Conmueve la perplejidad progresista ante los abrumadores resultados madrileños, pero este asombro depresivo proviene en parte de un narcisismo cuyas gafas ahumadas impiden ver lo que es obvio. No solo en Madrid, la gente está harta, muy cansada y queriendo volver a vivir. A pesar de la fácil repetición del tema del coronavirus en los medios, la población ha acabado sintiendo muchas otras pandemias: las restricciones a la vida y a la libertad de movimientos, el paro, el aburrimiento y la tristeza, la ruina económica… Los bares no son en España solo «pan y circo», que ya no es poco, sino también uno de los escenarios antropológicos donde se organiza la vida común, afectiva y económica. Si no hay terrazas, ni bares ni cafeterías, la gente tampoco toma un taxi, no va tan fácilmente de compras, no se divierte y discute de deporte y política, no hace negocios ni emprende tantas iniciativas. Tampoco, por supuesto, se desahoga después del trabajo, a la salida de un estrés laboral que esta bendita sociedad de mileuristas ha llevado hasta niveles de paroxismo.

 

En medio de este panorama los progresistas se ha centrado en ser la policía del Covid, sumándole a eso la corrección de los temas minoritarios en boga. El signo común de la nueva izquierda es cierto engreimiento elitista, una vanidad propia de privilegiados urbanos que desprecian todo cuanto sea feo, tosco, inculto, poligonero, conservador o popular. Fijémonos en la evolución de los líderes de izquierda en este país, incluso sin salir del PSOE. De Alfonso Guerra, Tierno Galván, Leguina, Bono y Pérez Rubalcaba, con las enormes diferencias patentes entre ellos, median abismos hasta Zapatero y Sánchez. No solo había en los primeros una fuerte visión del Estado, ausente en los segundos, sino también otro nivel de formación humanista y política. Ante todo, con sus mil errores, había en la anterior generación una sensibilidad hacia lo popular que para nada se encuentra en esta última. Los actuales líderes socialistas giran obsesivamente en torno a la agenda previa y selectiva de temas punteros que, para ocultar su incapacidad en lo común, deben avalar el sello de calidad de su corrección progresista. Ocultando su impotencia ante los retos clásicos de un Estado, nuestra última izquierda ha encontrado en lo minoritario, y en una revisión vengativa del pasado, la forma de tapar su incapacidad ante el envite de una nación moderna que quiera ser algo más que una reserva turística. Lo mismo entre Anguita e Iglesias. En el primero, y en Carrillo, había un profundo compromiso moral y político con la elementalidad de las necesidades populares. En el segundo, poco más que sectarismo universitario adornado de rencor. En este punto se puede decir que la disolución de los antiguos comunistas en Podemos, disolución que no se hizo sin trampas y coacciones, es una parte significativa de la actual banalidad nacional.

Formada en la universidad, en el confort de barrios privilegiados o en la consistencia cuasi religiosa de la ideología (que también es otro barrio privilegiado), nuestra actual izquierda ha encontrado en la pureza de sangre de su empoderamiento, que en realidad no tiene principios, la única forma de justificar su marchamo progresista, despegado hace mucho tiempo de la inculta y sucia realidad. Como se ha dicho, Sánchez «ni siente ni padece», jamás se sale de un pulcro guion prescrito. Nadie se lo imagina llorando ante ningún cadáver. Y la gente, que no es tonta, acaba notándolo. Tanto o más que los errores de este gobierno en la «gestión» (palabra odiosa donde las haya) de la pandemia, ha pesado su manifiesta insensibilidad de casta.

No es la inmensa mayoría de la población la que se ha vuelto imbécil o se ha visto empujada a votar, no se sabe por qué misterioso hechizo, «en contra de sus intereses». Por el contrario, las terrazas madrileñas están llenas de gente de izquierda que aprovechó hasta la hora límite la liberalidad de Ayuso mientras, en un ejercicio descomunal de hipocresía, la tachaba de irresponsable. La verdad, Ayuso no parece una radical. Poco que ver con Trump, por poner un ejemplo. Simplemente, y esto desarma a nuestro progresismo clónico, permanece pegada a un vulgar (de vulgo) sentido común. Es esto a lo que ella llama «liberalismo». Probablemente no se pueda negar que ha cometido graves atropellos en el campo de lo público. Pero su gancho popular indica algo más, otra cosa, aunque no sea solo mérito de ella. La nueva soberbia de la izquierda digital ha despreciado en masa el aplomo popular de su empatía, la inteligencia elemental de su coherencia. Obrando así, los progres, que con frecuencia tampoco soportan libros incómodos como La trampa de la diversidad o Feria, le han servido el triunfo en bandeja.

