Lo que sigue es la transcripción, con una nota añadida, de la entrevista radiofónica de Miguel Vázquez Freire a Ignacio Castro sobre el libro En espera.
Es de agradecer que el diálogo transcurriese con la máxima cortesía, cuando las dos posiciones filosóficas son probablemente muy distintas.

MVF. Tu libro se llama En espera. Entiendo que sugieres que, en esta amable sociedad del bienestar que invita a una felicidad hedonista y superficial, los poderes nos sitúan en una permanente espera de algo que no se sabe bien lo que es, pero que en cualquier caso nos desprovee de auténticas expectativas creadas por nosotros. Cito de tu libro: «Es lo real lo que está suspendido, en suspenso, en una vida que debe quedar para mañana. Para aplazar lo real, nuestro ambiente debe tomar la forma de una amenaza incierta, una especie de esperanza negativa que justifique el estado de espera». Para comenzar nuestro diálogo, te invito a que prosigas esta idea, desarrollándola.

IC. Nos pasamos el día amenazados por catástrofes que justifican nuestro encierro. Esta es una sociedad amable y sonriente en la que la felicidad es un horizonte diario casi obligado. El poder, en aras de tal obligación saludable, nos sitúa siempre en espera de una mañana que nunca llega. Pienso que lo real, la existencia mortal que constituye a la vez la única inmortalidad posible de cada quien, está suspendida en función de ese horizonte de dependencia. Se trata de una falsa interdependencia que sigue en manos de los expertos, una nueva casta sacerdotal que nos dirige, amenazándonos con mil peligros. Vivimos en una sociedad de esclavos del mañana, bajo una especie de arresto domiciliario portátil que poco tiene que envidiar a las viejas dependencias del pasado. A pesar de tantas llamadas a la inmediatez, pocas veces fue tan difícil vivir en presente el famoso carpe diem de los latinos. En modo vibración, vivimos rodeados de un reemplazo perpetuo de alternativas que dificulta al máximo respirar el momento, tomar distancias con este cortoplacismo neurótico para sentir y pensar por cuenta propia. Lo que los poderes buscan es que el individuo esté interminablemente estresado, emplazado a la siguiente entrega en la serie social que nos envuelve. Esto quiere decir que la moderna separación capitalista, la alienación que preocupaba a Rousseau, Marx y muchos otros -incluidos Arendt y Heidegger- ha pasado a ser ligera, portátil, líquida. El pequeño relato es en este aspecto un genial ardid de nuestra razón histórica, pues ha logrado una separación molecular, fundida con la piel de nuestros deseos. La alienación se ha hecho hedonista y espectacular, proporcionándonos cobertura de paso que nos sentimos libres y nos expresamos ruidosamente. Esto dibuja un panorama que me parece inquietante, una prisión que se confunde con la multiplicidad de la diversión diaria. El escándalo incesante del entretenimiento virtual hace llevadera la precariedad real de nuestras vidas: si todo es precario, excepto el horror de los otros, nada lo es. Argumento en este libro que vivimos una especie de violencia perfecta donde la víctima goza de un ambiente sin paredes tangibles. La república de la visibilidad, con su alta definición, ha sumergido en registros invisibles la violencia que nos anula. Es imposible separar el triunfo de las nuevas tecnologías de un distanciamiento real, de una alienación móvil y veloz. El resultado es que la gente, al menos en el entretenimiento que rellena el tiempo muerto, no siente límites por ningún lado, pues vivimos rodeados por la madre de todas las paredes, un poder social que se confunde con la imagen flexible del tiempo. Vivimos en el útero de un esencialismo normativo que logró fundir el poder del viejo Estado con, por así decirlo, la anarquía hedonista de la vida civil. Es lo que Deleuze llama estatismo continuo. No me parecen nada inocentes las nuevas formas de ubereconomía horizontal que se han puesto en marcha. Han logrado que las nuevas jerarquías de la identidad, el maltrato al que nos someten, sean invisibles.

MVF. Tu libro, me parece, va a contracorriente de muchos lugares comunes que rodean al pensar, que también está en los ciudadanos. Así, si lo que se advierte, casi por todos los lados, es una preocupación por la seguridad y la protección, y eso es lo que se demanda del estado, tú te rebelas contra esa actitud del ciudadano-infante, que siempre está lloriqueando a los pies de «papá estado». Cito de nuevo: «Tendemos a un ideal de seguridad, el más peligroso del mundo, que consiste en no dar la vida por nada, ni siquiera por una propia existencia que hemos depositado en consigna«. De nuevo, te pido que seas tú quien prosiga esta reflexión.

