La guerra más estúpida y peligrosa del mundo. Ignacio Castro Rey

La guerra más estúpida y peligrosa del mundo

Texto publicado en Brownstone España
28 de septiembre 2025

«Las élites europeas se han enfurecido, la hostilidad sigue aumentando. Sus raíces son profundas. No se trata sólo de una rusofobia secular, sino también de la esperanza de vengarse de las numerosas derrotas sufridas a manos de Rusia, desde los tiempos de la batalla de Poltava contra los suecos (1709) y de la invasión napoleónica, que afectó a casi toda Europa. Aún más países sufrieron la derrota en 1945, cuando la inmensa mayoría de los europeos marchaban bajo las banderas de Hitler o trabajaban para su ejército. Durante mucho tiempo mostramos una nobleza que resultó ser miope, enfatizamos el papel de los pequeños grupos partisanos antifascistas, en su mayoría comunistas, cerrando los ojos ante el hecho de que Hitler contaba con el apoyo de decenas, si no cientos, de veces más europeos». Sergei Karagánov, Una mala ruptura con Europa (https://rafaelpoch.com/2025/09/04/una-mala-ruptura-con-europa/).

Una guerra tan estúpida que hasta Trump parece a veces darse cuenta. Por el contrario, los europeos la manejamos para tapar nuestras vergüenzas, desde las políticas antipopulares de la UE –teñidas de inclusión minoritaria– a la miserable complicidad con la matanza de Gaza. El odio a Putin encubre las caricias a Netanyahu. Mientras el supremacismo israelí machaca sin piedad Palestina, en nombre de la democracia y la lucha contra las tinieblas, buscando además la escombrera sobre la que edificar un lujoso resort libre al fin de palestinos, cierto progresismo sigue usando la comparación entre Rusia e Israel como si se tratara de dos potencias maléficas similares, merecedoras del mismo repudio. Nos equivocamos de manera vergonzante, unos y otros.

En esta línea de apariencias fatales, la última es que Donald Trump, partidario acérrimo de una solución final en Palestina, acaba de decir que Ucrania puede recuperar todos los territorios perdidos –e incluso «más allá»– con la ayuda de la OTAN. Evidentemente, como tantas veces, no se pueden tomar en serio estas palabras del empresario neoyorquino. Es imposible que sea tan cretino quien se acaba de tomar la molestia de reunirse con Putin en Alaska. De hecho, desde Moscú parecen seguir como si nada, en su paciente campaña militar y cuidando la relativa comprensión del último gobierno estadounidense. Como dicen los rusos, Trump es un «gran negociante» y su frase es un anzuelo más para conseguir ventajas comerciales en el terreno del gas y la venta de armas. Pero los actuales dirigentes europeos son tan ineptos que se lo pueden volver a creer, albergando ilusiones de infringirle a Rusia una derrota estratégica. Parecen haber olvidado que los rusos, como ellos mismos han insistido por activa y por pasiva, viven el actual enfrentamiento como un conflicto existencial de supervivencia. Las risas continuas de Kaja Kallas, responsable de relaciones externas de la UE, sugieren más bien que nosotros sentimos que está en juego sólo a quién le compramos el petróleo. Más, por supuesto, el futuro inmediato de Eurovisión.

«Repito, si alguien tenía dudas sobre la amenaza a la que nos enfrentamos, el ataque de todo Occidente en junio contra Irán, que utilizó a Israel como utiliza a Ucrania, debería hacernos entrar en razón. Antes destruyeron Irak, que se interponía en el camino de la hegemonía en Oriente Medio, luego Libia, y en 1990, incluso antes de Irak, violaron de manera ejemplar Yugoslavia. Hay que detener la revancha de Occidente. Antes de que sea demasiado tarde». Una mala ruptura con Europa.

