Con unos ingredientes iniciales de comedia, el autor de Los lunes al sol nos mete gradualmente en un enredo en el que ningún giro estará excluido, ni el drama de enloquecimiento celoso, ni la lujuria desbocada ni un despido laboral que te quita además los hijos. Es cierto que todo bascula en torno a la compleja personalidad de Julio Blanco (J. Bardem), a medias humana a medias perversa. Tiene algo así como sentimientos, entre paternales y viciosos, pero llegado el caso él siempre puede decidir la «amputación» (sic). O poner una bala escondida para equilibrar el fiel de la balanza que simboliza a su empresa. Sin embargo, el resto de los personajes no se quedan muy atrás en su condición patética. Con el servil Fortuna (C. Bugallo) y Miralles, hombre de confianza del patrón y amigo de la infancia (M. Soto), con la adorable becaria Liliana (A. Amor) y el inolvidable vigilante metafísico (F. Albizu), pasando por un inteligente empleado magrebí (T. Rmili) que cuesta un poco encontrar en el reparto, Fernando León nos quiere atrapar en una comedia cada vez más negra que empuja continuamente a la disyuntiva neuronal entre la risa y la desolación. Al final, y esto también sorprende, León provoca un cierto hartazgo, un poco de tristeza y un aburrimiento cansino. Para ser solo cinco días los que se narran, la trama acaba resultando fatigosa en una constante filigrana donde nada del mundo del poder debe redimirse del mal.

Se comenta la soberbia actuación de Bardem y sus compañeros de reparto. ¿Y qué, al servicio de qué? Estirando hasta el límite una nacional cultura cainita que hace mucho condena al empresario a la maldad vocacional, León se recrea demasiado en el sadismo inteligente y emocional de ese poderoso jefe provinciano. Blanco, buen jefe paternal que vende balanzas industriales y juega hasta el infinito con la idea de equilibrio, al final lo logra comprando a casi todo el mundo. Excepto al iracundo contable despedido (O. de la Fuente), figura poco verosímil de un empleado tan resentido que no acepta ningún chantaje. ¿Es él, bordeando lo histriónico, el único representante del heroico proletariado de antaño? Preocupante.

En esta historia no se salva nadie, como si la codicia del universo empresarial, entreverada con deseos de poder y pulsiones lascivas, no dejase a ninguno indemne. Liliana, preciosa en su timidez inicial y su enamoramiento, se revela después un osada harpía vengativa. Miralles, que ha abusado un poquito de su subordinada, enloquece de celos hasta arrastrarse. El orgulloso encargado marroquí que se ocupa de los camiones de ventas, uno de los personajes mejor dibujados, no tiene finalmente reparos en aceptar las prebendas del jefe. La mujer de Blanco (S. Almarcha) tampoco es inocente, pues hace mucho que ha decidido no ver ni oír. Por veredas cambiantes, todos pisotean a todos. Excepto quizá el vigilante de la entrada y su «rima asonante», que casi simpatiza con el contable despedido que insulta a su jefe. Y parcialmente Fortuna, impresionante en la mezcla de admiración, temor y asco que siente hacia su patrón.

La historia está muy bien hilada, con una orfebrería entre cruel e hilarante que a veces desciende a detalles insólitos. Las variaciones expresivas de Bardem, en el papel de un Julio que es a la vez un amo temido y un esclavo resignado de sus pasiones paternales y sexuales, deja en pañales cualquier complejidad meteorológica del cambio climático. La escena final, con un Julio Blanco colocando junto a Fortuna la ansiada placa de Excelencia Empresarial, cuando por un momento le cruzan la cara las sombras de pérdida que ha costado esa carrera de cinco días, resume la paleta de matices de la que es capaz este actor. Y no solo él. Hasta el aire de perro feo e infeliz que tiene el hijo delincuente de Fortuna, un poligonero que también termina mal, está muy bien dibujado.

El problema, un poco deprimente, es que este envoltorio brillante vira una y otra vez en torno a un tópico español, la maldad insuperable de los patrones. La inmoralidad de Julio es el centro, la moraleja inicial y final. Frente a esa mente despiadada, doblemente perversa porque no carece de humanidad y algunos sentimientos, todos los otros son unos mindunguis, incluida la ágil Liliana y el descarado encargado magrebí. En última instancia Blanco sabe aprovechar los reveses provocados por su carácter en beneficio de su imagen personal y la de su empresa, que finalmente consigue el codiciado título regional de excelencia. A nadie le importa que bajo la balanza de la justicia se esconda una bala que hace trampas para equilibrar el fiel.

Vino nuevo en odres viejos, pues. El progresismo aplaudirá a rabiar esta cinta que acaba por colocar otra vez el mal fuera, en las víctimas y verdugos de un putrefacto universo empresarial que parece no ser el nuestro. Para algunos, sin embargo, la comedia de León acaba cansando en este desmenuzamiento de un omnipresente padrino cínico que no tiene nada que ver con nuestra moral correcta de clase media. En el fondo, demasiado fácil. No hay genio de actuación, y Bardem lo tiene, que pueda compensar un perfil basado en los lugares comunes de una opinión inerte, que se libra de la quema al señalar el mal en los otros.