(I) Vosotros

El colmo de la acción es la escucha. Pablo D’Ors

1 Como diría una compañera vuestra, generalizar es abusivo y peligroso; incluso cruel, exagerado, injusto. Pero sin generalizar no se puede pensar ni discutir de nada, ya que entonces nos quedamos solo en casos particulares, donde cada uno es «libre» y poco hay que decir. Así que voy a intentar generalizar con cuidado, captando cierta media algebraica que me preocupa y veo bastante encarnada en vosotros, tan modernos, tan libres, tan interactivos.

2 Como sabéis, os observo detenidamente desde hace mes y medio. No tiene mérito ni es mi obligación. Al contrario, lo cómodo para un profesor es fijarse lo menos posible. Mi atención a los detalles (solo tengo relaciones personales) es sencillamente «defecto del animal», como dirían en mi pueblo. El caso es que, sobre todo últimamente, a las puertas de un examen que apenas corregí, he sentido confirmado un síndrome que me preocupa, que además triunfa en todas partes. Es posible que vosotros lo practiquéis de manera particularmente intensa, salvo raras excepciones.

3 Lo dije ya alguna vez. Aparentemente, cada uno en su estilo, la mayoría de vosotros carecéis de una tecnología corporal y mental para pararse y subrayar los detalles, entrando en la sombra de las cosas. Hablo de cierta dificultad para escuchar con atención una frase o una idea, aguantando eso a solas y extrayendo conclusiones. Una dificultad para descender a un «sucio» mundo real, sin teclado ni botón de pausa, sin imagen radiante ni cobertura. Lo vuestro es surfear sin fin, buscando una ondulación compartida. Os gusta hacer olas, compartir el ruido ambiente. Como remedio, para compensar, la víspera de cualquier examen le preguntáis a alguien en qué consiste y cómo se haría un resumen. No funcionará: la dificultad real se encarga de eso.

4 Sois buena gente, sin duda: casi echaría de menos, entre vosotros, a auténticos «malvados». Sin embargo, salvo algunas excepciones, padecéis una preocupante impotencia para lo clandestino y secreto, aquello que no tiene aplausos ni marcará tendencia. Es como si vivierais perpetuamente en pantalla y os diera miedo lo que no es transparente, fácil, espectacular y conectado. Ni siquiera miedo. Sencillamente, lo que es lento, sombrío y difícil resulta aburrido para vosotros, anticuado e inútil. Por eso, cuando no tenéis más remedio que asistir a algo de eso, os entra sueño. De ahí los bostezos y las caras abstractas de las «pellas mentales». Como no podéis consultar el móvil y las tonterías de turno, cambiáis mentalmente de canal.

5 Sois fieles súbditos de la nueva religión triunfante: la circulación perpetua, entre el hahaha enlatado de las redes y los grupos de Whatsapp. Donde los pequeños, por cierto, juegan a ser mayores y los viejos juegan a ser niños. En esta gran clase media donde todos somos igual de idiotas la religión triunfante (faltaría más) es unisex, pues ya no hay hombres ni mujeres; ni jóvenes ni viejos, ni buenos ni malos. Todo el mundo es igualmente «diferente»… aunque algunos tengan más seguidores. Entre otras cosas, esta banalidad de la igualación paritaria (donde el éxito del inglés, la lengua de la normalización banal, es otro síntoma) ha conseguido nuevas formas de odio hacia lo raro y lo no homologado. Aparte de un nuevo enfrentamiento entre sexos y generaciones, pues todos (padres e hijos, mujeres y hombres) corremos en la mismapista del éxito espectacular, visible y masivo.

6 A veces parece que habéis vendido vuestra alma al nuevo dios del postureo, sin guardaros nada dentro, ninguna capacidad para el secreto. Casi todo en vosotros funciona en red. De ahí la moda del poliamor y la posverdad. No sé, creo que el viejo Dios, que al fin y al cabo atendía a la sombra de cada quién, era menos cruel que éste de la diversión obligada. Además, recuerda Nietzsche, cinco no se ríen sin que un sexto pierda un ojo.

7 Toda esta obligación de ser exitoso y divertido es a su vez fuente de nuevas formas de infelicidad, de maltrato y ninguneo. Para empezar, el espectáculo continuo que nos invade (con tarifa plana: igual que los vientres, las pantallas y los encefalogramas) ha logrado un secuestro sin precedentes de la atención. En un horizonte ocupado por la moda es muy fácil ser invisible, y eso nadie lo soporta: de ahí la obligación estresante de ser siempre guay. Motivo a su vez de nuevos temores, fobias y ataques de pánico, pues en el fondo, encerrados en nuestra burbujita conectada, sospechamos que no entendemos ni la mitad de lo que nos rodea y que cerca puede estar cualquier monstruo inimaginable.

