Es más que probable que el cine no naciese en principio para representar a la inculta tierra silente, a la vida en general, sino más bien a la vertiginosa acción moderna. ¿Es casual que uno de sus géneros clásicos sea el western? Glorificándola, el cine nace como un mecanismo para reforzar la endogamia creciente de la sociedad industrial, el antropocentrismo que le es implícito. Es el invento propio de un colectivo que cada vez más se mira y se interpreta a sí mismo, poniéndose enfrente la imagen especular que hace las veces de paisaje{1}. De ahí que acaso el cine sea, en conjunto, algo inevitablemente norteamericano, al fin y al cabo USA representa la versión más fluida (eso es el sueño del Nuevo Mundo) de la empresa occidental de despegue de la tierra. Al menos, recuerda Deleuze, el cine se hace norteamericano cuando toma como objeto el esquema sensomotor, esto es, la acción que establece la continuidad entre interior y exterior; así como el neorrealismo italiano nos presenta personajes que se hallan en situaciones que no pueden prolongarse en acciones{2}.

Film significa película, capa, velo (thin skin). Es difícil no relacionar esta palabra con el rocío caído de las luces modernas, bañando los objetos con una luz joven, libre tal vez de lentitud y dolor, del turbio vaho ahistórico que siempre ha alimentado la vasta presencia real. De cualquier modo, el cine fascina con la imagen antropomorfa de un orbe adelgazado, aligerado a medida de la necesidad moderna de romper con la sangre del pasado, con la densidad del presente{3}. La idea de enlatar lo pretérito, de filmarlo, está dirigida contra la persistencia bruta de su espesor en el presente. La película fotográfica aligera la realidad y su hondura, incluso las referencias literarias, como condición sine qua non para que después el cinematógrafo dinamice la totalidad de ese mundo. No parece por eso caprichosa la relación entre el cine y la circulación rodada{4}. En los dos casos, encontramos una exclusión de la profundidad que se asocia al mundo antiguo (sólo puede correr lo que es ligero). Si la propia fotografía periodística se mostró como movilidad estereotipada, y no precisamente como quietud, en íntima complicidad con esa congelación la «caja mágica» levanta la ilusión de que se puede reconstruir el devenir abandonado mediante la sucesión de instantes momificados de tiempo. Cortando la película de las vivencias en fotogramas aislados, dividiéndola, pegándola, montándola, el motor cinematográfico debe descomponer el día en planos manejables.

Por así decirlo, el cine sólo aparece cuando el hombre ya rodaba, sostenido por la fina película del tejido industrial urbano, dentro de un mundo que entrega una verdad socialmente plana, en primer plano, facilitando su bobinado en cinta{5}. La voz ¡Cámara! ¡Acción! ordena actuar para un guión pre-escrito, dentro de un escenario que determina la actividad de los hombres (es esto lo que impresiona el celuloide) en lo que, en el mejor de los casos, serán «exteriores» del estudio, una prolongación de su controlado microclima. Todo esto con un poderoso despliegue de medios técnicos y de lugareños que hacen de «extras». En suma, no solamente el cine es imposible sin un colectivo de masas, sino que filmar tiene también algo de bélico (Herzog reconoce que arrasó la pequeña aldea andina en la que rodó Fitzcarraldo). Syberberg insiste incluso en remarcar el carácter «cinematográfico» de la aventura de Hitler, de alguna manera en permanente rivalidad con la megalomanía de Hollywood.

Desde antes del cine, el entorno gregario conspira para convertir poco a poco el ojo en la primera prótesis habituada a discriminar, en un apéndice de la voluntad de poder y desarrollo típicamente occidental. Labor sin duda facilitada por los anteriores anteojos y prismáticos, por la fotografía, las gafas negras, la multiplicación de cristales y lentillas… De ahí que, al igual que la foto, en cierta forma el cine siempre es en blanco y negro. De idéntica manera que en éste no se le da la palabra al hombre más que después de haberle hecho pasar por la cuarentena de la mudez (y en ese sentido lo que después vuelve no es el lenguaje de la vida), tampoco el color retorna sin una previa travesía por el blanco y negro, por un pasaje que dejó en la nueva imagen la huella del encierro urbano, de la mutación industrial que cercó a la anciana Gemeinschaft de la especie. Este primer estrechamiento es el que hace deseable y comprensible el imaginario cinematográfico. Después de la sed del destierro, adviene el maná de la palabra. Según vimos en el mundo de la fotografía, si llegado el caso el blanco y negro no se ve, incluso resulta superior en expresividad al color, es porque representa mejor esa selección de planos y enfoques, de registros selectivos que constituyen la imagen moderna. El color llega más tarde como una variación del blanco y negro, de idéntica forma que el movimiento del cinema es una reanimación de los instantes muertos, museificados en la cinta de celuloide.