En Europa no sólo padecemos unas concepciones maniqueas heredadas del puritanismo y su ferocidad palurda. Además, nos impide conocer el mundo actual y tomar en serio a Rusia el hecho de que llevemos demasiado tiempo destrozando con total impunidad países exangües. Recordemos que Palestina es sólo el último eslabón de una larga cadena. Aunque parezca increíble, puede ser que las mediocres cabezas que dirigen la Europa actual no sepan hasta qué punto con Rusia nos enfrentamos a algo absolutamente distinto a Irak, Libia, Yemen o Siria. La invasión rusa de Ucrania es actualmente la disculpa de unos preparativos bélicos que –con la vista puesta en cinco o seis años– son ya indisimulables. La amarga verdad es que, dirigida por Obama, la perfidia europea hizo en Minsk y en el Maidán todo lo posible para acabar provocando esa invasión. Desde los tiempos de Yeltsin soñamos con la partición de Rusia en cómodos trocitos (K. Kallas), igual que hicimos con Yugoslavia.

«La ira viene dictada por el resentimiento por las ganancias perdidas. Tras exprimir a los europeos del este y perder la esperanza de hacerlo también a costa de Rusia, los europeos occidentales, especialmente los alemanes, contaban con aprovechar las ricas tierras, los recursos y la laboriosa población de Ucrania. Estos cálculos se están frustrando ante nuestros ojos (aunque varios millones de nuevos trabajadores migrantes —refugiados— se han incorporado a la economía europea en declive). La razón principal de esta hostilidad sin precedentes es más profunda. Se trata del fracaso generalizado de las élites europeas y el estancamiento del proyecto europeo. Sus problemas comenzaron ya en los años 70 y 80, pero quedaron temporalmente ocultos por el inesperado colapso de la URSS y del bloque socialista (que tuvo sus propias causas internas), lo que liberó a varios cientos de millones de trabajadores baratos y consumidores hambrientos. Al mismo tiempo, se abrieron los mercados de China. Pero desde finales de la década de 2000, la inyección externa de adrenalina económica y moral comenzó a agotarse. Llegó el momento de pagar por la codicia de la burguesía europea, que desde la década de 1960 había dado rienda suelta a las multitudes de inmigrantes para reducir el coste de la mano de obra y debilitar a los sindicatos. El resultado es una crisis migratoria creciente y, por ahora, sin salida. Desde hace casi dos décadas, la clase media europea se está reduciendo, la desigualdad va en aumento y los sistemas políticos son cada vez menos eficaces. El golpe de la revolución estudiantil de 1968 a la educación superior, el predominio de la nueva corrección política en las ciencias humanas y, lo que es más importante, el hecho de que la democracia en condiciones normales conduce a una selección antimeritocrática, han provocado una acelerada caída de la calidad de las élites políticas». Una mala ruptura con Europa.

Que nadie se ofenda, pero es difícil no avanzar otra incómoda hipótesis adicional. La entusiasta incorporación de mujeres que nunca han disparado una carabina de feria a estos aires de guerra –mucho después de las adorables M. Allbright y C. Rice, tardaremos en olvidar a la enérgica Victoria Nuland repartiendo bocadillos a los fascistas armados del Maidán–, ¿no confirma que la percepción de Rusia como un peligro mortal para Europa y, a la vez, la ilusión óptica de poder derrotar militarmente a la nación de Tolstoi, proviene de una inmersión fatal de Occidente en la endogamia doméstica? En verdad, el día entero ante el televisor, con o sin palomitas, deja poco margen para un pensamiento estratégico.

Esta es una de las líneas argumentales de Karagánov: «La situación se agrava aún más por el ‘parasitismo estratégico’ que se ha instalado gracias a la prolongada paz, la ausencia de miedo a la guerra, incluso nuclear, y la pérdida del instinto de supervivencia entre las élites europeas y la población. Tres cuartos de siglo a espaldas de Estados Unidos, que en su constante confrontación con la URSS garantizaba la paz en Europa y reprimía la eterna hostilidad mutua entre naciones europeas, han agotado su capacidad de pensamiento estratégico y han llevado a un embrutecimiento casi total de las élites. Los pocos europeos que entienden lo que está pasando no pueden decir casi nada». Que le pregunten a Todd, por mencionar un nombre.