8 Cualquier tipo de manipulación, terrorista o publicitaria, política o informativa, lo tiene muy fácil en un mundo donde nadie es capaz de estar a solas con nada. El problema es que después, cuando ocurra algo y estemos de pronto solos ante eso, careceremos de cualquier tecnología corporal y mental para afrontarlo. Todo debe ser una fiesta, incluso después de que cada Titanic choque con su iceberg. Cuando las luces se apagan y ocurre un accidente suele ser fatal, pues la gente carece de instinto para el peligro físico y cree (como en Madrid Arena, Bataclán o Las Vegas) que se trata de otros efectos especiales de la fiesta.

9 El colmo de las paradojas es sospechar que, bajo esta adulación constante de la sociedad hacia la juventud, se esconde el maltrato de los mimos. Es posible que los jóvenes jamás hayan sido más esclavos. Nadie os deja en paz. Nunca habéis estado más presionados, más vigilados e invadidos. La sobreprotección y las mil facilidades que se os sirven a diario, aparentemente gratis, es un regalo envenenado para desarmaros y convertiros en dóciles camareros del «Todo a 100» que viene, ese gigantesco low costque os convertirá en baratos empleados sonrientes.

10 Para quien quiera sobrevivir a esta dictadura dispersa y divertida, es urgente cambiar de modelo. Sería necesario divorciarse de las mascotas que tanto nos entretienen y volver a recuperar la figura de la serpiente. Algún día habrá que ser capaces de volver a ser invisibles, desapareciendo y soportando la penumbra del subsuelo. Al principio estaremos un poco solos, de acuerdo, pero pronto podremos conspirar contra la estupidez masiva y buscar amistades reales, nuevos afectos.

11 Además de poder ser lenta y enseguida rápida, en un santiamén, la serpiente encarna un imperativo moral urgente. Solamente quien encuentre su propio demonio, y pueda soportar ese veneno dentro, será capaz del heroísmo del afecto. Cuando todo el mundo es neutral y, por temor a una omnipresente normativa, los malos no dan la cara, resulta muy útil (y hasta divertido) provocar «accidentes» en la hipocresía social para volver a saber quién es quién.

 

 

Ignacio Castro Rey. Madrid, 29 de octubre de 2017

 

 

(II) ¿Seguro?

Buenas noches, Ignacio,

 

Tu texto me ha suscitado esa respuesta, seguro que no la esperada, pero de algún modo una respuesta. Qué esperabas de los «pelleros mentales», de tus narcisos de secundaria. No espero nada de esto, pero quería responderte y ver de paso qué opinan los demás y si esto nos lleva a alguna parte.

 

Saludos,

A.

Me ha gustado la idea que planteas y por eso veo necesario intentar posicionarme desde el lugar de uno de tus alumnos. Hablo de la experiencia propia como alumno y como joven –probablemente no menos narcisista, aunque no me guste especialmente este término, que cualquiera de esos a los que te diriges–. Quiero dejar claro que lo hago como ejercicio teórico, para dar lugar al debate vaya, pero en ningún caso hay aquí una crítica a la figura del profesor o del adulto. Tampoco ignoro que tus palabras se refieren no sólo a un fenómeno que se da en la juventud, sino en esta gran clase media donde todos somos igual de idiotas la religión triunfante es unisex, sin diferenciación alguna. Asimismo, creo que sí te diriges en muchos casos a la juventud, así que desde ese lugar voy a responderte, sin pretender en ningún caso un ejercicio heroico o tarea apologética sobre mi generación.

Desde siempre ha habido voces que no se han podido oír, ya sea porque se silencian o porque esa voz se distorsiona profundamente, dando lugar a esta posverdad tan cacareada –y en la que no creo– en todos lados. A los medios de comunicación les encanta promover esta visión de una juventud hormonada y confusa que permanece ajena a todas las cuestiones de la vida en común dedicada a «chupar del bote» de mamá, papá y el Estado. Una juventud, dicen, que sale de casa dejando el pensamiento bien guardado en el desván y cuya actividad principal son las redes sociales y el botellón. Hace unos meses leía en El País un aberrante artículo sobre los «millenials». Sí, suena absurdo, pero cada más se emplea este término para denominar a una generación de jóvenes que sufre de esta enfermedad de las redes, el postureo y las marcas.