La tele-visión, fuego artificial del Norte descendiendo a las moradas, supone un paso más. En vez de la ventana que se abría al laberinto del lugar, las pantallas inyectan los signos de la publicidad económica en cada casa, movilizando el descanso de los hombres con el estruendo social{6}. De igual modo que la jornada laboral debe transcurrir en la oficina o en la fábrica, el tiempo libre debe ocuparse junto al receptor, prolongando hasta la privacidad el aislamiento de una comunidad terrenal que hace mucho ha enmudecido para los hombres desarrollados (cuando no se muestra abiertamente peligrosa). De alguna manera, las pantallas estaban preconcebidas en la vieja voluntad positivista de tener el colectivo técnico al alcance de la mano, con una potencia que partiese en dos la historia, que nos librase del pasado y su linaje de sangre, del temor de las sombras. Pero la televisión representa un salto en el imperialismo civilizatorio, algo así como una ilustración a domicilio, civilizando aparentemente la lejanía, pero en realidad poniendo toda la función higiénica de las Luces en la cercanía{7}.

Después del desencantamiento que lleva a cabo el capitalismo inicial, rompiendo los lazos del hombre con lo que Weber llama «cultura de los sentidos», adviene el reencantamiento del orden social resultante. Tras la gloriosa conquista de la tierra, Occidente encara la conquista de la interioridad, del cosmos privado, del alma y su imaginación. La «doble huida» (de la tierra al espacio y del mundo al yo) de la que hablaba Arendt se completa con la reanimación, socialmente asistida, del solipsismo resultante. Manejando señuelos de encantada distancia, las pantallas vuelcan su capacidad ilusoria en la proximidad, donde sigue latiendo una alteridad inquietante. Hemos visto en el dispositivo fotográfico que la información es un conocimiento subordinado a la separación, pues solamente con ésta funciona la economía aislativa del mensaje. Ahora bien, con la nitidez electrónica de la distancia (una pantalla con definición platónica, diría Nietzsche) se limpia lo más inmediato, prolongando en el antiguo nido de lo natal, sanguíneo e irracional, la labor de ordenada vigilancia intrínseca al sueño capitalista{8}.

En el fondo, la atracción de la televisión vive de lo que Benjamin llamaba «pérdida del aura» en lo real, una pérdida de densidad cultual (oracular, según Berger) en las apariencias, aquella fulguración de superficie que con frecuencia aún transmitía la instantánea en blanco y negro. Esa dignidad poética de la fotografía se ha perdido. Tanto el pensiero debole como la telepresencia sintetizan la repulsión tardomoderna a la sucia cercanía{9}. Ciertamente, entre nosotros practicamos una incesante limpieza existencial y tecnológica, pues sólo ella puede descender interactivamente a las peculiaridades de la privacidad, esto es, hacerse global{10}.

En cualquier caso, la televisión no es tanto un aparato determinado cuanto un paso más, formidablemente integrado, en la forma de cubrir la ambivalencia de una inmediatez cargada crecientemente de sombras para la humanidad de estas décadas. Clavada en los hogares, combinada después con el vídeo y el ordenador, la televisión representa la cinematografía del mundo, haciendo de cada ciudadano televidente un director-productor de su privacidad, de su personal aislamiento. Cine y vídeo cautivan en base a un mecanismo metafísico que cuenta el tiempo, lo graba y reproduce, lo borra y lentifica, lo acelera. El tipo de prótesis activas que son las cámaras generan una temporalidad propia dentro del tiempo general, un sucedáneo de tiempo vital, hecho a semejanza de la lógica postindustrial, de una cronología perfectamente controlable, reversible. Pero el motor cinematográfico, a diferencia de la televisión-vídeo, no podía llevar la movilización al plano más íntimo, aquel que se convierte en auténticamente social, planetario. Mientras el cine está emparentado con el motor y el fotograma aislable, con la película de duración limitada y eficacia más o menos «literaria», la televisión lo está con el continuum de la superficie electrónica, funcionando en silencio con antenas capaces de cubrir el firmamento las veinticuatro horas del día{11}.

No se explicaría el enorme desarrollo de la comunicación sin este beneficio anímico que garantiza. Los medios, en particular la TV como concentrado de todos ellos, debe proporcionar un cielo al nivel del «nihilismo» actual, una religión atea, plegada a los rápidos perfiles de la multiplicidad consumista. El pleno significado de la comunicación es lograr que la proximidad anónima no emita, que la indeterminación de una existencia sin causa externa (por eso mismo, sajada por el vértigo) no hable, reclamándonos ese proyecto único, sin antecedentes en lo conocido, que nos obliga a re-crearnos desde abajo{12}. Bajo este prisma, la lógica televisiva de los medios incide en el corazón de ese instante que tiende a susurrar en toda vivencia propia, ese lentísimo «tiempo muerto» que carga cada pequeño acontecimiento{13}.

