Querida A.,

Verás. Aparte de volver a escuchar el timbre mítico de tu voz, te llamé antes para quedar contigo (de eso hablamos el otro día) y «platicar» sobre varios temas. Desde luego, ese posible ciclo loco que ya está en marcha y con el que cuento y contamos contigo. También, ese otro seminario-ovulario que podíamos hacer juntos. Por supuesto, darle además un repaso al panorama ontológico de la casquería de Madrid, Filosofía incluida y cotilleos incluidos. En este punto, sería divertido estudiar contigo algunas estrategias nuevas, atrevidas, transversales a la endogamia universitaria y a este asfixiante política de la vocación hegemónica.

Todo esto y más. Pero confieso que un motivo también para verte fue una frase que me soltaste de pasada el otro día. Ante mis quejas, que en parte me parecían justas, de que la sacrosanta Universidad me ignora sistemática y olímpicamente, me dijiste con esa espontaneidad que te caracteriza: ¡Pero si estás en todas partes!

Total que, dubitativo como soy, me quedé perplejo. Ya no sé si estoy en todas partes y por tal razón la Universidad jamás me invita, no vaya a ser que me colme de poder maléfico (tal como es mi ontología). Ya no sé si te equivocas de plano y solo estoy en los cien lugares, bastantes marginales, que yo mismo me busco… razón por la cual mis amigos universitarios (alguno tendré) se creen así disculpados de poder sacudirse el bulto-Castro de encima. Al fin y al cabo  no me va tan mal, me voy defendiendo…

Tampoco sé si tú misma te engañas y te disculpas así, pensando que para qué te vas acordar de mí, si no debo tener ni un minuto libre. Esto coincidiría con uno de esos poco amigos universitarios, que sí me invitan, que este verano se quejó de mi pesada «autopromoción» cuando, un poco desesperadamente, le solicitaba contactos en una capital de provincia para no estar solo en la presentación de ese libro que confirma mi «originalidad», Roxe de sebes.

Otra versión simpática del asunto me la regaló mi amiga E., que sin duda me quiere bien, cuando me dice (otra vez ante mis quejas, que por lo visto se repiten): «Tú mismo eres el que vas de outsider». O sea, debo entender, que yo mismo hago lo posible para no estar jamás en la Universidad. Como voy de outsider, claro, no quiero mancharme con ninguna universalidad reinante. Quise matarla, pero enseguida cambiamos de tema.

Resumiendo el solipsismo. ¿Es mi filosofía la que me aparta de la Universidad? ¿Es lo que no se entiende de ella o es lo que se entiende? ¿Pesa definitivamente, en este país laicamente católico, que para más Inri quien habla y escribe así esté en la E. Secundaria, fuera del circuito universitario y sus créditos? ¿Es mi persona (más bien espesa, lo admito) la que es un obstáculo? ¿Debo entonces fingir mi muerte para ser alguna vez escuchado?

En fin, no te me angusties, seguro que exagero con la típica metafísica de domingo tardío. Solo es un tema más, entre los muchos que tendríamos pendientes. No lo harás, pero cuando quieras sabes dónde estoy.

Besos,

Ignacio

Madrid, 5 de diciembre de 2017