Atendamos a cómo razona este miembro destacado de una intelligentzia que está detrás, muy atrás del Kremlin, incluso seriamente enfrentado a él en la estrategia a seguir para asegurar la pervivencia de la patria de Pushkin. ¿Es Putin lo peor, seguro? Escuchemos entonces el modo de pensar de esa gélida Rusia profunda que un día, con Solzhenitzyn y otros, quisimos poner de nuestro lado, liberándola de la melancolía de la tundra para abrazar los radiantes valores europeos: «Recuerdo lo obvio, pero a menudo ocultado a nosotros mismos: Europa es el centro de todos los males principales de la humanidad, dos guerras mundiales, innumerables genocidios, colonialismo, racismo y muchos otros ‘ismos’ repugnantes. En los últimos años, el totalitarismo liberal [sic], mezclado con el transhumanismo, el lgbtismo, la negación de la historia y, en esencia, la antihumanidad». Como buen ruso, y además judío, ¿Karagánov exagera, miente incluso descaradamente en este diagnóstico? Es posible. Para confirmarlo, preguntemos sobre valores europeos a algún gazatí que todavía puedan hablar.

Quizá pocos de nosotros se atreverán a recorrer esas casi veinte páginas, plagadas de sorpresas, de Una mala ruptura con Europa. Primero, se trata de un intelectual ruso que no es enemigo declarado de Putin –aunque discuta seriamente su orientación–, y Rusia ha caído hace tiempo del lado del mal. Segundo, porque creemos –con una arrogancia típicamente europea que Karagánov fustiga– conocer de sobra a esa supuesta nación de tercera. Sería una lástima tal ausencia de atención, pues el artículo de Sergei Karagánov, demasiado espiritual para ser un simple halcón, está lleno de anuncios que nos interesan. Sobre todo si vamos en serio, tras Mark Rutte, Merz y Úrsula von der Leyen, en la idea de que un enfrentamiento con la Federación Rusa es moralmente inevitable y, por tanto, obligatoriamente victorioso.

Una de las primeras notas desconcertantes de Una mala ruptura con Europa es que no nos habla a nosotros. Ni le interesamos especialmente ni intenta ya convencernos de nada. Al tanto de nuestra sordera, el intelectual ruso se dirige sólo a la élite de esa quinta parte de la tierra que despreciamos. Karagánov declara incluso como un craso error –que ha alimentado nuestro engreimiento– lo que él considera una tradicional eurofilia de Moscú. Lejos de ese mantra de las élites rusas, Karagánov plantea rotundamente un «retorno a casa», al santuario helado de una Siberia que permita hacerse más fuertes y afrontar una posible guerra termonuclear. La que estamos preparando, por lo que parece.

¿Querremos escuchar, sólo una vez? «Es necesario por fin renunciar, al menos a nivel de expertos, a la tontería heredada de la época de Gorvachov y Reagan: la afirmación de que ‘en una guerra nuclear no puede haber vencedores y por tanto no debe desencadenarse'». No se lo pierdan. Mientras las élites europeas gesticulan ante el espanto totalitario que encarnaría Putin, Karagánov considera que es la tibieza de Moscú con Europa la que ha agigantado nuestra vanidad hasta niveles de megalomanía autista. Aunque este investigador reconoce que el injerto europeo en el tronco de la cultura tradicional rusa ha producido la «mejor literatura del mundo» y un poder científico y militar sin precedentes, a la vez ha debilitado a Rusia con falsas esperanzas occidentales. Además, según él, alimentó el embrutecimiento europeo con una arrogancia suicida: «No voy a seguir con la agradable (teniendo en cuenta la hostilidad de Europa hacia Rusia) enumeración de los numerosos indicios de una crisis compleja y global del proyecto europeo y de Europa. No hay nada de lo que alegrarse. Desmoronándose por dentro, las élites europeas ya hace una década y media tomaron el rumbo de exagerar la imagen de Rusia como enemigo mortal. Luego, con entusiasmo, se dedicaron a intentar infligir una derrota estratégica a través de Ucrania. Y ahora se han embarcado abiertamente en la preparación para la guerra, alimentando la histeria militar».

Así pues, en nuestra descalificación global de Rusia olvidamos una cuestión crucial: la gravedad de una disensión interna –no necesariamente a favor de nuestros intereses– que podría estar pesando en las deliberaciones del Kremlin. Aunque es respetuoso y persuasivo, Karagánov parece muy enfrentado a la élite moscovita en una cuestión clave: la «moderación» de la Operación Militar Especial no ha hecho más que alimentar la infatuación militarista europea. Frente a ella, y la amenaza para Rusia de una guerra interminable de desgaste, la guerra nuclear, a diferencia de lo que piensa Putin, no debe ser excluida como una guerra en la que «no puede haber vencedores». Si Rusia es tan uniforme como nos gusta creer, ¿qué opinamos de esta crucial diferencia que podría estar tejiéndose en las altas esferas? Karagánov no nos amenaza a nosotros, los occidentales, está sólo advirtiendo a los suyos de una ingenuidad que considera funesta.