Ante el extraño halo del devenir, la televisión representa un peldaño más en la escalada norteña por aislar higiénicamente la existencia, por asegurarla frente a su más íntima exterioridad. Lo televisual busca una superación (Aufhebung) incesante de la finitud con la máquina de guerra electrónica volcada sobre los segundos donde se dilucida la existencia, su indefinición, su libertad. Toda la definición de lo digital estriba en esto, en lograr una micro-causalidad que consiga encauzar la ex-sistencia. En el trabajo, ocupados; en el ocio, transportados. Por eso, tanto en la telefonía móvil como en la televidencia, la palabra clave es cobertura: a cualquier hora del día, en cualquier punto del mapa. La televisión es el representante doméstico de la gran pantalla occidental que hace siglos trabaja por reorganizar económicamente la sensibilidad, la recepción de lo inmediato. Es un medio de mediar lo inmediable (das unmittelbare), el abismo de la inmediatez{14}.

De ahí el brillo fascinante, cuasi evangélico, que promete poco menos que partir en dos la historia, dejando atrás de una vez el ancestral desamparo, la incertidumbre de vivir en esta tierra. Cuando está conectada allí donde se vive, sea atendida o no, se ofrece la garantía de un tipo de experiencia que no va a surgir con facilidad, una cierta clase de pensamiento que va a ser aplazado. Uno está amparado por el rostro proteico de un colectivo omnipresente, electrónicamente articulado, emitiendo al instante. Encendida, aun sin ser atendida, la televisión le da cuerpo a nuestra letanía social contra el demonio, que ahora es el silencio de las horas. En contra de lo que publicita a gritos, este dispositivo central de la comunicación está diseñado para poner la distancia por doquier, en primer lugar, en la más íntima cercanía. Para esto el televisor ocupa el centro de la antigua sala, organizando el flujo de los sentidos, de la memoria, del pensamiento. El nuevo poder ofrece este servicio impagable, y es normal que pretenda a cambio una adhesión sin equivalencias anteriores.

Anclando el poder gregario en cada casa, la pantalla se erige en el instrumento ideal de la comunicación, encargada de introducir el consenso colectivo en lo diario. Deleuze tiene razón al insistir en que, frente al cine, la televisión supone una oscilación de la balanza desde la creación, aún cercana a la desgarradura de la vida y a la experiencia literaria, hacia una función primera de cohesión social{15}. De hecho, masificando la producción cinematográfica, domesticándola, la televisión fuerza que el cine se parezca gradualmente a nuestra salita de estar. Películas cada día más fáciles, minisalas a media luz con estruendoso volumen publicitario, visitas al bar, palomitas de maíz y bebidas refrescantes recomponen el nuevo escenario de la proyección. Las nuevas salas de cine deben diversificar la oferta, señalando que en ningún caso se abandona la autorreferencialidad y que también el dominio cultural es ahí interactivo.

Es cierto que, a diferencia de la literatura (leer ya es un acto de decisión, una caminata, una pequeña travesía) el cine está escorado hacia el solipsismo y la no creación, hacia la ansiosa expectación que no emprende ningún viaje. Aún así, en el adicto al cine aún hay una relación con la bohemia literaria, con el fracaso y la tragedia (al respecto, es proverbial la melancolía del cinéfilo, ese ser pálido refugiado en la penumbra narrativa de las salas). En cambio, en el teleadicto se da únicamente la espantosa normalidad de un ser estadístico, semi-autista, sin relieve. No es sólo que el cine no tenga mando a distancia, que exija salir del hogar y compartir una sala oscura con desconocidos, sino que además, el hecho de que se proyecte misteriosamente desde atrás en una gran pantalla (en vez del envolvente tubo de rayos catódicos, cuyas imágenes nacen de dentro) dice algo acerca del exterior que está en juego, del riesgo relativo de uno y otro espectador. De alguna manera, el cine es sólo un símil (analógico) del enigma diario, pues se proyecta en la pantalla igual que la luz proyecta su épica en la tela del día. Frente a esto, la luz del receptor nace de un interior complejo que no expresa nada; es perfectamente endogámica, sin distancia interior y sin fondo de peligro. Justamente porque es una pantalla plana, se presenta sin nada detrás, con la neutralidad de una tecnología digital que sirve al ensimismamiento del consumidor. Por supuesto, también en la televisión puede darse el acontecimiento revelador (incluso allí «hay dioses»), pero lucha contra una velocidad interactiva que apenas deja espacio a la lentitud del exterior, a la soberanía de sus tiempos muertos{16}.

