No somos racistas, pero hay que reconocer que EEUU, en la imagen que nos brinda Moore, nos pone a prueba. Fahrenheit 11/9, el último de sus documentales, roza lo tétrico. Muy triste a veces, gracioso y provocador en otros momentos, inteligente y emotivo casi siempre, hace que salgamos de la sala con el corazón en un puño. En su potencia escalofriante, esta vez no vemos la demagogia. Sí, lo peor puede ocurrir entre nosotros. La aproximación que el autor de Roger & me hace al complejo fenómeno llamado Donald Trump se acerca ahora, con un uso muy efectivo de la cadencia sonora y visual, al género de terror. Lo que es peor, con figuras absolutamente cotidianas (también la muy desgarbada de Moore mismo) que nos aproximan otra vez a la banalidad del mal… y del bien.

Moore no solo confirma por qué muchos, que no somos xenófobos, jamás volveremos a la nación más policial del mundo: «inmisericorde», dice una amiga atea. Este documental también sostiene que Trump es solo el epifenómeno de un horror mucho más profundo. Parte de este trabajo está dedicado a desentrañar cómo el Partido Demócrata preparó el terreno al millonario neoyorquino. No solo este nuevo Fahrenheitconfirma con detalle lo que ya sabíamos de Hillary Clinton y Obama, que son un par de gansters bien vestidos, sino que se atreve a decir lo que algunos ya deseamos pensando en el porvenir de México: el «pendejo» Donald tiene la ventaja de una infección crónica que al fin revienta. Con él le ponemos al fin cara y palabras a la enfermedad que ellos llaman USA. Una nación «construida sobre el genocidio», recordaba Moore en un trabajo anterior.

 

Es normal que el recorrido sea a veces sórdido. Si la cámara no nos sirve la panorámica celeste de la nomenklatura capitalista, que la izquierda hegemónica europea adora, no hay muchas razones para la esperanza. Y la impresión sobrecogedora se redobla debido a lo que esta cinta tiene de simplemente humana. En ella Moore, que jamás ha renegado de sus orígenes católicos, realiza ante todo una aproximación al sufrimiento de carne y hueso; a los rostros del dolor y la desolación, con primeros planos de tormentos personales. Justo lo que jamás haría un político profesional, que se limitaría a sobrevolar el territorio de la catástrofe. Pegado al terreno, este trabajo es incorrecto en el mejor sentido de la palabra.

Cómo y por qué llora la gente que todavía vive: este es uno de los hilos de Moore desde hace tiempo. Es imposible realizar algo así, en una nación donde la desafiliación política es de escándalo, sin grabar de cerca la cara del «mayor partido político del país», esos cien de millones de «almas» que han perdido toda ilusión pública y ya no votan. En la cultura de barras y estrellas, donde nadie mira a nadie, Moore se detiene en primeros planos sangrantes del dolor humano. Ejemplarmente, esa joven estudiante que, entre lágrimas, entona un impresionante «ya no» al repasar la lista de compañeros que ya no volverá a ver a la salida de clase, tras la última matanza escolar.

Ha de ser un humanismo algo desesperado, que apenas es «radical» en su sentido común (más bien ideológicamente muy híbrido), el que de nuevo nos ponga ante la dimensión real de la catástrofe. No solo porque en los 130 m. de metraje circulen todo tipo de personajes, desde estudiantes blancas y militantes afroamericanos de barrio hasta viejos judíos de los tiempos de Núremberg. El trabajo de Moore nada tiene que ver con el sectarismo político al que nos tiene acostumbrados la onda alternativa. Fahrenheit 11/9 tendrá mil defectos, pero no habla para convencidos de antemano, sino para la gente a la que todavía le queden ojos y oídos, incluidos republicanos de corazón que no quieran llevar a más humanos al matadero. Nada que ver con el confort de la izquierda habitualmente hegemónica. Ni siquiera es seguro que Bernie Sanders se sienta cómodo en esta versión de la historia.

Las comparaciones del fenómeno Trump con el nazismo son dudosas, también en las propias manos de Moore. Pero no constituyen la carga menor de Fahrenheit 11/9. Particularmente, en la tendencia que todos tenemos a aliviar la lenta carga de profundidad que encarna una peste que se acerca reptando y cargada de ambigüedad, espectáculo y medias tintas. Todos en la sala, además de un poco de pánico, sentimos algo de vergüenza al recordar cómo hemos mirado para otro lado. El documental recuerda cómo distintos medios judíos restaron importancia a la radical coherencia de Hitler… hasta que ya era demasiado tarde. El propio Moore parece entonar un discreto mea culpa por su ambigüedad inicial ante un hombre que (como Bannon y toda la Alt Right) no carecía de matices, sonrisas y alguna que otra pizca de gracia y razón. Si repasan una cinta ocasional como Sully, del bastante honesto Clint Eastwood, verán cómo hay razones populares para comprender a Trump. En parte, insiste Moore, se lo debemos a los rubios Clinton, al moreno Obama.

Trump es completamente inmoral, casi nadie lo niega. Pero como todo lo dice y lo hace a la vista del público (el dios de la época), frente a unos medios que especulan y mienten a distancia, este tarado tiene una ventaja política inmensa. Además, no olvidemos que su antecesor en el cargo, Barak Obama, pasa ante muchos como sencillamente amoral. Igual que antes los animales decíamos que obedecían a una regla instintiva de especie, así los políticos profesionales tipo Obama y Clinton obedecen a estrategias calculadas de elite. Sin rastro de postura personal, sentimiento o corazón.

Pero esta entrega de Moore, siendo muy cruda, tampoco quiere empujar a la gente al suicidio. Los jóvenes, los negros, las mujeres, los profesores, poco a poco van armando nuevos movimientos locales. Y otros líderes, que respiran al margen de la maquinaria letal de los dos grandes partidos. Si el amor y la atención son lo mismo, tal como escuchamos en Lady Bird, Moore logra esquivar otra vez la desatención sistémica de su nación a lo pequeño. Y lo hace con un amor a la carne real que nos sorprende volver a compartir.

Ignacio Castro Rey. Madrid, 28 de noviembre de 2018