«Preguntas sobre Sexo y silencio de Pedro Ferrández».
Somos unos paletos ante el secreto, y eso nos convierte en sexualmente impotentes.

¿Es Sexo y silencio el libro más difícil que has escrito? No lo sé, es posible. Tal vez tenga para mí y para nosotros la dificultad de lo que es corporal, impúdico e inmediato. Detrás hay un largo recorrido, una antigua lluvia mojando -valga la metáfora- un terreno empapado. Aunque el libro fue pensado en pleno invierno pandémico, en cierto modo para compensarlo, sufrí mucho. Tuvo el tormento, digamos, de hacer un libro donde, más aún que en otros, te implicas mucho personalmente, repasas tu vida entera, todavía con más turbulencias de confesión que en los anteriores. Esto no quiere decir que se trate de un libro autobiográfico. Por el contrario, pocas veces he realizado un esfuerzo así por ser descriptivo, realista y «sucio».

¿Tanta «libertad» actual nos impide detenernos, ponernos límites, educar? Rotundamente, sí. Hemos inventado la represión perfecta. Nada hay más autoritario, precisamente por sus sendas oblicuas, que la suavidad de los mimos, el estrago anímico al que nos condena la ausencia de límites, de muros y de prohibiciones. Hoy todos los miedos nos los meten doblados. Desde que se ha inventado esta flexibilidad uterina, estamos perdidos. Nos hemos convertido en un público cautivo gracias a una obscena libertad de expresión que permite a nuestra frustración estallar un poco todos días. La mala educación es el arma atómica de los pobres. En manos de especialistas, el sexo se ha convertido en la válvula de seguridad de una olla colectiva siempre a punto de explotar. Somos esclavos de vocación mayoritaria, pero con múltiples efectos especiales minoritarios, para exhibir en los escenarios de la visibilidad. Además, según dice la prensa, como a las otras culturas «no liberadas», prisioneras de tradiciones milenarias, les va mucho peor, nos conformamos con nuestro estado larvario. Mortecino, pero seguro. Y con el confort de pantallas planas a la vista, también con procacidades sexuales.

¿Nos hemos pasado en no querer parecernos a nuestros padres? Injuriar, satanizar el pasado es la primera forma de nuestro racismo. No solo las culturas exteriores, de Rusia a Irán, son horrendas. Además, nuestros padres eran unos maltratadores heteropatriarcales. Nuestras madres, unas víctimas de su propia ingenuidad, reducida al silencio. Menos mal que hemos llegado nosotros, lectores de Derrida y de Judith Butler, para redimir a la humanidad de una lacra de siglos. Simone Weil, Handke y Zambrano, a la vez, se partirían de risa ante esta nueva Inquisición. Plagada de ademanes inclusivos, medicina puntera y prestigio trans, se permite el lujo de condenar al atraso a dos terceras partes de la humanidad.

¿En el porno hay sexo? Claro. E imparable. A pesar de su frecuente bazofia estética y anímica, no hay forma de evitar que el erotismo se infiltre incluso en los escenarios más diseñados. La sexualidad, las pasiones y el erotismo se cuelan incluso a través de los prostíbulos más perfectos, las agendas informativas. En cada noticia, por falsa que sea, se puede infiltrar una gota de verdad carnal, aunque sea de modo oblicuo.

¿Es el porno al sexo lo que el ruido a la música? Básicamente, eso es lo que defiendo, aunque amo un ruido del mundo que es la antesala de su silencio. La pornografía es muchas cosas, algunas de ellas muy interesantes. Pero también es un sistema de represión genial. En cierto modo, obedece a nuestra entera inquisición interactiva, depilada y transparente. Represión por movilidad, actividad frenética, visibilidad, penetración, tamaño, abundancia de fluidos… Es el universo puritano del estruendo, teledirigido contra el reposo enigmático de los cuerpos y sus relaciones. El porno debe tapar una verdad muy incómoda para nuestra ansiedad de penetración: aquella verdad, conocida por los aventureros del afecto, según la cual el sexo es fácil y el problema está en la relación, en la permanencia de los vínculos. Pero en este plano somos hoy, como niños de provincia estrenando un juguete luminoso, completamente mojigatos.

Silencio, intimidad, erotismo y seducción. ¿Pueden ser sinónimos a lo largo de Sexo y silencio? Lo son. Lo son en las turbulencias a las que nos arrastran. Lo son también en el odio que suscitan en una sociedad que teme a lo inseguro, lo no diseñado ni elegido, como si fuera la peste. Nuestra bendita sociedad del bienestar teme al silencio como si fuese el diablo. Por eso el erotismo y la sexualidad decaen, aunque la pornografía informativa se empeñe en demostrarnos lo contrario. Somos unos paletos ante el secreto, y eso nos convierte en sexualmente impotentes. Pues la seducción decae cuando la oscuridad decae. Nuestro desarme moral ante el mal nocturno de vivir, a pesar de las provocaciones de nuestros ídolos de diseño, no tiene parangón con las sociedades «profundas» de antaño. Siendo más tradicionales, mantenían el erotismo vivo a través de sus rituales telúricos.