El último icono óptico y sonoro remite a las condiciones externas que se dan después de la Segunda Guerra, los espacios en ruinas o abandonados, todas las formas de merodear o de refugiarse que han sustituido a la acción. Poco a poco se pierde precisamente el reflejo del exterior, pues cada vez más lo que cuenta es la relación entre imágenes preparadas. Cómo insertarse, cómo deslizarse en ellas es entonces el problema, dado que el fondo de la imagen ya es siempre otra imagen y el ojo vacío una lente de contacto. La muchedumbre de imágenes nos devuelve una única imagen, la de nuestro ojo vacío en contacto con una no-naturaleza, la del espectador controlado que se halla ahora entre bastidores, insertado en el encadenamiento espectacular. El desarrollo de la televisión en cuanto tal, su competencia con el cine, se da en la medida en que lo generaliza y realiza efectivamente. Si aquí y allá nuestra cultura comunicacional buscaba en los nuevos medios un relevo para las funciones estéticas y noéticas, la televisión se acaba reservando por su lado una función consensual que impide de antemano cualquier relevo, apropiándose de la imagen y sustituyendo belleza y pensamiento por toda suerte de poderes de muy otra ralea.

A pesar de importantes tentativas que a menudo procedían de grandes cineastas, lo televisual no ha encontrado su especificidad en ningún objetivo estético, sino en una función colectiva de dominio, un reino del plano medio que rechaza cualquier aventura perceptiva en beneficio del ojo especialista. Hay una masiva formación (Bildung) profesional del ojo, un orbe de controladores y controlados que comulgan en su admiración por la técnica; por eso quizá es tan fascinante asistir a la elaboración en vivo de un programa. La audiencia social de la televisión, los concursos, el entretenimiento, la información, asfixian toda posible meta estética, que ha sido despojada de su profundidad. Aunque se trabaje con «exteriores», todo es estudio, «studium». En tales condiciones, la televisión es el consenso por excelencia, la identificación colectiva convertida en imagen. Por eso los contenidos se simplifican y tensan en función de este único objetivo de eficacia mayoritaria, reflejada en los índices de audiencia{17}. Se trata de una pantalla de la técnica inmediatamente social, que no permite ninguna des-sincronización con respecto a la doxa del momento. Es la sociotécnica en estado puro, su esencia metafísica anterior, pero ahora en cadena.

Jünger señalaba (¡en 1930!) que la libertad de aclamación, de modo parecido al antiguo circo, es lo que caracteriza a los nuevos medios. Detrás del carácter de diversión de los medios «totales», como la radio y el cine, dice, se esconden formas especiales de disciplina{18}. No obstante, en cuanto su «ideología» es sólo la del consumo, se trata de una disciplina compatible a la perfección con las oleadas del cuerpo democrático. Cuando se dice que la televisión «no tiene alma» se quiere decir que carece de suplemento, de profundidad frente a los imperativos empresariales de la comunicación (Deleuze nos recuerda de nuevo que si los concursos triunfan es porque reflejan el mecanismo de competencia interna de las empresas). La imagen se desliza siempre sobre una imagen preexistente… con lo cual pierde lo inimaginable que constituía su elemento. Se trata de ese estadio en el cual el arte ya no embellece ni espiritualiza la naturaleza sino que rivaliza con ella. Se da de una manera inevitable una pérdida del mundo… debido a que el mundo mismo se ha «hecho» cine, un cine cualquiera, doméstico.

En este punto es preciso volver a recordar un cambio técnico que sintetiza una mutación general. De la sociedad analógica a la digital se produce una metamorfosis fundamental. En lo analógico siempre se trabaja con el referente de un exterior a imitar, a reproducir, o bien a reprimir. La fotografía y sus paisajes, el cine y sus grandes exteriores, la música grabada en el estudio o en directo, la aguja que sigue el surco de vinilo (a su vez, impreso con el relieve de un sonido real) siguen este modelo. Lo digital, en cambio, trabaja sobre un «original» que a su vez ya es copia, o un simulacro de ordenador: la infografía, la televisión, el compacto, la mezcla del dj sobre la pista de baile operan sobre un material pregrabado, manipulado. El ideal de lo digital es actuar sin violencia sobre las formas individuales, sobre fantasmas a su vez clonados. Plegándose a la mónada individual, a la microfísica de los cuerpos atómicos, se pasa del capitalismo productivo al capitalismo especulativo (del oscuro topo a la brillante serpiente monetaria, al estado espectacular integrado), paso en el que la materia prima llega a ser la propia burbuja antropomorfa.