Es obvio que Rusia no es una nación santa. ¿Las hay? No obstante, lleva décadas intentando hacerse oír entre nosotros. De un viejo racismo, de una eslavofobia reactivada en los últimos veinte años, no reciben más que portazos en la cara. Sobre todo desde que gobierna Putin, que tiene la mala fama de ser un patriota ruso. Precedido del fiasco de Minsk y la agresión armada del Euromaidán, muy anterior a la invasión de Ucrania y con 30.000 muertos de cultura y habla rusa que hemos olvidado, fue uno de los penúltimos.

Dentro de la dureza de su decepción, dirigido sólo a los rusos, el artículo de Karagánov ayuda a entender el riesgo que enfrentamos en la beligerancia con esa quinta parte de la tierra –el equivalente en geografía a lo que China representa demográficamente– que hace décadas nos empeñamos en despreciar. La propia administración estadounidense, tan fóbicamente antirusa con Biden, justificó el esfuerzo –o el teatro– del reciente encuentro de Alaska argumentando que estaban intentando negociar con la primera potencia nuclear mundial en el plano táctico y la segunda en el terreno estratégico.

A pesar de su comprensible alianza, Rusia tiene poco que ver con la enigmática y prudente China. Aun así, fijémonos en el aire de Starmer. Como buenos provincianos posmodernos, no sabemos ya nada de la nación de Turgueniev; nada de hasta qué punto son parientes lejanos nuestros, nos conocen y nos siguen admirando. Contra esta admiración, en una situación para ellos casi límite, reacciona Karagánov. No podemos ya entender a Chéjov, a Dostoievski y Sokurov. ¿Podremos admitir al menos que el supuesto enemigo, usando de otro modo nuestro bagaje espiritual y científico, puede destruir Londres, Berlín y París en unas pocas horas?

«En términos operativos y tácticos, por ahora estamos ganando, aunque a un precio considerable. Pero estratégicamente podemos empezar a perder. El enemigo cruza una ‘línea roja’ tras otra. Hablamos de respuestas ‘espejo’, que son una táctica puramente defensiva (…) Entiendo perfectamente que el uso de armas nucleares, incluso limitado, no sólo es peligroso, sino también un gran pecado. Morirán masivamente personas inocentes, entre ellas niños. Me imagino las angustiosas reflexiones de nuestro comandante en jefe. Sé que el escenario descrito hiela la sangre en las venas y una vez más provocaré una oleada de indignación contra mí. Pero esta parece ser la única alternativa posible a verse envuelto en una guerra interminable, aunque sea con interrupciones, con la pérdida de decenas y cientos de miles de nuestros mejores hombres y luego, de todos modos, con el deslizamiento hacia el Argamedón nuclear y/o el colapso del país. Hay que hacer entrar en razón a los europeos enloquecidos, quebrantar su voluntad de confrontación y detener el deslizamiento hacia la Tercera Guerra Mundial; hacia la que, olvidando las anteriores y sin haber recibido el merecido castigo por ellas, vuelven a empujar». Una mala ruptura con Europa.

El hombre que habla así ya ni siquiera se dirige a nosotros. Quien firma estas líneas, sí. Aun temiendo predicar en el desierto, todavía se siente en la obligación moral de hacerlo.

Ignacio Castro Rey. Madrid, 26 de septiembre de 2025


De qué hablamos cuando hablamos de amor. Taller de cine y filosofía on Line. Ignacio Castro

¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? Taller de cine y filosofía online

De qué hablamos cuando hablamos de amor. Taller de cine y filosofía on Line. Ignacio Castro

Queridos amigos,

tal vez el espanto que circula en la información hace más necesario que nunca propiciar espacios de encuentro donde las separaciones previas se suspendan y sea posible sentir y pensar de otro modo. Con esta intención hemos ideado el taller «De qué hablamos cuando hablamos de amor?». En cada sesión el calor de la palabra debe poder con la distancia de lo digital. ¿Nos ayudáis a intentar conseguirlo en común?