¿Se puede tener buen sexo sin tener buena relación con la vida y con la posibilidad de desaparición? Me cuesta creerlo. Venimos de la cópula con una noche plagada de contingencias: la casualidad de que mis padres se conociesen y se gustasen aquella tarde; la lluvia que vino después, regando los campos; el sinfín de influencias odiosas y amables que más tarde cayó sobre mí… Etcétera. Quien no asuma el umbral indecidible del que procede su intimidad, ¿cómo va a amar a otro? ¿Cómo amar a otro si uno no soporta la sombra de sí mismo? Sexual y platónicamente, lo veo imposible.

¿Es esta una mala época para sentir? Todas las pocas son malas para sentir. Tal vez una época, sobre todo si es moderna y creyente en la razón, es una organización determinada para separarnos del sentir, de ese sentir que amenaza con llegar a la cabeza y tomar la palabra, cambiando nuestras percepciones. Eso solo se le permite a los poetas, a los cómicos, a los youtubers, a las prostitutas. Pero ya se sabe, ellas y ellos son los bufones de nuestra Corte republicana, la dulce excepción que confirma el absolutismo integral de nuestra corrección democrática. Vivimos bajo un régimen de pensamiento que ha prohibido existir, pensando con un órgano distinto al policial cerebro. Por eso el romanticismo barato triunfa a partir de las siete de la tarde, cuando el resto del día ya está encauzado por una brújula feroz que desangra todo lo que sea corazón. ¿Exagero? Probablemente, pero con la intención de señalar una verdad oculta muy simple: la inquisición horizontal, disfrazada de sonrisas inclusivas e inteligencia emocional, que ha desangelado nuestro mundo. Cada tres horas, el escándalo que inunda nuestras pantallas es el adorno virtual de un mundo real donde nada traumático debe ocurrir.

¿No te parece que es la política el primer órgano pornográfico, ayudado por el amplificador de los medios? ¿Es la repetición incesante de la misma noticia un manifiesto de una sociedad pornográfica? Sí, me temo que lo veo así. Una simplificación penetrante, similar a los cuerpo depilados en el porno, guía la información. Hemos encontrado en la pornomiseria informativa, según la cual el resto del mundo es un horripilante infierno lleno de víctimas, la justificación de nuestra miseria moral. Después de cualquier telediario, nuestra corrupción de clase media parece simplemente la nueva normalidad que hay que adoptar y defender.

¿Podrías hacer algún comentario sobre esa afirmación tan intempestiva de la naturaleza impolítica de la sexualidad? Qué se le va a hacer. No menos por la izquierda que por la derecha, odiamos todo lo que no sea político, esto es, convertible en datos, orientaciones y réditos ideológicos. Se ha dicho de vez en cuando que la ideología se ha convertido en sustituto de la religión, aunque sin la elegancia de aquellas iglesias de entonces. Posiblemente en este punto, como en tantos otros, Marx se ha quedado muy anticuado. Él no podía imaginar hasta qué punto la economía política sería el nuevo opio. Y no precisamente del pueblo, sino de las nuevas élites correctas que quieren encauzarlo y desarraigarlo de «barbarie».

¿Es Sexo y silencio una vieja canción de amor con intérprete nuevo? No me molestaría que fuese así, haber solo hecho otra versión de una vieja saga de lances amorosos, riesgos y decepciones. A la vez, creo que hay elementos muy nuevos en este libro, frente a la literatura clásica sobre la sexualidad. Obsesionado con una inmanencia terrenal que solo se expresa carnalmente, Sexo y silencio no solo va más allá de Foucault y su preocupación central por el poder. Creo que hay a lo largo de estas páginas una crudeza rosada, una mezcla de ponderación y vello, que puede ofender a algunas almas bellas de la nueva metrópoli, empeñada en dejar atrás la mugre del pasado. Por el contrario, Sexo y silencio intenta mostrar en lo primitivo de nuestras pasiones lo más vanguardista e inteligente de lo que somos capaz.

¿El amor y la contabilidad o la matemática se llevan bien? No, no creo en la estabilidad de esa pareja. No creo en la potencia erótica de los algoritmos. Hay en el amor una fuerza de irrupción pasional que dificulta mucho nuestra obsesión económica por la seguridad. De hecho, más de una vida contemporánea -no solo masculina- se ha salido de su cauce de normalidad, y de las seguridades de su bienestar consumista, al amar demasiado, sin estrategia. Es posible que incluso en nuestra cruzada actual contra la prostitución haya algo del viejo resquemor de la moralidad e higiene urbanas contra las sendas perdidas por donde se adentra el sexo. Cuando se nos habla de un amor seguro y saludable, se quiere extender el aburrimiento que hemos convertido en norma civil también a los espacios privados del afecto y el sexo. A veces parece que nuestra cultura desea también desarraigarnos por dentro; no solo de la tierra, también de nuestras vísceras. Nadie sabe cómo acabará la pugna actual entre las pasiones naturales y el puritanismo tecnológico de la automatización. Por lo pronto, si los afectos, el amor y la sexualidad parecen estar en retirada, aunque inyectados de hormonas y dejados casi a los especialistas de la noche, parece debido a la penetración de la economía en el cuerpo saludable de un individuo que tiene en la Sociedad su Dios.