Será cosa de mayores, pero creo que ya empieza a pesar sobre la juventud una tendencia permanente a ser depositarios de un «no sé qué» configurado desde el mundo adulto. No merecemos que se deposite en nosotros nada, ni esperanzas ni anhelos, ni rabia ni envidias de cualquier clase. Entiendo, desde mi arrogancia juvenil e inexperiencia vital, que se persista en proyectar frustraciones sobre las nuevas generaciones. No es nuevo, algo así cuenta Freud de cómo proyectamos el narcisismo propio de la infancia en los ideales que construimos cuando somos maduros. Hablo de dejar la condescendencia a un lado, de entablar un diálogo sincero entre iguales ­–no se me malinterprete, no digo que no haya que decir nada a los nuevos–.

Desde luego hay muchos jóvenes imbuidos de tecnología, de pantallas y frenética vida social que puede resultar vacía muchas veces. Hay postureo, pero no seamos hipócritas sustrayéndolo únicamente a la juventud. Creo que detrás de esta aversión hacia lo juvenil hay dos elementos que actúan como los cristales rotos de unas gafas, proporcionando una visión distorsionada a quien mira a través de ellas: la hipocresía y el miedo. La hipocresía como fenómeno generalizado, el anonimato virtual da cuenta de ello: es pasmosa la impunidad con que uno puede recurrir a la red para proclamar cualquier estupidez a los cuatro vientos sin consecuencia alguna. En este mar de identidades difuminadas ya no sabemos quién se sienta en el pupitre de al lado. En cuanto al miedo cabe ver, a mi juicio, un cierto tufo de falsa madurez en los adultos, cuando hacen tanto por verse jóvenes: ¿por qué tanto miedo a la vejez? Acaso no han sido los mayores objeto de admiración en tantas culturas, de ser ellos los portadores de la sabiduría. Cómo poco da qué pensar que todos los cánones estéticos actuales lleven esta idea al extremo, el culto al cuerpo, a la piel tersa, en definitiva a la «edad dorada»; sin olvidar que toda cultura ha perseguido este ideal de inmortalidad que representa la juventud, de vitalidad y un largo etcétera de valores consagrados a la vida eterna.

Leyendo el narcisismo del que hablas me vino a la cabeza una cita divertida de Woody Allen donde afirmaba, en respuesta a la gente que le cree egoísta y narcisista, que si tuviera que identificarse con un personaje de la mitología griega, no sería con Narciso, sino con Zeus.

 

 

(IIIMiedos y ligues

Buenos días, A.,

 

Estoy de acuerdo con mucho de lo que dices. Además el narcisismo, el mío y el tuyo, es casi imprescindible para sobrevivir en un mundo ensordecido, en medio de un espectáculo que nos mima a la vez que nos ningunea. Es normal que esto acerque a jóvenes y viejos, a mujeres y hombres. No es tan extraño por ello que, especialmente a los orgullosos varones, el narcisismo siempre «se nos suponga», más o menos como antes el valor.

 

Es cierto que mantengo una relación de amor-odio con la juventud actual. No la adoro sin más, como hacen otros adultos babeando, pero cultivo su «leyenda» porque me recuerda a lo mejor de mí, a una actitud de fondo ante la vida («no entender nada», «la vergüenza de este mundo», «empezar cada vez de nuevo», «el coraje de las emociones, el corazón y el afecto», etc.) que todavía mantengo. Por eso me veo de vez en cuando con mis ex alumnos. Muchos profesores, creo, vampirizamos esas características de los jóvenes de paso que damos clase, nos peleamos con ellos y les criticamos. En mi caso creo incluso que tener una hija, más o menos de vuestra edad, me ha hecho más libre.

 

La verdad es que no me preocupa tanto el narcisismo como el narcisismo conectado en bucle, esta maraña de egos que no deja entrar nada del mundo no codificado que sigue afuera, en una existencia mortal que nunca conoceremos bastante. Ayer mismo, en una clase de Bellas Artes, comprobé (en versión bastante educada) esta mezcla de autismo real y conexión virtual que me incomoda.