Un abrazo

¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?
Taller de cine y filosofía online.
Imparte Ignacio Castro.

Sesiones: Domingos consecutivos del 5 de octubre al 23 de noviembre del 2025. Entre las 18 y 20 horas (10 horas en México)

Más información e inscripción en: limo_producciones@hotmail.com


Una mala ruptura con Europa

"Una mala ruptura con Europa". Un artículo del profesor ruso Sergei Karagánov

Queridos amigos,

Bienvenidos a un curso que promete resultar inolvidable. Mientras explosiones sin fin convierten Gaza en escombros, seguimos usando alegremente la comparación entre Rusia e Israel como dos potencias maléficas que merecen el mismo repudio.

Atendamos entonces a cómo razona un miembro destacado de la intelligentzia que está detrás, muy atrás del Kremlin, incluso seriamente enfrentado a él. ¿No es Putin lo peor? Escuchemos pues el modo de razonar de esa Rusia profunda que un día, con Solzhenitzyn y otros, quisimos poner de nuestro lado, liberándola de la melancolía de la tundra para que abrazase los traslúcidos valores occidentales.

Temo que pocos de vosotros se atreverán a recorrer esas casi veinte páginas, plagadas de sorpresas, de «Una mala ruptura con Europa». Primero porque se trata de un intelectual ruso, que además no es enemigo declarado de Putin –aunque discuta seriamente sus tesis–, y Rusia ha caído hace tiempo del lado del mal. En segundo lugar creemos, desde una arrogancia europea que Karanágov fustiga, conocer de sobra a esa nación de tercera. Es una lástima, pues el artículo de Sergei Karagánov, demasiado espiritual para ser un simple halcón, está lleno de anuncios.

La primera nota desconcertante de «Una mala ruptura con Europa» es que no nos habla a nosotros, ni le interesamos ni intenta convencernos de nada. Al contrario, declara como un craso error –que ha alimentado nuestro engreimiento– la tradicional eurofilia de Moscú. Lejos de ese supuesto mantra de las élites rusas, Karagánov plantea rotundamente un «retorno a casa», al santuario de una Siberia que permita hacerse más fuertes y afrontar una probable guerra termonuclear.

«Es necesario por fin renunciar, al menos a nivel de expertos, a la tontería heredada de la época de Gorvachov y Reagan: la afirmación de que ‘en una guerra nuclear no puede haber vencedores y por tanto no debe desencadenarse'» (p. 12).

No se lo pierdan. Mientras las élites europeas gesticulan ante el espanto totalitario que encarnaría Putin, Karagánov considera que la tibieza de Moscú con Europa ha agigantado nuestra vanidad hasta niveles de megalomanía autista. Aunque este investigador reconoce que el «injerto europeo» en el tronco de la cultura tradicional rusa ha producido la «mejor literatura del mundo» [sic], y un poder científico y militar sin precedentes, a la vez ha debilitado a Rusia con falsas esperanzas. Además, según él, alimentó el «embrutecimiento» europeo con una arrogancia suicida.

Ya me contaréis, en el caso improbable de que os decidáis a probar este amargo billete transiberiano. Un abrazo,

Ignacio Castro


Después de la fiebre del oro

Querida C.,

No sé si esperabas de mí alguna respuesta o ya te habías olvidado, al estilo de una adorable velocidad comunicativa que no tiene memoria de nada. Lo cierto es que he hecho varios intentos con tu poemario: lo siento, no voy a seguir. Es muy posible que sea injusto, pero ¿qué más da? No te conozco de nada, ni siquiera entendí por qué me escribiste a mí, a mí precisamente; nunca aportaste ninguna razón. Y además, por encima de todo, las impresiones reiteradas que tengo de tu «poemario» son similares: brillantes frases, brillantes imágenes, poderosas metáforas, a veces… ¿Y qué? Falta un hilo conductor, algo sencillo y real que propongas vivir, algo verdadero que tengas que contar; imperiosamente, sin que sea posible eludirlo. Lo que me enviaste es una impresionante proliferación sin tronco, con continuos saltos que pasan de una cosa a otra, al estilo de tantas cosas que se ven por doquier. ¡Y por en medio, comom las chicas de 15 años, varias «q» en vez de «que»! Cuidado, no estamos en casa, ni en un chat. No debemos estarlo.

