(Quinta sesión del taller «Decálogo para salir del invierno»)
Me temo que estamos ante la crueldad de otro de esos libros «sádicos» que decía alguien. Ariel. La etimología arroja demasiados rastros, de los griegos a Shakespeare, de lo demónico a lo poético-lunar, para que nos detengamos en alguno de ellos. Creo que es la primera vez que encaramos en este taller un libro de poesía. Pero no importa. Se ha dicho que la poesía es la verdad de la prosa del mundo, su quintaesencia por fin desvelada, salvada. En tal caso, estaríamos ante un libro de alquimia, un concentrado de la sabiduría del mundo, de esas verdades que solo se dicen a media voz pero que todo el mundo entiende, pues ha pasado por ellas. En nuestras horas furtivas: antes en lo que en nuestro corazón queda de vulgo, de pueblo, que en lo que tenemos de doctos especialista.
Destituyendo momentáneamente la fortaleza del sujeto para que acontezca la vida, la poesía es la verdad, la ciencia paradójica del ser único. Trabaja el instante donde ocurren las cosas: de ahí su estatuto cultural tan equívoco. Por una parte, venerada por el corazón de la gente y la imaginería popular. Por otra, condenada por las élites a las afueras de la ciudad, encerrándola en la jaula dorada de esas veladas íntimas que han de suceder un poco antes de la noche. Tal vez para que el dormir reparador la convierta en un sueño que no contamine la industria del día. Ahora bien, ¿cómo, quien vive el instante de esta manera, va a sobrevivir en una sociedad cuya religión es precisamente la cronología que no deja hablar al instante?