Hay una España vacía, vergonzosamente abandonada. Sin solución de continuidad, hay también una España llena, sobre todo de sí misma. Llena de rotondas y de la inflación de los temas de género, con una preocupación por el heteropatriarcado que es importada de una elite globalista que vive muy lejos del «hambre y la esperanza» (Zambrano) de los pueblos. Sin ir más lejos, si más del sesenta por ciento de los jóvenes varones de la Comunidad de Madrid han votado al PP o a Vox, eso debe tener algo que ver con la presión que ellos sienten de una furia «feminista» que a veces parece sacada de una novela de Orwell. ¿O nos atreveremos defender que de repente, como en Andalucía, la gente se ha vuelto fascista?

Regalando continuamente argumentos a sus rivales políticos, Pablo Iglesias ha sido una parte clave del resultado madrileño. Y no tanto por los magros resultados de su partido, como por su papel de símbolo contaminante. Hasta el moderado Gabilondo, intuyendo el desastre socialista, le ha tendido puentes. Iglesias se queja, en parte con razón, de haber sido objeto de una campaña de acoso sin  precedentes. Pero él mismo ha crecido en la escuela del acoso, la agresión y el desprecio. Antes y después de los escraches en torno a su chalé en Galapagar, Iglesias protagonizó múltiples iniciativas agresivas. Sin remontarnos más atrás en la hemeroteca, recuerden solamente aquella maravillosa rueda de prensa, inmediata a su primera victoria electoral, donde llega a insultar, con una altanería monárquica, al mismo partido con el que decía querer pactar. Si Iglesias se ha convertido en el «chivo expiatorio» de esta nación cainita, y no Mónica García, ha sido porque él, martirizando a medio mundo, facilitó a fondo la labor de su propio martirio. Se ha ganado incluso odios entre los suyos. Y hay que recordar que ya antes, e incitados por él, hubo otros chivos expiatorios. Es tristemente ejemplar el caso de Rita Barberá. Ya sabemos que no era perfecta, pero fue acosada y derribada (incluso los suyos la abandonaron) hasta ser empujada a la muerte. Busquen en alguna esquina escondida el repaso que dos semanas antes de su fin le dedica Dani Mateo en el programa de Wyoming. Con una crueldad que recuerda a una ejecución sumaria, asistiremos a unos minutos que ya hacen presagiar su muerte. Esta nación está metida en un guerracivilismo (palabra que no existe en casi ningún idioma) que no tiene comparación con casi nada. Cierta izquierda exquisita tiene algo de responsabilidad en ello. No puede uno quejarse de «crispación» si antes, aunque sea con trajes y sonrisas impecables, se ha sembrado tanto odio.

Para terminar. Esta última izquierda se empeña en olvidar uno de los temas cruciales que ha dado una proyección nacional a las elecciones madrileñas. Se trata de la cuestión de la unidad del Estado: para no ofender, mejor no pronunciar de nuevo la palabra «España». Con sus muchos defectos, Guerra y González, Carrillo y Anguita, tenían el Estado español en la cabeza. El ninguneo al que le ha sometido la ambición de poder de Sánchez, después (hay que decirlo) de que el PP de Aznar y Rajoy le preparase ampliamente el terreno, ha sido otra baza que la izquierda le ha regalado a una mujer que no siente ninguna vergüenza de ser española. Ella, como millones de sus compatriotas, no está dispuesta a que esta vieja realidad común sea también «deconstruida».

Es de imaginar ahora la sonrisa despectiva del progresista medio ante estos argumentos elementales, que apenas tienen ideología política y que son compatibles con otra izquierda. Con una izquierda fuerte, socialdemócrata o no, pero libre de la inercia mediática del sistema. No obstante, esa probable sonrisa solo anunciaría la magnitud de las derrotas que vienen. Si la izquierda se empeña en dilapidar su patrimonio popular y nacional, alguien tendrá que hacerse cargo del legado que ella ya no recuerda. Lo más gracioso de la situación, y esto difícilmente será reconocido por ninguna de las partes, es que Ayuso ha triunfado usando a su manera una apuesta por la vitalidad y el optimismo, por el arrojo de vivir, que durante mucho tiempo fue una enseña de la izquierda. Es más bien deprimente que sus herederos, en este progresismo de diseño que quiere gobernarnos, se limiten a encerrarse en un discurso autista. En otras palabras, que oculten su traición a las urgencias populares con la repetición obsesiva de mantras de moda, sumados después a una memoria partidista del pasado.

Ignacio Castro Rey. Madrid, mayo de 2021