Toni Erdmann no es una película fácil. Poco menos que a cámara lenta, a veces muda como el cine antiguo, finalmente resulta bellísima. Uno de sus temas es la infelicidad de los hijos liberados, la enorme ingratitud -casi inhumana- de su «emancipación». Emancipación no solo de la casa materna y paterna, de su autoridad -que casi nunca fue tal, por eso son tan infelices-, sino también de todos los valores del pasado. Bajo su ironía de circo, Winfried (Peter Simonischek) es un humanista escandalizado por el curso de las cosas. Entonces la directora, Maren Ade, de la que algunos no conocemos prácticamente nada -la comunicación es así-, embarca al padre de Inés, convertido en Toni Erdmann después de la muerte de su único compañero canino, en esfuerzos que rozan el esperpento para arrancar a su gélida hija algún gemido, algún gesto de vergüenza. Alguna lágrima de lo que sea, rabia o ternura.

 

Pero no. Durante mucho tiempo Inés (Sandra Hüller) parece fundida al titanio. En algún momento, el padre le pregunta a su hija: «Realmente, ¿eres humana?». Ella ni se inmuta, más bien contesta como una nihilista a punto -pero no, sería demasiado- de indignarse. Ningún complejo de culpa. Hasta los conceptos de «felicidad» y «vida» le parecen demasiado wagnerianos y vacíos.

 

Pareciendo no saber muy lo que hace, encarnado en Toni Erdmann, Winfried arranca la máscara de las situaciones para hacernos sufrir la vergüenza de vivir en el mundo. Y sin embargo, no hay nada de la metafísica de un Sorrentido. Maren Ade es infinitamente más modesta. Con un estilo reptante logra una y otra vez dejarnos fuera de juego, sin saber si reír o llorar. Ya solo la escena de esa obediente y adorable secretaria desnuda, obligada por una fidelidad rumana a su jefa, incluso en una fiesta de pronto nudista -«¿No es nada sexual, verdad?»-, es todo un poema que no vemos todos los días. Las gotas de sangre que salpican el día anterior su camisa, producto de una herida doméstica que su jefa ha de ocultar, indican la jerarquía implacable que sostiene ese mundo luminoso. La pobre, destartalada Rumanía solo aparece como fondo borroso de ese teatro de operaciones numéricas con el que los altos ejecutivos especulan. Winfried les suplica a los rumanos, sin embargo: «No pierdan su sentido del humor». Cierto, solamente cierto atraso anímico, una especie terrorismo afectivo puede arrancarnos de ese infinito interior afelpado que tiende a una sonrisa donde la miseria, los muertos y los obreros parados están siempre fuera de campo.

 

Son magníficos, por ejemplo, los minutos que Winfried, en una invitación espontánea a una fiesta a la cual no estaban invitados, la hace cantar. La mezcla de vergüenza y coraje, de carácter, frialdad y desgarro de Inés -por momentos parece entonar un trending topic-, nos deja un poco perplejos, tanto a los invitados como a los espectadores de la sala.

 

Una cinta peculiar, sin duda. Es normal que parte del público se impaciente porque durante mucho, mucho tiempo, no sabemos realmente de qué va. Y al final, con ese plano magnífico de Inés esperando nada, o cualquier cosa, o soñando con algo que no sabemos, la ambivalencia de la historia se mantiene en un remate abierto. Inés resulta casi inolvidable en su físico teutón teñido de matices -indignación, crueldad, pena, vergüenza- que apenas se expresan. Las pocas veces que el personaje de Inés llora, en silencio y con lágrimas tan discretas como su personalidad escondida, logra un universo de expresión contenida. Tardaremos en olvidar su aspecto, entre elegante, andrógino y desmañado, un cuerpo escultórico con pequeños pechos caídos. Y también un aire ejecutivo que sin embargo esconde una tímida dulzura, una voluntad de feedback que su secretaria rumana agradece.

 

A todas luces, Inés es demasiado fuerte y atrevida, demasiado falocéntrica incluso, para ser feminista. Ya solamente la escena sexual en la que esclaviza a su amante -que convertirá a la película en un fenómeno de culto minoritario en el puritanismo wasp-, haciéndole eyacular sobre un pastel que ella después devora, la marca como una hembra que quiere jugar a depredadora. Solamente su padre se le resiste. Y su corazón escondido también se le resiste, esa alma que su padre le arranca.

 

Las tiendas de bromas pueden ser un recurso de tecnología punta en esta sociedad aberrante. Pero no porque el viejo «afán de lucro» dirija despiadadamente el mundo. Aquello aún tenía un aire humano, voraz, odioso y aventurero. El líquido amniótico que ahora apresa a Inés es más despiadado, una especie de afán de automatismo en el que todo debe fluir, desde cualquier puntero business case hasta el sexo nocturno. Es de esa flexible malla inhumana de donde pretende liberarla su padre. Casi lo consigue, pero al precio de una desvergüenza que roza los histriónico.

 

Maren Ade utiliza también la fealdad -incluso en la atractiva Inés, desde luego en el personaje de Toni- para deconstruir la fluidez algorítmica que corroe un alto nivel de vida. De noche, de compras, en las fiestas de cumpleaños, esos humanos se sueltan y hasta sonríen, pero en la forma -a medias humana, a medias torpe- que es propia de autómatas que son de pronto desenchufados. Como los niveles de mutación antropológica de una alta empresa internacional exige que ni siquiera haya malvados, la provocación de Toni ha de ser de circo. Al final parece que su hija le sigue, consiguiendo arrancar algo de humanidad en esos seres tan climatizados como las salas donde especulan con un material humano que para ellos son cifras.

 

Ni siquiera el amante de Inés se queja de la humillación sexual que ella le inflige: enseguida pasa a la pantalla de su ordenador. No hay ni machismo ni feminismo, sino un término medio algebraico donde todo funciona excepto la vieja humanidad. De ahí la contestación de Inés a su padre: «¿Feliz? ¿Vida? ¿De qué estás hablando?». Maren Ade nos esboza la cifra encriptada de un universo donde solo la muerte de un viejo perro, o una madre anciana, pueden causar dolor. Esperpento y soterrada ternura, se ha dicho. Y es cierto, pero sobre todo una genial indecisión, que la directora tiene el valor de mantener hasta después del final. Nada se precipita, lejos del acting out que es habitual en cualquier versión norteamericana.

 

El colmo de este suspense existencial sin terror es el final. Nada se entiende en él, o son posibles demasiados ramales en este final abierto. Y sin embargo, es perfecto. No se lo pierdan. Aunque tal vez esta compleja indecisión tiene que ver con el hecho de que Toni Erdmann varias veces nominada y casi nunca premiada.