En cuanto a las formas de poder, nos mudamos de un sistema rígido que reprime, y posibilita así la rebelión, a otro flexible que simula plegarse a las formas individuales de vida, haciendo la rebelión prácticamente imposible. Lo digital, por tanto, simboliza un sistema integrado, sin oposiciones ni dualidad interna. Simboliza una sociedad encerrada en sí misma, ensimismada, poblada de simulacros de singularidad, de zombis. Una humanidad consumista está presta a ser consumida, arrestada en su hogar y moldeable por el sector servicios. ¿No tendrá este panorama algo que ver con el hecho de que toda resistencia se haya hecho exterior, tercermundista, milenarista, terrorista?

El resultado, más aún con las recientes ofertas digitales, es que la pantalla ya «no es una puerta o una ventana (tras la cual…), no es un cuadro o un plano (en el cual…) sino un tablero de información por el que se deslizan las imágenes tal si fueran datos»{19}. Imágenes sin el misterio de la imagen, podríamos decir, como ya se prefiguraba en la expansión del «studium» fotográfico. La televisión es la cinematografía del planeta entero, un cine que se ha expandido y ha perdido la conciencia de la exterioridad, de sus límites y su capacidad de asombro (no salimos a la calle al terminar la función, sino que pasamos a la publicidad o a otras tareas interiores). La ventaja televisual, en síntesis, se basa en su inserción en una ondulación previa. No hay ya un origen o punto de partida, sino un modo de ponerse en órbita, de «colocarse entre». Al fin y al cabo, lo que protege es la misma circulación de lo signos, que ha alcanzado una cobertura insólita.

La televisión es así el gran controlador de la velocidad social, un acelerador modulable. Apurando la rotación general de los signos, lentificándola, hedonizándola, interrumpiéndola, durante las veinticuatro horas del día, la televisión es como el equivalente psíquico de todo el sistema del capitalismo. En este aspecto, es el aparato que ayuda a vivir y a dormir en medio de este espacio tardomoderno precipitado en la fragmentación. En un sentido político esta función es clave, pues ofrece, desde dentro del aislamiento técnico, un sucedáneo de cósmica profundidad, un simulacro de elección y experiencia. Si la pequeña pantalla interesa tanto a los políticos es porque el poder (no «la derecha», sino esa fuerza tecnológica y dinámica que obsesionaba a Foucault, en la que hace tiempo participa de lleno la socialdemocracia) es hoy ondulatorio, si se quiere, microcorpuscular. No «represivo», sino «productivo», insertado en los discursos sin cesar individualizados del mecanismo colectivo{20}.

De la economía política a la libidinal se da la mutación de un modelo de socialización coercitivo, basado en la dureza del trabajo, a otro modelo más sutil y fluido, a la vez mental y cercano al cuerpo. Si podemos decir que en el tiempo de la «muerte de la ideología» la ideología del consumo se segrega con espontaneidad, no respondiendo ya a ningún instrumento particular (precisamente el consumo significa en primer plano el consumo de la distancia individuo-sociedad), la televisión juega hoy un papel central en esta espontaneidad de corte inmanente. Se ha señalado a veces que la globalización de la economía tiene el fin esencialmente político de orillar a la persona de carne y hueso, a los pequeños centros de decisión, estimulando la delegación progresiva en los que administran el misterio de lo planetario, que sólo unos pocos entienden. La complejidad macroeconómica potencia la resignación (igual que en la antigua Iglesia: «Dios lo quiere»), la conformidad general con el encierro doméstico, esto es, con la retirada espectacular y su suplemento de efectos especiales. Pues bien, si esto es cierto, lo es asimismo que la globalización económica supone su gradual conversión en imagen, es decir, un grado tal de acumulación mercantil que segrega la ficción de cualidad, un simulacro de mundo{21}.

La mundialización de la economía emana automáticamente imagen, es en sí misma imagen, icono superficial que integra el drama de la vida singular en lo plano y planetario. Lo global y la imagen electrónica tienen la misma naturaleza, que implica la conversión de lo disperso en una red conectada, en un programa sintonizable. Dicho de otra forma, la mundialización es el descenso local de la imagen, su conversión en un servicio individualizado. El tubo de rayos catódicos es el artilugio técnico de esa condensación de lo colectivo; de la anterior fragmentación expresionista (o cubista) de la figura se pasa a su reunión, al nuevo realismo de la pantalla hogareña; de las guerras mundiales pasamos a esta vigilante paz global. Acaso por eso, en tal época, la de «la imagen del mundo», no son necesarios mecanismos adicionales de ideología y el dominio tiende a fundirse con el deseo, regenerando constantemente los perfiles de las vidas que controla. La vieja alienación industrial se realiza de un modo tan profundo que regresa cargada de imágenes, haciéndose fluida, pura liquidez{22}. Se genera así, como desde dentro, el escenario social del espectáculo del cual el televisor es una especie de embajada; igual que el ordenador personal es una terminal de la red mundial de las conexiones.

