Lo dijimos algunos y lo volvemos a repetir. Es de agradecer en Trump que, sin ningún tipo de reparo ni educación, muestre la fuerza unilateral y la brutalidad que siempre ha sido el primer argumento en el poder mundial de la «mayor democracia». Las diatribas actuales contra los hispanos o los musulmanes es la perfecta expresión de un racismo cosmopolita -valga la contradicción- que los USA siempre han mantenido ante el resto de la humanidad, incluyendo su propia población indígena y afroamericana. Naturalmente, se ha exceptuado de esta rabia al planeta de Su Majestad, que habla inglés, y, más tardíamente, a los elegidos por excelencia, ese Estado multimillonario que se expande en la antigua Palestina.
Rebajando la originalidad de Trump en su vuelta enérgica al proteccionismo, Soledad Loaeza comenta en su artículo «Donald Trump y el gigante egoísta»: «Como si la historia de los Estados Unidos hubiese sido otra cosa». Y así es, pues en la nación que basa su modernidad en un genocidio oculto -no solo según N. Chosmky o M. Moore-, intervencionismo y proteccionismo son dos caras de la misma moneda. Dentro de esa lógica implacable, es una escarnio que los EEUU acusen al resto del mundo, particularmente a México, de aprovecharse de ellos, como si fuesen inocentes hermanitas de la caridad desarmada.
Toda la historia norteamericana, desde antes ya del siglo XX, es una mezcla de arrogancia e ignorancia que casi no tiene parangón en el orbe contemporáneo. También en este punto, con su estilo personal obsceno, el paradigma Trump es algo más que un accidente, pues obedece más bien a una vieja furia puritana que la ilustración europea casi nunca ha querido entender. Repasemos por un momento el magnífico artículo «Los archivos del Edén», de G. Steiner: el nacimiento y la historia de los Estados Unidos está basada en lo que él llama la «doctrina de la separación». Y jamás han dejado de practicarla, sea a sangre y fuego o a través de abusivos tratados comerciales.
Es de ingenuos pensar que la elegancia de un Obama o un Kennedy, que durante sus mandatos solo se limitaron a hacer gestos, ha supuesto una seria excepción a esa comprensión del mundo como un tablero de guerra plagado de enemigos letales. Ninguna nación es inmaculada. Rusia desde luego no lo es, ni mucho menos Alemania, China, Francia, Inglaterra o Japón. Pero pocos «estados delincuentes» se han atrevido a bombardear y destruir tantas naciones, desde la intervención en México de 1846 hasta la destrucción de Irak en 2003, como los Estados Unidos de América. Repasen por favor, en tres minutos, esa gloriosa carrera militar.
La corriente principal de la Ilustración hispana se ha engañado sobre este punto, creyéndose a pie juntillas una Leyenda Negra que pone a España y sus herederos en la cabeza del crimen histórico organizado, mientras salva a las naciones del universo Wasp en no se sabe qué limbo de progresismo sonriente con dentadura blanca. A semejanza de una belle époque que termina bruscamente en la Primera Guerra, es posible que además Donald Trump sea el reflejo de una lenta agonía de la globalización, que precede ampliamente a los excesos verbales de este multimillonario neoyorquino. ¿Quién nos manda, a los ingenuos habitantes del Sur, creer en un tinglado global que siempre ha sido una tapadera para proteger a la elite local de unos poderosos?
Slim: «Trump no es Terminator, sino Negociator». De acuerdo, pero precisamente para negociar es necesario buscar nuevos apoyos. Es urgente aprovechar la irrupción de ese fenómeno, que no viene de la «América profunda» sino de una Nueva York culta donde está subiendo la bolsa, para que -sobre todo en México- los hispanos aprendamos a buscar otros amigos. Está ahí todo el enorme continente latinoamericano, quizá casi tan olvidado en México como en España. Y después, ahí mismo, están China, la Unión Europea y, por qué no, Rusia. Sería divertido incluso rivalizar con Trump en arrebatarle los favores de ese otro rubio del Norte llamado Vladimir Putin. No será perfecto, pero, comparado con Trump -bajo la desinformación sistemática sobre Ucrania y Siria- parece casi sensible y muestra una mesura que a la simpática bestia de la NBC siempre le ha faltado.
No digo que haya que responder a un racismo con otro -aunque tampoco sería injusto devolverles su misma medicina -, pero es hora de espabilar y buscar otros vecinos. Además, ¿en la época de Internet y los vuelos trasatlánticos vamos a considerar solo vecinos a los que nos maltratan en la misma región de la tierra? Sería un arcaísmo, y una servidumbre atávica, que nos podría resultar cara. Trump no solo ganó las elecciones y consiguió millones de votos en los estados oxidados del centro, sino que está haciendo subir la espuma del deseo en la transparente Wall Street. Los Estados Unidos progresistas se rendirá ante alguien que promete arreglar la finca sectaria en la que siempre han vivido los gringos, aunque para ello haya que volver a legalizar una tortura que nunca se había ido del imaginario norteamericano.
No corren tiempos de bonanza que permitan a los latinos revolcarse en el vicio sempiterno de la autoflagelación. Lo propio de los países que no se aman a sí mismos, como España o México, es injuriar constantemente a su gobierno, casi haga lo que haga y venga ideológicamente de donde venga. Es una forma de rasgarse constantemente las vestiduras y ejercer hacia dentro la labor de vivisección que nos piden los amos norteños que nos explotan, ahorrándose ellos ensuciarse directamente las manos. En contra de este instintivo auto-odio habría que, al menos en este momento histórico, respaldar a Peña Nieto. No es perfecto, pero es el presidente de los mexicanos y quien los representa ante el mundo. Tiempo habrá más adelante, pero no va a poder ser mañana, de volver a la guerra fratricida que tanto nos gusta a los latinos.