Querido M., aquí va el correo prometido. Sobre nosotros los sensibles, los «hombres huecos» (Eliot). Los amorosos, decía el poeta mexicano Sabines. Fíjate en este párrafo de Roxe de Sebes, pero tienes entre las páginas 10 y 13 otras muchas frases que van en esta dirección. Que tratan, en otras palabras, de lo que tiene que subir estoicamente la cabeza conforme baja el corazón: «En aquellos años se ensayó cómo seguir siendo idealista, incluso romántico, y al mismo tiempo participar en un universo social donde toda revolución, como hoy es bien claro, se mostraba imposible».

Ser bueno exige poder ser muy malo, aunque sólo sea para resistir los inevitables decepciones: «Has de ser cruel para ser amable», en palabras de Shakespeare. ¿Qué hacer cuando uno está rodeado de amigos donde la traición es posible, y no tiene ningún castigo, para que siga un mundo de simulacro y selección permanente?

En otras palabras, ¿qué hacer para poder ser veloz y no convertirse en marginal, cuando uno en realidad por dentro, moral y políticamente, no puede abandonar la lentitud, el ser lento que somos? ¿Qué hacer? Aprender a desdoblarse, a actuar, a escenificar con una alta definición. Es necesario aprender a ser temibles, al menos con una mano. Tenemos dos lados, y una mano no tiene por qué saber ni entender lo que hace la otra.

De otro modo, si uno es solamente «bueno» de corazón, bueno con las dos manos, sin ser capaz de ser malvado con la otra, entonces la frustración, la depresión y hasta la tragedia está servidas. De Lorca a Simone Weil, todas las almas sensibles tuvieron que aprender a armarse para poder sobrevivir a «la vergüenza de estar en el mundo». Fíjate en esta última frase de La Gran Belleza, pero sigue la película entera con atención, por favor.

Creo que encontrarás en todo el prólogo de Roxe de Sebes, y en la parte II llamada «Mil días» (p. 73 y siguientes), todo un ensayo sobre cómo tenemos que armarnos los «blandos de corazón» para no sucumbir a la banalidad del mal, un mal que, no lo olvidemos, opera actualmente bajocualquier ideología. Y esto porque las ideas no son lo que hoy importa, sino la forma de vida: el cómo, el modo de estar en el mundo.

Es indudable que el universo político es insuficiente para sobrevivir a la legión de sinvergüenzas que nos rodea. Por todas partes, además, pues un mundo que ha prescindido de la violencia directa necesita formas perversas del maltrato, formas reptantes del odio. Así, la laya descarada de nuestros amos, los hijos de perra que nos van a maltratar jamás se les verá venir ni tendrán la forma demoníaca que le gusta al cine o al género de terror de la información.

Para defendernos de esta oblicua violencia moderna serán necesarios un estoicismo pesimista de la cabeza y un epicureísmo jovial del corazón. Es preciso tener todo a flor de piel. Y bajo la piel, una clandestinidad intocable. La inteligencia, su serpiente silenciosa, es solamente un instrumento del corazón, el demonio temible que nuestro dios necesita para sobrevivir al «bla, bla, bla» de este mundo.

Todos los ángeles están obligados a ser terribles, diría Rilke. Y a lo mejor, moralmente, es obligatorio ser un ángel. Quiero decir, practicar cierta beatitud, una santidad laica, una simplicidad de corazón que no mate la infancia en la que nacimos. Infancia a la que tenemos que volver, y en la que hemos de morir, si no queremos dejar de ser hombres.

Ya me contarás. Un abrazo,

Madrid, 3 de septiembre de 2016