, explicase tanto el poder de los narcos en algunos estados del norte como el poder magnético de ese otro super-narco que es, para medio universo mexicano, la elitista democracia estadounidense.

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Más aún que en España, en México todo lo que venga del estado (incluido a veces Octavio Paz) es visto con una lógica desconfianza. Es posible además que las dificultades para un enemigo exterior (Estados Unidos es demasiado fuerte; Centroamérica, débil; el sur del continente y España, lejanos) haya contribuido a mantener esta parcelación localista que recuerda un poco a la algarabía regional y local española, en parte de origen árabe. Aun suponiendo que, como en todas partes, los políticos no fuesen tan endogámicamente ineptos, la complejidad de la antigua Nueva España es muy difícil de gobernar. Haría falta el estado fuerte de los vecinos del Norte, de Europa o el Este, para sobreponerse a esa explosiva energía centrífuga mexicana. En todo caso, ¿permitiría la gran democracia del Norte que México se hiciera realmente independiente, de alguna manera nacionalista, con un gobierno fuerte? La respuesta es más que dudosa. La hipótesis de una guerrilla narco alimentada por el mercado estadounidense, como un mini estado que le disputa permanente el poder al Estado Federal, es un ejemplo de que Washington está poco interesado en la fortaleza mexicana. Ni siquiera en la limitada medida que lo sea un Canadá, que además no tiene 20 millones de pobres dentro del imperio. Con Obama o con Donald Trump, Estados Unidos hará lo posible por estresar y endeudar a México, como lo ha hecho con medio mundo que no es angloparlante. ¿Por qué engañarnos, hoy, en cuanto a este aspecto terrible de la modernidad? Naturalmente, esto no le quita a los mexicanos, en los aciertos y en los errores, su propia responsabilidad.

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Es sabido que conforme crece el crimen organizado, casi automáticamente descienden los delitos menores. Cada mafia, sea estatal o antiestatal, reclama sus privilegios. En la medida en que crece el poder de los pequeños estados narco, decrece la delincuencia común. Y viceversa, pues no tiene sentido asaltar a viejecitas al anochecer cuando eso perturba un negocio mucho mayor. A diferencia de la apacible Suecia (engañosamente apacible), todo el mapa mexicano, desde la historia a la geografía, facilita lo que un europeo llama inseguridad. Pero hay que decir quizás, a pesar de unas estadísticas pavorosas, que el problema en México, la primera línea de la violencia, igual que en España o Francia, no es la muerte violenta, con cadáveres descuartizados en primer plano. El drama moderno de la normalización, para el cual no existe nunca una suficiente definición fotográfica, es el final a plazos, la muerte lenta sin cadáver. No hace falta leer a Foucault o a Baudrillard para admitir que por cada cuerpo destrozado, de mujer o de hombre, hay mil seres humanos vencidos en silencio. Este es un aspecto de la modernidad en el que algún día tendremos que entrar y, sobre el cual, el imperio informativo que nos sirve los cadáveres del desayuno diario no tiene nada que decir, pues tal imperio se mueve (en plena época digital) por esquemas groseramente analógicos. Esquema análogos al espectáculo mundial que blanquea nuestro malestar. Ese tipo de condena democrática e industrial que tiene que ver con el desánimo gradual, con la sobreexplotación laboral privada y pública, y una depresión reptante que no tiene fácil diagnóstico. Tenemos constantemente en pantalla las muertes violentas, el cambio climático y el negocio del apocalipsis, para ocultar un arrasamiento de las interioridades que no tiene precedentes. El espectáculo del fin del mundo seguirá tapando, en México y en Canadá, la normalidad numérica de la extinción.

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Además, buena parte de la clase media mexicana, por no hablar de los 80 millones de pobres, ni se enteran de los horrores que escandalizan al mundo de los medios. Ya la vida de esa población depauperada es suficientemente espectacular. Con frecuencia el mexicano medio, también los guanabí (I wanna be) que quieren medrar, están demasiado inundados de trabajo, de sol a luna, para ocuparse de las noticias. La información es una cosa de ricos, materia prima exterior, manipulada espectacularmente para llenar vidas vaciadas por el nihilismo de la velocidad. Lo trágico es que la misma sociedad que necesita esa información facilita también los sucesos y las mafias que los producen. ¿Las mujeres desaparecidas en Ciudad Juárez, que tanto juego han dado en nuestra literatura de consumo, no tienen algo que ver con una forma elitista de diversión? Se decía en Bowling for Columbine: la información, desde el punto de vista objetivo y subjetivo, no sería nada sin una gobernanza basada en el entretenimiento. La humanidad elegida como esclava de la globalización, sea en Sevilla o en Puebla, ha de ver cada día a gentes a las que todavía les va mucho peor. También la violencia está en esa espantosa televisión que retransmite obscenidades sin fin, a espaldas del país real. También la violencia proviene del Estado; y no en sus ocasionales demostraciones de fuerza, sino en la soberana indiferencia con la que trata a gran parte de la población. Si no fuese por eso, el poder expandido de los narcos (que a veces hacen el papel criminal, benéfico o justiciero del Estado) sería inexplicable.

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Un profesor de la Universidad Iberoamericana sugiere, medio en serio medio en broma, que la especulación de un contacto extraterrestre en las culturas precolombinas puede tener un trasfondo racista. A falta del radiante Estados Unidos, argumenta Francisco, tuvo que haber una ayuda externa: ¿cómo si no pudieron esos pueblos atrasados lograr una cultura y unas construcciones tan refinadas y monumentales? El caso es que, como tal vez ocurra en Perú y Bolivia, el peso de las comunidades indígenas es sentido con frecuencia como un lastre en el resto del México mestizo y más desarrollado, aunque esto no se formule explícitamente así. A veces el físico de algunos campesinos podía ser directamente asiático, indonesio o japonés. Incluso podrían darse similitudes con la India en esta multitud oscura vestida con colores vivos, en sus minitaxis de tres ruedas, en las inmensas cuestas que llevan a algunos núcleos apartados. No sólo el Estado ignora mientras puede la diferencia cultural y los derechos de mixes, otomí y zapotecos, sino que probablemente subsiste un racismo multidireccional en la sociedad civil, no sólo de los mestizos blancos contra la gente de color. Esto se junta a la justa queja moral de algunos líderes indígenas, conscientes del abandono creciente de la tierra, la voracidad del consumo en el mundo exterior, la caída de la natalidad entre ellos y la huida de los jóvenes.

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Solamente por el estado de algunas carreteras, a veces parece que los antiguos conquistadores españoles, con toda su crueldad, se tomaron algunas molestias que hoy el Estado mexicano se ahorra. Como ocurre en otros lugares de Latinoamérica, hay sitios remotos a donde sólo llega la lluvia y el sol, la televisión y algunos misioneros. Aún así, algunas culturas mesoamericanas subsisten muy bien organizadas, manteniendo un grado de independencia y dignidad incomparable al de otros núcleos indígenas en el mundo anglo. En diminutas parcelas castigadas por la sequía de este año, la cultura del maíz produce en el microcosmos de las milpas casi todo lo que necesita una familia: frijoles, calabaza, chile…. La gente ha aprendido a organizarse al margen del Estado, aparte incluso de los casos extremos. Por decirlo del todo, en las comunidades zapotecas de Yalálag se mantiene incluso el horario tradicional, una hora menos de lo que dicta el resto del Estado.

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