IC. Me rebelo porque tal seguridad, esta inter-dependencia que se nos vende como panacea, en absoluto opera sin coste político, en una tarifa plana anímica o existencial. Las personas que ponen «en consigna» social su independencia y sus decisiones soberanas están abandonando el único territorio, necesariamente clandestino, desde el cual pueden ser libres. Creo que es así de sencillo. Vivimos en medio de una heteronomía inyectada a golpe de sonrisas, aplausos enlatados y espectáculo barato. La coacción del miedo a ser señalado está siempre detrás. Pienso que hasta el venerado Kant se asombraría de esta obediencia, del endeudamiento mental que se ha introducido en el ciudadano medio. En espera intenta una reversión de este panorama usando algo así como una subversión de Marx en el vientre de Nietzsche. ¿Por qué? En realidad, no vivimos solo bajo el dictado de la economía. Por debajo está toda una metafísica, el dogma de una circulación infinita que promete convertirnos en nuevos dioses –Just do it!-, aunque encadenados en red a una elite de expertos que nos vende, para mañana, una tierra prometida. Por supuesto, eso nunca llega -su esencia es no llegar- y ni siquiera es una tierra de ningún tipo. Más bien es la ilusión envenenada de liberarnos de la gravedad terrenal y de una humanidad exterior que consideramos infecta. Es esta promesa irreal de eliminar el dolor, y separarnos de la antigüedad elemental de vivir, la que nos enferma. Intento dar armas mentales para resistir este estado uterino de cosas, ayudando a que se pueda volver sobre nuestros pasos para que la existencia cualquiera pueda tener, otra vez, la última palabra. ¿Es esta idea necesariamente escandalosa? Solo a partir de un regreso a la soledad mortal puede haber comunidad. Si una mujer o un hombre no afrontan su zona de sombra, lo único intransferible que nos hace humanos, todo lo que nos queda es el espectáculo de la «interdependencia», sedante virtual de un inconfesable aislamiento real. La circulación interminable, este imperativo de actualización que aparentemente nos hace contemporáneos de clase media, nos condena también a ser súbditos de la radiante religión civil y su casta correcta, sin sangre en las venas. En este punto, muchas ideas de Marx están dramáticamente anticuadas. Es preciso meterlas en la batidora de Nietzsche para que adquieran un filo cortante y liberador.

MVF. Hay en tu crítica a este orden social asfixiante un equívoco que se puede suscitar en el lector, una confusión que yo diría que es análoga a la que se derivó de ciertas lecturas del Foucault teórico del biopoder. Algunos interpretaron un, para mí inexistente, giro foucaultiano individualista, casi neoliberal. Justamente tú te adelantas a esta posible interpretación cuando, por un lado, dices: «Cada ocupación, también el crimen, tiene un carácter social y terapéutico. Realmente, la especie que está en indefectible proceso de extinción es, valga la paradoja, la especie individuo«. Enseguida haces esta otra precisión: «El éxito individualista también supone una salida (exit) del ser individual, el de la soledad común». E insistes: «Del mismo modo que el narcisismo, que se tolera o se estimula en cualquiera, el individualismo es la forma psicológica de lograr que cada cual se aferre a una identidad definida e ignore su más potencial fondo de duda, aquello que le hace común y lo puede convertir en cualquiera«. Me gustaría que contribuyeras una vez más a escapar de cualquier equívoco respecto de esa posible interpretación individualista de tus palabras. Como acabo de citar, no creo que sea el tipo de ser individual que quieres reivindicar.