Es este puro y simple fenómeno de acumulación separadora, un bienestar que nos aleja del malestar que parecía constitutivo de la modernidad, el que crea la virtual independencia de la nueva «superestructura», su fusión con la «infraestructura» en un solo plano. La economía se hace interactiva en la cultura del consumo, especula con la imaginación del sujeto, alimentando el parpadeo de los monitores en cada localización de la existencia. La superficie brillante y nítida, la definición creciente de las pantallas es significativa de una reunión de lo antes cuantitativo, fragmentario y mecánico, en un simulacro electrónico de cualidad{23}. De ahí las infinitas potencialidades políticas de una realidad virtual que permite al poder penetrar en la forma de la existencia. La cualidad integradora de la tecnología digital se corresponde con la fragmentación miniaturizada de la existencia en la reclusión doméstica{24}. La definición de las pantallas y la indefinición de una vida elemental que se aleja (sumergiéndose en los recovecos de lo privado, en toda clase de dobles fondos, en la consulta del analista), son dos aspectos de lo mismo. En primer plano, la singularidad vital pierde definición en aras de las pantallas… lo que también incluye las vidas estelares que funcionan como pantallas.

La TV es una suerte de concentración brillante de la lejanía, haciendo dividual al propio individuo{25}. El tele-dispositivo es la reanimación de la distancia industrial, el rellenado catódico de un vacío que está en la génesis del capitalismo pero que gradualmente, después de la II Guerra, pasa a estar más y más inerme. La estampa de cada casa-fortaleza aislada y armada de antenas, comunicada como una nave espacial en territorio extraño, es indicativa de las nuevas condiciones de la existencia. Es probable que la simple concentración urbana ya preparase las pantallas, pero el paso decisivo se da con la concentración doméstica a través del aparataje técnico. La mampara televisiva no es más que el símbolo de la Comunicación, de un orbe atómico interconectado. El colectivo técnico aparece ahí omnipresente y al servicio de un digitalizado aislamiento individual, una privacidad blindada, casi clandestina.

Esto es también lo que explica que los contenidos sean, en sí mismos, hasta cierto punto indiferentes (lo que importa es la forma: el medio es el mensaje). O también que, en masa, la tele funcione con una suerte de adicción que es su telón de fondo. Después de todo, el mito de «lo global» sólo puede mantenerse con la circulación incesante que no deja pensar, que impide pesar a la soledad. La televisión es por principio, frente a la unidad finita de la existencia, la infinitud de la equivalencia, la trascendencia «nihilista» de un imparable valor de cambio.

Notas

{1} «En resumen, el procedimiento consiste en extraer, de todos los movimientos propios de todas las figuras, un movimiento impersonal, abstracto y simple –el movimiento en general, podríamos llamarlo–, en meterlo en el aparato, y en reconstruir la individualidad de cada movimiento particular mediante la combinación de ese movimiento anónimo con las actitudes personales. Ese es el artificio del cinematógrafo. Y ese es también el mecanismo de nuestro conocimiento. En lugar de atenernos al devenir interior de las cosas, nos situamos fuera de ellas, para reconstruir su devenir artificialmente». Henri Bergson, La evolución creadora, Espasa-Calpe, Madrid 1985 (2ª ed.), pág. 267.

{2} Gilles Deleuze, Conversaciones, Pre-Textos, Valencia 1996, pág. 196. En otro momento, Deleuze recuerda la hostilidad de la industria norteamericana al neorrealismo. Gilles Deleuze, La imagen-movimiento. Estudios sobre cine 1, Paidós, Barcelona 1984, pág. 294.

{3} El cine existe porque la realidad pierde espesor, relegando a la soledad excéntrica del artista la memoria de la profundidad perdida. Ese espacio de cualidad negado, después debe volver en el film, precocinado, para ser consumido desde la seguridad de la fluidez presente. Para una muestra de cómo el mejor cine puede adelgazar el tempo de la literatura, nos sirve incluso la excelente versión de John Ford sobre Las uvas de la ira. Aun siendo una cinta magistral y cargada de poesía, ya la primera escena del viaje del protagonista en el camión que le recoge resulta seriamente cercenada.

{4} Virilio se ha referido con frecuencia a la potencia de conformidad del cine hablado, incluso a un «ojo movilizado en el desfile de secuencias». La vanguardia del arte contemporáneo conecta con el espectáculo de masas en el odio a la finitud, a las «voces del silencio», en el culto a una desaparición nihilista. Lo que viene después es el silencio de la masa de los corderos, un silencio convertido en mutismo. El fin programado de las voces del silencio de la presencia real acaece con el coloreado de las películas en B/N, en la sonorización de las mudas. La profundidad de la existencia, aún expresada en la pobreza del blanco y negro, muere a manos del estruendo audiovisual del color. Cfr. Paul Virilio, El procedimiento silencio, Paidós, Barcelona 2001, págs. 87-92.

