«De pronto el día, terco en una pura exaltación de luz y azul por todas partes, se llena de gritos infantiles en la hora de recreo».
Estimado S.,
Te envié hace medio mes un correo, pero me confundí y puse «alvarez» en vez de «suarez». Ahora lo busco, por si decía algo.
Hace ya días y días que le escribí a J. V., después de terminar tus «Apuntes de un diario». La carta que te debía, que te quería enviar, se ha demorado por la profundidad boscosa de esta Galicia y por mil ocupaciones de un hombre que no estoy seguro que sepa vivir. Al tiempo.
Me impresionó en Todavía la relación que mantienes con tu padre, y cómo esa fidelidad parece prolongarse en el amor hacia mil pequeñas cosas, desde las lilas y los amigos hasta los libros o los cielos de Madrid. En principio, como me ocurre a veces con algunas piezas, Todavía no es el tipo de libros que suelo buscar y leer. Pero la simpatía que siento hacia ti, y el calor de nuestro intercambio de regalos aquella mañana en la Feria, me puso enseguida con él.
En cierto modo he hecho la peor lectura del mundo, en múltiples tramos separados, interferidos continuamente por otras lecturas y por cien tareas distintas de alguien que vive ocupado cada día en quince pisos diferentes, con frecuencia carentes del más mínimo lirismo. Es algo así como dirigir el Chaminade, pero sin edificio, sin alumnos adorables ni paredes de referencia. A veces, también sin esos tenues resplandores que al salir bastan para que el día se ajuste, pequeñas epifanías que donan las dosis imprescindibles de lo más grande.
Una y otra vez, en tu libro restalla esa niñez nuestra que no pasa: «¡Cuánta infancia en el silbido del afilador esta última mañana en Cercedilla!». No he leído todavía el prólogo de José Muñoz y me falta, tal vez, otro repaso lento de tu libro. Pero te diré que me acompañó continua e intermitentemente en estos meses, procurando horas suaves en una vida algo agreste, por no decir agria. Recuerdo una mañana en esta penumbra rural, especialmente mortecina -aunque ya ni sé por qué-, y la constante lección de sencillez y humildad que emanaban tus páginas, mezclando lecturas y amigos, estaciones que vuelven y encuentros, detalles sin importancia y al fondo la imagen conmovedora de tu padre, tu mejor amigo. También el último gazpacho del verano, entreverado con la novela secreta que arrastramos, una normalidad en la que no tiene que ocurrir nada especialmente épico para que se nos permita vivirlo todo.
Tu libro es muy bueno precisamente ahí, en el agradecimiento hacia mil pequeñas cosas que constituyen un mundo. Es como un diario de nada, mezclando ráfagas de lluvia por la mañana con libros amados, cenas con amigos y charcos de sendas abandonadas. En medio de esta barbarie numérica nuestra, Todavía desgrana la delicadeza de una vida contemporánea que se atreve a ser humanista, poética, renacentista.
Son muchas las cosas que tendría que comentarte. Solo te diré por ahora que sentí en tu libro algo de la dialéctica secreta entre una soledad melancólica que vuelve y una promiscuidad atrevida y cosmopolita, que de otro modo también se da en mí.
En Todavía es encantador el bajo de fondo de cierta alta cultura, pero afinada sin cesar por el silencio humilde de un cielo con vencejos. Y también esa atención constante a los entornos, a un paisaje terrenal que tal vez no cabe en ningún libro: los wagnerianos atardeceres madrileños con sus ocres y lilas, con su azul cobalto. Sí, pasear con amigos, cenar con ellos es una de las formas de sentirse vivo.
Y después tantos nombres que me importan, la silueta frecuente de Manuel y la de los amigos que están «para protegernos de nosotros mismos». Tantos nombres que no identifico, pero que resuenan. Sobre todo, por en medio, una vida anónima que sigue latiendo. Mantienes a lo largo de esas páginas un militante calor hacia la literatura y, sobre todo, hacia cualquier cosa que se cruce con signos, que en el fondo es lo mismo que la literatura.
El dios de las pequeñas cosas, los paseos, los amigos, las cenas, los pequeños manjares y las lecturas. Cierto, en el hombre maduro hay más niño que en el joven. Y menos melancolía. Te hablaba antes del contraste, como de otro modo ocurre en mí, entre esa presencia tuya jovial e irónica, y una seriedad metafísica escondida, que no te deja. Ambos ya tenemos canas y cuitas y, sin embargo, aún siguen nuestras vidas por hacer. Por siempre, hasta el último minuto. Como dices, los jardines se hacen con la ruina de los años.
En la época de las estrategias provocativas de la identidad, tu libro es un emocionado agradecimiento por tantas vidas, por tanta vida. Y oír a alguien que nos diga en nuestro desconsuelo: «Hijo mío, hijo mío». Y los petirrojos, la continuidad del verano, las nubes cárdenas y sus vencejos. «Algún día no estaremos, pero los amigos seguirán juntos».
Como ves, no hago más que deletrearte. Este antiguo aspirante a Hegel, cada día más rilkiano, ha encontrado en tus semblantes de nuestros padres enfermos, mudables como el mismo tiempo, en atender al primer murciélago que trae la oscuridad, incesantes variaciones tonales de un instrumento musical que me interesa, la caja de resonancia de la vida más común.
Nada más, Sergio. Como dices, quien ama permanece, a veces bajo los vencejos que cosen y descosen los cielos. En el presente hay demasiadas cosas para que nos sea dado descifrarlas. Gracias por recordármelo. Gracias también por ayudarme a afilar la vida como un lápiz y copiar al dictado.
Un abrazo,
Ignacio
O Picón, 1 de noviembre de 2021