IC. Primero, creo que el individualismo no es el demonio. Si lo es, es un diablo que recorre de parte a parte el conjunto de nuestra cultura, también en sus variantes de izquierda. Por debajo de las proclamas socializantes está siempre el despotismo de la ambición personal y partidaria, su estrategia autista. Ahora bien, si Foucault fue víctima del anatema individualista, qué me puede esperar a mí. Lo tengo más bien crudo. Foucault es un comunitarista nietzscheano. Un comunista post-nietzscheano o como queramos decirlo, pero no tiene nada que ver con el individualismo que nos ha inundado. Precisamente él critica, bajo el título de biopoder o biopolítica, una feroz normativa de insularización vital, médica y narcisista, que entra en los tejidos de la carne individual y nos convierte a todos en hologramas parlantes, en epítomes personalizados de una obediencia inmanente. Muy lejos de esto, Foucault propone un tipo de comunidades de subsuelo o de plebe, comunidades ocasionales que no tienen nada que ver con esta fiebre luminosa por las identidades empoderadas y reconocibles. Mi libro intenta prolongar, en una cruda actualización que quizá Foucault no entendería, su pasión por un pueblo que falta. No lejos del Baudrillard que ironiza sobre el teórico del biopoder, En espera critica un capitalismo violentamente alternativo, una cultura de rotación rápida que genera una nueva y desarmante verticalidad, pues late oculta en una ilusión horizontal. No existe lo comunitario más que episódicamente, en virtud de la fuerza ocasional de alianzas singulares. Nuestra horizontalidad media es completamente demagógica, pues su interconexión viene solo después de un inmisericorde aislamiento de los seres. La energía obscena de nuestra comunicación proviene de una comunidad desarraigada, liquidada de raíz. El narcisismo del aislamiento identitario es la base del espectáculo social del reconocimiento. Solo se puede sumar masivamente átomos aislados, neutralizados: es nuestra soledad la que comunica, expresándose a gritos. En espera defiende un regreso a la penumbra común que nos hace humanos y permite que se funden comunidades opacas que no tienen que rendir cuentas a ninguna transparencia, aunque se presente como encarnación democrática de Dios. ¿Qué es lo común? Lo que proviene de una desgarradura o una fuerza de irrupción, un golpe en la mesa de nuestra eterna siesta. Un golpe que puede ser de humor, por ejemplo, muy alejado de nuestro formato obsesivo de la violencia. Si lo es, la fuerza de esa irrupción -ese acontecimiento de Badiou que al progresismo político le cuesta tanto entender- es de una violencia fundadora, afirmativa. Pero claro, estamos a años luz de esta senda, ya que por casi todas partes se niega el descenso a una existencia que es intransferible y, por lo mismo, enérgicamente comunitaria. Defiendo un progresismo, pero no político sino existencial, un progresismo «agnóstico» que no necesita otra meta distinta a que la vieja vida común y mortal prosiga, con los humanos hermanados a lo real de la tierra. ¿Es esto pedir demasiado?

MVF. Cito de nuevo tus palabras: «El anuncio continuo de la catástrofe, inminente a la vez que externa y futura, es la tapadera ideal para olvidar la catástrofe que somos nosotros«. Continúas más adelante: «Coincide con la aversión ya ‘global’ hacia todo lo difícil, lo lento y oscuro». Cuando leo estas palabras y más adelante veo cómo denuncias esta sociedad de la diversión que trata de escapar inútilmente de su temor al aburrimiento, al tedio infinito, no puedo dejar de evocar a Pascal, la reflexión pascaliana sobre la diversión como forma desesperada de intentar huir de la condición inevitablemente mortal de todo ser humano. Supongo que también puedes encontrar aceptable la analogía con la figura de Pascal.

IC:  Sí, Pascal y muchos otros humanistas alientan cerca de mi libro. Cuando En espera critica esta catástrofe global inyectada, publicitada a diario para que no veamos la debacle antropológica que está en marcha en nuestras interioridades arrasadas, me encuentro cerca de pensadoras y pensadores muy distintos, que no se sentarían en la misma mesa. Pascal, Heidegger, Weil, Sartre, Arendt y muchos otros han avisado con acentos diferentes de la dialéctica infernal que mantenemos entre el espectáculo mundial, su propuesta obscena de salvación, y una inconfesable soledad personal. Se dijo en distintos sitios que el llamado calentamiento global es el efecto de rebote de un insólito enfriamiento local. En este punto En espera tiende hilos de complicidad con muchos nombres que, desde perspectivas laicas o religiosas, han levantado la voz de alarma ante la aversión creciente hacia lo lento y oscuro, en aras de una fe cuasi religiosa en el dios de la transparencia y la homologación. Una vez más, Nietzsche fue el adelantado crítico de esta fe contemporánea que amenaza con dejar en pañales oscurantismos y dependencias de antaño. Estamos ante una especie de feudalismo ligero y veloz que nos convierte a todos en siervos voluntarios de un horizonte plano de salvación integral. Me parece que no exagero del todo cuando, junto a otros, advierto del peligro de este esencialismo occidental de hoy en día.