{5} Para que uno actúe es necesario que cien no actúen. Esto, no sólo por la cuestión obvia de que hacen falta espectadores, sino sobre todo porque es necesario que la vida esté escindida, en cierto modo alejada de sí misma, para que algunos especialistas puedan volver a retomarla como una profesión y el público la contemple como algo raro. Esta cuestión, vinculado a la separación industrial, explica por qué (salvo excepciones) sólo en los países desarrollados hay un buen plantel de actores y un desarrollo de la industria cinematográfica. Igual que ocurre con el deporte, los buenos especialistas se forman en el exilio de la antigua comunidad.

{6} Cuando Hannah Arendt comenta que «nada podía ser peor» que la perspectiva, que ella divisa en el Occidente de los años cincuenta, de una sociedad de trabajadores sin trabajo, tal vez no podía imaginar la nueva división del ocio, la nueva productividad pasiva, puramente especulativa, que estaba ya en ciernes. Hannah Arendt, La condición humana, Paidós, Barcelona 1993, pág. 15.

{7} «En el Dasein está ínsita una esencial tendencia a la cercanía. Todas las formas de aumento de la velocidad a que hoy cedemos más o menos forzosamente, impulsan a superar la lejanía». Martin Heidegger, El ser y el tiempo, F.C.E., México 1951, pág. 120.

{8} Quizá la diferencia entre una economía especulativa, tardoindustrial, y una meramente productiva, estriba en esta manera de ocupar la plenitud del tiempo de los hombres, sin dejar tiempos muertos sin movilizar. El paso del sector industrial al sector servicios significa el acceso a una autorreferencialidad donde la primera materia prima es ya propiamente la existencia, todas las emanaciones del Dasein, dejando para los países atrasados el trabajo con un referente externo, con materias primas naturales.

{9} Cfr. Paul Virilio, Un paisaje de acontecimientos, Paidós, Buenos Aires 1997, pág. 42.

{10} «’El cine pone un uniforme al ojo’, afirmaba Kafka. Qué decir entonces de esta dictadura ejercida desde hace más de medio siglo por un material óptico que ha llegado a ser omnisciente y omnipresente, y que, a ejemplo de cualquier régimen totalitario, nos incita a olvidar que somos seres individuados». Paul Virilio, La bomba informática, Cátedra, Madrid 1999, pág. 38.

{11} Recordemos la añeja «carta de ajuste», cuando la televisión aún tenía un horario limitado. Ya entonces, con el cuadro fijo y la música, se trataba de empezar a ajustar todas las esquinas del día a una programación encadenada.

{12} «(…) solo nos parece moral un ánimo que antes de cada nueva acción ha de renovar el contacto inmediato con el valor ético en persona». José Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote, Revista de Occidente, Madrid 1970 (8ª ed.), pág. 20.

{13} El hecho de que tanto el cine como la televisión trabajen con determinadas unidades de luz por segundo indica que tienen en los segundos el ámbito de su poder. Auténtica máquina de guerra volcada en la percepción, sobre los segundos de experiencia donde se juega la posibilidad de la libertad, los multimedia deben suplantar el conjunto de la sensibilidad, el sexto sentido de los sentidos, por la mecánica audiovisual (en efecto, a lo digital lo sigue moviendo el motor).

{14} Martin Heidegger, «Como cuando en día de fiesta…», Interpretaciones sobre la poesía de Hölderlin, Ariel, Barcelona 1983, pág. 82.

{15} Gilles Deleuze, Conversaciones, op. cit., pág. 123.

{16} «No creo que los media tengan recursos suficientes o vocación de atender un acontecimiento. De entrada, muestran casi siempre el principio o el fin, mientras que un acontecimiento, incluso aunque sea breve, aunque sea instantáneo, continúa: además, buscan lo espectacular, mientras que el acontecimiento es inseparable de los tiempos muertos. No es que haya tiempos muertos antes y después del acontecimiento, sino que el tiempo muerto está en el acontecimiento: por ejemplo, el instante del accidente más brutal se confunde con la inmensidad de un tiempo vacío en el que se asiste a su acaecer como espectador de lo que aún no ha ocurrido, en un ‘suspense’ muy dilatado. El acontecimiento más común nos convierte en videntes, mientras que los media nos transforman en miradas pasivas, a lo peor mirones (…) todo acontecimiento tiene lugar, por decirlo así, en un tiempo en el que no pasa nada. No percibimos la largísima espera que está presente en el acontecimiento más inesperado. No son los media, sino el arte quien puede alcanzar el acontecimiento (…) Ozu, Antonioni. Precisamente en estos casos, el tiempo muerto no está entre dos acontecimientos, está en el acontecimiento mismo, constituye su espesor». Gilles Deleuze, Conversaciones, op. cit., págs. 252-253.

