Dada mi amistad y mi confianza con el autor del libro, no omitiré decir que mi ausencia esta noche es un acto fallido. Prueba de que, aunque geográficamente localizable del otro lado del Atlántico, estoy en verdad en el registro del inconsciente. Que ello pueda tener un sentido, y que ese sentido sea comunicable, poco importa. Es la división misma, el efecto de sorpresa, el estupor de mi lapsus, lo que basta para reconocer el inconsciente.

Pero estos trucos de psicoanalista no me parecen suficientes, y por ello he querido escribir estas líneas, para hacerme presente de alguna manera.

Roxe de Sebes es un libro difícil, tan hermoso en su poética como duro de leer. Diré más: por momentos impenetrable. Ignacio ha logrado que el espíritu de la montaña (aterrador para alguien como yo, a quien no mil, sino cien días fuera de la urbe bastarían para liquidarme) se transfiera a su escritura. La belleza de su prosa, algo a lo que ya estoy acostumbrado en sus escritos, envuelve a la vez un núcleo sólido que es preciso horadar volviendo una y otra vez a las frases, puesto que la mayoría de ellas constituyen una reflexión filosófica concentrada, un nanopensamiento que juega con el misterio, la confesión autobiográfica, y la ideas.

Aunque no es sencillo situarse en la cronología de los años, mi lectura me indica que Ignacio inició este viaje hacia el interior de sí mismo siendo muy joven. Lo que sorprende, es que a pesar de su juventud cargase ya sobre su espalda el peso moral de un sentimiento de hastío, resultado de una militancia política y un ideario revolucionario que el autor experimentó como fracasados. No estoy completamente seguro de que ese haya sido el motivo fundamental de ese retiro al que se entregó, en períodos distintos, tal como nos lo explica. A medida que el libro transcurre, uno va percibiendo algunas otras cosas, menos ligadas al pensamiento intelectual y más vinculadas a su historia familiar y personal que, aunque ligeramente sugeridas, no dejan de constituir datos interesante. El joven pensador, en una suerte de ideal de cura que él mismo define como inspirada en cierto romanticismo, no solo necesita purificar su alma de toda la saturación que invade su racionalidad pensante, sino que debe tomar distancia del mundo femenino. Único varón en un clan compuesto de una madre y siete hermanas (no tenemos mención del padre salvo hacia el final, pero volveré a ello dentro de un momento), no es de extrañar que requiera una separación. El mágico y ominoso número de siete hermanas es  una contingencia histórica que se parece demasiado a los cuentos populares, pero si el autor se muestra discreto en este punto, no seré yo quien hurgue donde no me llaman.

Los antiguos griegos llamaban catábasis al descenso al inframundo, que puede entenderse en un sentido literal pero también metafórico, una suerte de viaje hacia el interior del ser. La experiencia debe completarse con la anabasis, el retorno a la superficie, retorno que se supone habrá de producirse tras una metamorfosis subjetiva. En el caso de Ignacio, no fue un descenso sino un ascenso a la montaña, al cenit del mundo, pero con el propósito de iniciar una inmersión implacable en el basamento más primario de la condición humana. Ignacio se impuso una labor de renuncia casi ascética a la vanitas de la existencia,  encontrando así el marco y las condiciones que él juzgó necesarias para una labor de escritura que habría de expurgar el mal al que se sentía condenado. La escritura fue a la vez liberación y límite, vaciamiento de sentido y reconquista de una significación nueva para la vida. Me resulta particularmente interesante el hecho de que en varios momentos del libro Ignacio se refiera al erotismo de la soledad en aquel paraje, a la libidinización del silencio, a la exuberancia sensual de las hojas, los árboles, las piedras, y que al mismo tiempo (cito de la página 106) “teñido todo de erotismo, la espontánea castidad que hubo que mantener en Roxe de Sabes (se podía jugar con la imaginación, pero estaba claro que ceder físicamente significaba el fin de la experiencia), era también expresión de un experimento de reconquista de la comunidad desde cero, sin ningún tipo de recurso que no fuera aferrarse a la ley de un completo desamparo”. El contraste entre el goce de la naturaleza (una naturaleza que evidentemente no posee para Ignacio una connotación nada romántica ni ingenua) y esa castidad física a la que denomina “espontánea”, es para un psicoanalista algo demasiado tentador como para pasarlo por alto, y despierta en mí la intuición de que los argumentos filosóficos y políticos con los que el autor da cuenta de su experiencia encierran algo mucho más profundo. No obstante, lo menciono como un guiño a mi amigo, puesto que el psicoanálisis no puede jamás autorizarnos a ninguna aventura psicobiográfica.

Que “el destino quiso, ironía de las cosas (palabras textuales de Ignacio en la página 110) que mi padre muriese cuando yo estaba muy cerca de reconciliarme con él y preparado para volver al mundo”, es una afirmación imposible de soslayar, y que demuestra que el término “cura”, con el que Ignacio nombra su experiencia, es más que apropiado. Ninguna comparación con la cura analítica resulta aquí válida, puesto que un psicoanálisis es una praxis bajo transferencia, y no una accesis que puede alcanzarse mediante el pensamiento. Ello no obsta para que el resultado, bajo la forma de un conjunto de escritos que no  vieron ni verán jamás la luz, fuese para Ignacio la forma legítima en la que encontró su resurrección, y asumir tras este tránsito místico “la vergüenza de vivir en este mundo”, afirmación que más allá de lo que el autor nos quiera hacer llegar, leo como una forma de reconciliación con sus propias determinaciones. Ignacio Castro, no solo con sus mil días, sino con otros miles que siguieron, ha logrado habitar el filo de una exterioridad cautelosa respecto del discurso, sin precipitarse en el malditismo de la marginalidad, ni perder por un instante la lúcida mirada crítica a la que su condición de filósofo y crítico ético lo comprometen.

Gracias, Ignacio, por esta nueva y a la vez antigua obra, y gracias por tu indulgencia. No voy a subirme a la montaña para expurgar mi imperdonable lapsus, pero el menos confío en que aceptarás estas palabras como garantía de mi afecto y mi respeto por todo lo que haces.

 

Gustavo Dessal