MVF. Con todo, debo decir que percibo en tu crítica una radicalidad en el rechazo a la democracia en la que vivimos, radicalidad en la que incluyes la descalificación de la ciencia, el laicismo, el feminismo e incluso los derechos humanos, es decir, todo lo que constituye el núcleo mismo de la democracia en la que vivimos. Esto me hace preguntarte si no te preocupa la coincidencia de tu crítica con la agenda de la ultraderecha en este momento, que también incluye la crítica de cuanto tú criticas.

IC. No. Vamos a ver, Miguel. Mi libro no es «radical», critica más bien la radicalidad del sistema, el despotismo emocional en el que vivimos. En espera utiliza de fondo una sabiduría de abuelas. Es solo «radical» en este dogma adelgazado y móvil en el que vivimos, una especie de integrismo de la flexibilidad infinita. Mi libro tiene un trasfondo humanista que le permite citar a nombres muy distintos en la crítica de este -digamos- totalitarismo disperso en el que se han transformado las democracias. Zambrano, Ortega, también Jünger y personas que no se sentarían cerca de él, como Simone Weil, pueblan estas páginas. No critico «la» democracia, ni «la» ciencia ni «el» laicismo, sino la conversión de todo eso en una nueva ortodoxia intocable. La simple repetición del insulto «negacionista» significa que vivimos en un afirmacionismo histérico y positivo, un dogma que es terrible porque se pasa la vida buscando herejes. No hace falta leer a Chomsky, ver las cintas de M. Moore o deletrear a Gore Vidal. Antes y después de Hiroshima y Vietnam, las democracias han sido de una extrema crueldad en los cien países que hemos arrasado. Sin ir más lejos, el Canadá cool de Trudeau, en connivencia con la derecha neoliberal autóctona, ha extraído más oro de México que España durante siglos. Tomemos esta despiadada agresividad exterior como un índice de la violencia normativa y psíquica que se ejerce día a día sobre el ciudadano medio, cada día más comunicado virtualmente y más mudo realmente. Critico con detalle esta violencia política «perfecta». Por lo demás, no me preocupan las posibles coincidencias extrañas de mi libro. Me preocupa la consecuencia más que probable, la total indiferencia con la que va a ser recibido en un universo progresista de paz falsa donde se ha prohibido que la sangre salpique la limpieza de nuestras pantallas planas. Que me llevasen a la hoguera tal vez no me molestaría tanto, pero creo que no va a ocurrir. Hoy a los herejes no se les quema, pues el humo molesta: se les silencia. Las posibles lecturas de mi libro no son, por lo demás, cosa mía. Una vez publicado, cada lector -tú mismo- tiene todo el derecho a hacer la suya. Si alguien de la extrema derecha, cosa que dudo, tiene la generosa valentía de leer este libro, adelante. Un día u otro tendrá que saber que En espera es una crítica despiadada, al estar movida por una antigua piedad, de un orden político también despiadado cuya propuesta de salvación metafísica rechazo en bloque. No «radicalmente», pero sí con una ironía oblicua. No me preocupa coincidir con Trump u Obama en que la tierra es redonda o en otras verdades elementales que hasta el tonto del barrio pueden suscribir. No hay ningún peligro serio de coincidencia con ninguna facción extrema del universo político. Podría decirse también que mi libro mantiene coincidencias con Debord y los situacionistas, con el Comité Invisible, etc. Y eso también es cierto, pero a la vez no lo es. Sí y no, porque hay en En espera un fondo trascendental y humanista que lo acerca y lo aparta al mismo tiempo de distintos pensamientos críticos. En muchos aspectos, tengo que ver con Badiou, Baudrillard, Foucault y Deleuze. Pero casi todos ellos, como buenos franceses, mantienen una relación ilustrada con la tierra, con el Deus sive natura espinosista. que está muy alejada de mis presupuestos. En espera tiene buena relación con una religión intuitiva que está en todas partes, también en un ateísmo sensible. En resumen, no pienso que este libro, ni ninguno de los míos -semejantes quizá en campos paralelos-, sea asimilable a ningún extremo del espectro político. Más bien pasará desapercibido por un planeta que, por «radical» que sea, respira ciego y sordo ante lo real, con esta indiferencia política que hoy es el auténtico dogma triunfante*.

