A pleno pulmón, como los tísicos

 

Son inevitables las repeticiones en este texto, pues hay cosas tan difíciles que han de volver cien veces para que las creamos. No importa si tal o cual idea no es exactamente fiel a la intención del autor de Todos los días. Importa que esta lectura corra en paralelo y dé lugar a un encuentro. Para que eso ocurra, hubo que escoger y acentuar en una larga maraña.

 

Destituyendo al sujeto para que acontezca lo real, la poesía es la verdad, la ciencia paradójica del ser único, trabajando el instante donde ocurren las cosas. De ahí su estatuto cultural tan equívoco. Por una parte, venerada por la imaginería popular. Por otra, condenada por las élites a las afueras de la ciudad, encerrándola en esa jaula dorada de unas veladas íntimas que han de suceder un poco antes de la noche. ¿Para que el dormir reparador la convierta en un sueño que no contamine la industria del día?

 

El poeta se hace preguntas secretas, el filósofo se hace preguntas secretas. Todo el mundo se las hace, con más o menos discreción, con mayor o menor disimulo. Por miserable que sea, no hay hombre que no sepa algo del dios de las preguntas sin respuesta.

Quiero aprender cada día a considerar como belleza lo que tienen las cosas de necesario. Desde la maravillosa y poco frecuentada frase de Nietzsche que abre este libro, el poeta lucha por no abandonar la profunda y ancestral noche que late en el día. Lucha por no abandonar el día a su suerte, al poder de una usura calculadora que nos quiere separar del peligro y del alma de las cosas, de todo lo que es frágil, humilde y mortal. En este sentido, hay en Todos los días el imperativo moral de no dejar nada fuera del molde con el que encaramos el mundo. Ningún tedio sin dios, ningún anonimato sin su pequeña gloria.

 

Es de suponer que a eso se refiere la inicial promesa de tener que «unir la muerte con una inesperada ceremonia de inauguración». El cansancio sube, el presente es incurable, pero este libro se resiste a una profundidad que no se reencuentre con la superficie, con una luz diurna jamás reconciliada consigo misma, con ninguna de sus imágenes oficiales.

 

«Al final de la tierra veremos, sin añoranza, el principio de la tierra». Para que esto ocurra, el poeta no se recrea en la facilidad de la queja, en un ámbito de experiencia triste y oscura que no haya de volver a la crudeza del día. Tal vez la repetición de imágenes de cierta antigua sabiduría está al servicio de un cierto retorno, de ahí que este libro tenga poco que ver con la obsesión, habitual entre los intelectuales, de buscar un refugio. Una tarea constante de Carreño parece ser no abandonar la comunidad más vulgar, impolítica y sin ideología.

 

Como si el bien solo consistiera en la fatalidad del mal por fin abrazado, apurado hasta las heces. Frente al político, que busca líneas de separación que nos permita realzar un particular nosotros, el poeta sigue resistiéndose a abandonar ninguna maleza, ninguna criatura, ningún demonio.

 

En tal aspecto, Todos los días busca una épica que pueda con el estrés, envolviendo la angustia de la lucha neurótica por la supervivencia. Liberándonos del temor de la vulnerabilidad, de la marginalidad, de un temor económico continuamente inyectado, este libro nos llama a confiar en el poder del infierno, al menos, del desierto que nos sigue. Como si el feroz universo contemporáneo no hubiera en realidad perdido nada: ningún peligro, por tanto, tampoco ningún dios posible.

 

Estamos entonces ante el antiguo imperativo ético de lograr no tener nada importante contra nadie, como si nada humano nos fuera ajeno. Por eso el poeta no cede al hechizo del lenguaje refinado, al chantaje de la belleza pura. Busca una y otra vez que sus palabras vuelvan a la riada común del sentido, a la textura incierta de días compartidos, sin necesidad de ninguna conciencia que nos salve. El no saber es lo que nos une.

 

Lograr la cuadratura del círculo, la reconciliación del industrioso día con el vértigo de las tinieblas. Basta con perseverar en nuestra inevitable necedad para encontrar un modo suficiente de sabiduría. Tal reconciliación es cualquier cosa menos fácil, estable o placentera. Por el contrario, nos obliga a estar el día entero en el gimnasio de la incertidumbre. En la medida en que busca lograr ser cualquiera, confundido en la común soledad, este libro no nos separa de la plebe.

 

De un modo entre tierno y acerado, Todos los días sostiene un materialismo del misterio que nos une, también con los insectos. Nada inhumano nos es ajeno. No obstante, Carreño se empeña en que esa emoción del encuentro no desdibuje las necesarias precisiones. Tenemos dos manos, y una y otra no tienen por qué estar de acuerdo, ni latir al unísono.

 

Entre ambas, el resto es adivinar el presente, este laberinto de lo cotidiano. El futuro vendrá por añadidura. Ciertamente, todo lo intelectual es un juego de niños comparado con esta tarea ímproba de habitar lo extraterrestre de la tierra.

 

La necesidad de no abandonar el peso y la necesidad de no abandonar el vuelo, esa fascinación de los animales que flotan y consiguen una vista de pájaro. Ocurre como si el poeta se empeñase en el trabajo de invertir la soledad desde dentro, la gravedad desde dentro. En lograr una inocencia, una virginidad, que consista en acoger dentro el entero tormento de la materia, sin nada libre de sus llamas. Una purificación a través de la impudicia. Y una vieja leyenda: los elegidos son los abandonados, los que han caído y no han podido elegir.

 

También una recreación incesante de la creación, como si viviésemos en el primer día del universo. El Edén es esta crudeza del limbo, solo que vista, oída y cantada desde sus entrañas, como si nada se hubiera dicho antes. Todo es eterno desde su caducidad incorruptible.