 

De acuerdo además en que los medios y la sociedad adulta se pasan la vida satanizando todas las «tribus urbanas» que les resultan primitivas, incultas o sectarias. Siempre he dicho, a veces también en clase, que esta sociedad senil, que apenas tiene nada que ofrecer porque no cree en nada, sospecha de la comunidad primaria juvenil (el alcohol, el sexo, las drogas) como algo que hay que vigilar y mantener a raya. A la vez, es cierto, esta sociedad senil está obsesionada con la energía juvenil, con esa frescura de una relación viva con el peligro, de ahí que toda la publicidad dirigida a adultos gire en torno a las pieles tersas, la musculatura de la seducción sexual y los limones salvajes del Caribe. Después de intentar desactivar a la juventud en su potencia real, convirtiéndola en la caricatura de una «rebeldía» que se limita a llevar los pantalones rotos, se adora lo exótico que queda como resto inofensivo para alimentar el turismoadulto del tiempo libre.

 

Mi crítica iba por otro lado, más bien en dirección contraria. Es la de un adulto que sabe que va a morir, que siempre lo supo y afronta con un viejo coraje juvenil el envejecimiento y la muerte. Desde ahí critica la alianza de jóvenes y mayores en esta estupidez conectada. Quise criticar el abandono de la posibilidad juvenil (que no pertenece solo a los jóvenes), la de buscar y desenterrar claves que nos mantengan despiertos ante una vida que nunca se repetirá, cuya única «trascendencia» e inmortalidad consiste en la intensidad y el riesgo con la que se viva el materialismo del presente. Defendiendo este dios inmanente, no me pongo las cosas fáciles.

 

Hay un miedo generalizado a la vejez y la muerte, de ahí el culto a la «juventud» de nuestro perpetuo cambio de canal. Esta espectacular sociedad, y esto es un problema político grave, ha perdido el valor para la finitud, el coraje para una sombra que siempre nos acompañará y que hace que la mitología del Progreso (con su incesante celebración de fechas señaladas y cumpleaños) sea una de las religiones más dañinas del mundo. Sigo pensando que en este punto clave Nietzsche atinó en el diagnóstico mucho más que Marx, quien al fin y al cabo encarna un peligroso viraje de nuestra cultura hacia el policial empirismo angloamericano. Fijémonos en el triunfo actual del inglés como lengua de la más idiota normalización universal, adelgazando hasta la caricatura cualquier singularidad real para engordar el espectáculo de lo social y sus conexiones.

 

Una de las ideas de mi carta es que, en este aburridísimo mundo donde casi nunca ocurre nada real (¡cuesta incluso tener enemigos!), hay una especie de complot implícito entre unas generaciones y otras para que cada una conserve su parcelita privada y sus tonterías. Los jóvenes le consienten a los mayores sus chocheces, sus largos y aburrido discursos (que son falsos y nunca se traducen en nada), incluso sus críticas envidiosas. Mientras los mayores se sienten escuchados y respetados, los jóvenes se conectan por detrás a la última memez viral. En conjunto, bajo esta alianza implícita de generaciones, es la violencia, la revolución de vivir la que resulta desatendida.

 

El reino de la Información, y esa orgullosa idea de que antes los abuelitos no sabían nada, mantiene una humanidad inculta como jamás ha existido. Y lo grave no es que sea inculta porque no conoce libros de hace dos años, y películas del año pasado que habría que conocer. Sino inculta porque, mientras pontifica sobre el cambio climático, no sabe nada de sí misma ni de la enorme exterioridad que sigue aquí, entre nosotros, en nosotros. En resumidas cuentas, aunque hace veinte años que no soporto a W. Allen (estoy de acuerdo con su ex mujer Mia Farrow en que es un sinvergüenza con muchas conexiones), yo también firmaría esa idea donde prevalece Zeus sobre Narciso. Solo que no es exclusiva de ninguna estrella. Todos nosotros somos dioses, o hijos de Dios (que viene a ser lo mismo), en cuanto somos capaces de dialogar con el diablo que llevamos dentro y nunca nos abandonará.

 

Más de una vez le he dicho a mis alumnos: el día que os pille (afectiva o sexualmente) alguien que tenga una buena relación con el silencio, con el envés clandestino del mundo, hará trizas vuestra frágil protección en el estrellato móvil de las redes. Cuando el otro día I., cuyo comunismo creo que es una forma de mantener un vínculo con la seriedad del pensamiento, confesaba que solo iba a clase cuando quería «ligar», me alegré porque me sonó bien. Tiene que ver con algo que les digo a mis alumnos: mientras sigáis con las dos manos en la marea ondulatoria de la espuma grupal, conectando aislamientos que nunca bajan a tierra, mañana seréis los nuevos esclavos chinos del Zara global que se os prepara como único futuro.

 

Ha sido un placer. Hasta pronto,

Ignacio