MVF. Ahí va la última pregunta. Hay una cierta percepción, que yo tengo como lector, de una búsqueda de la diferencia que se sitúa con un acento dominante, frente a esa otra dimensión que mueve a la filosofía desde siempre, que es la búsqueda de la verdad. Esta búsqueda tiene obviamente una cara dogmática, que tú criticas como imposición de lo verdadero como único, pero también tiene otra cara -entiendo que es la que tú pretendes- que es el reconocimiento de que la búsqueda incesante que no va a tener nunca una conclusión cerrada que justifique esa pretensión dogmática. Pero claro, en la aceptación de esa segunda cara, que yo presumiría que es la tuya, el diferencialismo te lleva en un determinado momento a hacerle una especie de juego al lector en el que le dices que incluso con aquellos autores que tú sigues, como J. Coupat, Tiqqun o el Comité Invisible, también de ellos tienes que reivindicar la diferencia. Y claro, la pregunta que esto finalmente me suscita a mí es ¿no existe ahí el peligro de olvidar la búsqueda común de la verdad? Porque en la búsqueda común de la verdad aparece, o debe aparecer, tanto la diferencia como la coincidencia.

IC. De acuerdo contigo en esas dos caras de la verdad. Pero esto es lo más difícil del mundo. ¿Qué es la verdad más que aquello que nos divide? Siembra comunidad al precio de poner delante de nosotros algo difícil, oscuro e inestable. No es solo un capricho popular esa idea de que la verdad es triste. De ahí que huyamos de ella para entretenernos con la opinión, que siempre circula y genera fácil compañía. No es tan raro que la verdad nos deje un poco solos y nos haga peregrinos, prometidos o condenados -según se quiera ver- a otra posibilidad, un poco agotados y obligados a partir de nuevo desde cero. Se dijo alguna vez que nómadas son los que se aferran a una región central que no cabe en ningún sitio. Esto tiene siempre connotaciones de teología negativa. Uno puede conectar con voces muy distintas y al mismo tiempo no quedarse ahí, no casarse con ellas «hasta que la muerte nos separe». Deleuze decía que es parte de la fidelidad a los clásicos la traición. Y para Valente irse es, llegado el caso, una forma extrema de permanecer. Aparte de esto, Miguel, los nombres con los que me asocias, Coupat o Tiqqun, son algo limitado en relación a ciertos grandes del pensamiento, se llamen Platón, San Agustín, Leibniz o Nietzsche. Ellos no son susceptibles de formar una escuela porque nos invitan siempre a partir, a seguir caminando. Lacan es una cosa, profundísima, viva y cambiante. La vulgata lacaniana es otra historia, mucho más repetitiva y tediosa. Tal vez por esto Foucault decía que tras la última imagen de Hegel, en la que creemos apresarlo, nos espera otro Hegel más problemático todavía. Al fin y al cabo, amamos a ciertos pensadores no por lo que dijeron, sino por lo que hicieron, reventando la imagen que la historia tenía del hombre y de una época.

*Agradezco la franqueza brutal de esta pregunta, más todavía cuando otros la pueden pensar sin formularla. Nadie tiene la culpa de que la izquierda le haya dejado a la derecha emblemas que antes eran suyos, intrínsecos a una resistencia libertaria ante la nivelación capitalista. De acuerdo en que los extremos se pueden acercar peligrosamente. Pero también el «centro» de nuestro sistema es un extremo, una radicalidad que se acerca siempre a la coacción, a veces al terrorismo de estado, en ocasiones al tedio infinito o al espectáculo obsceno. En todo caso, mi libro trata precisamente de una legalidad democrática que, presentándose como inclusiva e inocente, es violentamente normalizadora. La estadística de suicidios, la depresión crónica y las enfermedades que se extienden -por no hablar otra vez del cáncer- son el síntoma de una violencia correcta que está sumergida en el primer plano, tras las violencias groseras -estatales e individuales- fácilmente localizables. No sé si la extrema derecha aplaudiría mi simpatía por todas las culturas exteriores que tildamos de atrasadas y despóticas. Si lo hace, es su problema. Por lo demás, ningún pensador, se llame Marx o Nietzsche, Weil u Ortega, tiene la culpa de los efectos que pueda provocar, que hasta ahora -en mi caso- ha sido aproximadamente ninguno, tanto por la derecha como por la izquierda.