{17} «(…) lo novedoso de los nuevos medios es el hecho de que ya no dependen de ningún programa. Alcanzan su verdadero destino en la medida en que se acercan al estado de medio ‘cero’». Hans M. Enzensberger, «El medio de comunicación ‘cero’ o por qué no tiene sentido atacar a la televisión», Mediocridad y delirio, Anagrama, Barcelona 1991, pág. 84.

{18} Ernst Jünger, Sobre el dolor, Tusquets, Barcelona 1995, pág. 76. Según Sloterdijk, el modelo de control propio del humanismo y la lectura ha pasado. La coexistencia humana se establece sobre fundamentos nuevos desde la radio (1918) y la televisión (1945): «la síntesis social no es ya –ni siquiera aparentemente– cuestión ante todo de libros y cartas, el modelo amable de las sociedades literarias». Peter Sloterdijk, Normas para el parque humano, Pre-Textos, Valencia 2000, pág. 29. No obstante, si el humanismo tiene siempre un «contra qué», pues supone el compromiso de rescatar a los hombres de la barbarie, tampoco debemos olvidar que la nueva subcultura de masas es de ascendencia humanista. En este sentido, hasta los programas-basura siguen siendo cultura, una producción «intelectual». Y no es éste totalmente el punto de vista de Sloterdijk, quien no parece ver que las actuales «tendencias asilvestradoras» del hombre haya que inscribirlas dentro de nuestra tradición civilizatoria. Si el tema latente del humanismo es la domesticación del hombre, lo sigue siendo también en la nueva cultura de masas, tanto con medios «inhibidores» como «desinhibidores». Existe una complicidad profunda entre las dos tendencias, amansadoras y embrutecedoras. Es cierto que los romanos han proporcionado de ambas cosas los modelos decisivos para Europa (militarismo e industria del ocio a base de juegos sangrientos que anticipan el futuro), pero la «paradójica coincidencia de inhibición y desinhibición» no es sólo cosa del fascismo totalitario, sino que es el abc de la moderna sociedad de masas, como Heidegger adelanta desde Ser y tiempo y Adorno en 1944 con la Dialéctica de la Ilustración. Cfr. Ibíd., págs. 30-50.

{19} Gilles Deleuze, Conversaciones, op cit., pág. 125.

{20} Michel Foucault, «Verdad y poder», Un diálogo sobre el poder, Alianza, Madrid 1981, pág. 137. Una buena muestra de cómo en este punto se puede no entender nada, incluso se debe renunciar siquiera a intentarlo, la constituyen muchas páginas de Rorty. Véase en particular Richard Rorty, «Identidad moral y autonomía privada: el caso de Foucault», Ensayos sobre Heidegger y otros pensadores contemporáneos, Paidós, Barcelona 1993, págs. 272 ss.

{21} Guy Debord, La sociedad del espectáculo, Pre-Textos, Valencia 1999. Cfr. Martin Heidegger, «La época de la imagen del mundo», Caminos de bosque, Alianza, Madrid 1995, págs. 93-98.

{22} Por esta razón Agamben insiste en que el análisis de Marx debe ser completado, puesto que la alienación se ha arraigado en un sistema productivo-especulativo que tiene en la propia subjetividad su materia prima: «(…) la extrema expropiación del lenguaje llevada a cabo por el Estado espectacular (…) lo que impide la incomunicación es la comunicabilidad misma; los hombres están separados por aquello que les une (…) lo que nos sale al paso es nuestra propia naturaleza lingüística invertida. Ésta es la razón (precisamente lo expropiado es la posibilidad misma de lo Común) de que la violencia del espectáculo sea tan destructiva». Giorgio Agamben, Medios sin fin, Pre-Textos, Valencia 2001, págs. 97-98.

{23} «Lo gigantesco es más bien aquello por medio de lo cual lo cuantitativo se convierte en una cualidad propia». Martin Heidegger, «La época de la imagen del mundo», Caminos de bosque, op. cit., pág. 93.

{24} En efecto, lo espectacular comienza por una retirada, una fijación del espectador a su asiento. «El teatro normal busca asentar a los hombres y dejarles sólo la libertad de sus manos y voces». Elías Canetti, Masa y poder, Muchnik, Madrid 2000, pág. 22.

{25} «Esta sociedad, que suprime la distancia geográfica, concentra una distancia interior a modo de separación espectacular». Guy Debord, La sociedad del espectáculo, op. cit, § 167.