            Pareces seguir aproximadamente, perdona, esta teología de la diversidad que nos tiene tan entretenidos. Entretener a los que esperan, ¿no es eso? ¿A los que esperan qué? Lo siento, pero estoy en contra: la cultura es un asco si no está al servicio de otra cosa, de algo que no sea para nada «cultural». Disculpa, querida C., si soy más bien desabrido y agrio. Pero la verdad es que estoy agriado. Vivo así. Y lo que es peor, no me arrepiento del todo: no soportaría, en medio del asco que me rodea, ser además feliz.

            Sigo con tu poemario. La simple proliferación de puntos suspensivos indica que has enviado esto, pero muy bien podría haber sido otra cosa. Y como uno es muy rilkeano, la pregunta es: ¿podrías vivir sin ello? Y la respuesta, me temo, parece ser que otra vez que podrías: enviaste esto, pero podrías no haberlo enviado, o haber enviado otra cosa. Lo que importa, al parecer, es estar «en el candelabro»: sentirse visible, salir de la impotencia que nos cerca, emitir algo, dar «me gusta» desde el baño o el sofá favorito; escribir, hacerse notar, empoderarse… En suma, montar una empresita con los restos del mundo y de uno mismo, como tanta gente hace aprovechando incluso la desgracia de Palestina.

            No soy quién para decir si unos versos o una novela valen la pena o no. Sólo puedo decir, y perdona si soy injusto, que si se puede vivir sin ellas, si se pueden no hacer, la literatura o la poesía son perfectamente prescindibles…. Y lo más honesto, lo más literario incluso, sería no escribir. Mejor hacer otra cosa: crítica, filosofía académica, novelas de moda como todo el mundo… No te tomes esto como un juicio categórico: no soy nadie, tampoco para ti.

            A veces la poesía, precisamente cuando no se siente al borde del ridículo, no cuesta nada. Sólo se trata de ser un poco culta y encadenar palabras, frases, versos. Pero el resultado es con frecuencia, quizá es tu caso, un amasijo. Palabras y más palabras, imágenes y más imágenes. Grandilocuencia y más grandilocuencia. Además, para mí, hay en tus poemas demasiados años-luz, demasiados milenios y antepasados, demasiadas huellas hasta aquí: ¿qué importa Lucy? ¿Qué importan doscientos millones de años? Lo que importa es el presente, donde cada peldaño acumula racimos de siglos… y seguimos sin enterarnos. Lo que importa son estas vidas arrojadas a la obscenidad de unas matanzas que dejan indiferentes a todos y son compatibles con Eurovisión y «La isla de las tentaciones». ¿Cuál es tu resumen del presente? Por ejemplo, ¿somos patéticos o no? ¿Somos abominables o no? ¿Tienes alguna respuesta? También, por cierto, a esta pregunta: ¿estamos a la altura de nuestros padres y de nuestros abuelos? O sencillamente somos una vergüenza… aunque quizá profundamente deconstruida. O sea, una vergüenza que ya no siente vergüenza.

            Además, estoy en contra del mito del «bipedismo»: todo lo importante, de follar a cagar, lo hacemos encorvados. Me importa un carajo la bipedestación y la historia gloriosa de la humanidad y de nuestros ancestros. Todo eso son banalidades propias del espectáculo televisivo que nos entretiene.

            El pensamiento no son flores, de acuerdo. Pero hay flores y flores: las amapolas, por ejemplo, crecen de los escombros. No está tan mal, pues eso significa que tal vez en sus corolas levanten algo de un fondo umbrío y sucio que conviene atender… para ser un poco más humanos.

            ¿Genes heroicos? Todo eso, como buena parte de lo que hoy llamamos «ciencia», es mitología. Mitología al servicio del espectáculo y de la obediencia ciudadana. Ya digo, estoy en contra.

            Dicho esto, tengo que reconocer que ha sido gracioso tu envío. Y de agradecer, por lo que tiene de provocativo. Me ha obligado a repensar algunas cosas sobre nuestro extraño presente.

            No me hagas ni caso, querida, y sigue escribiendo y enviando lo que te venga en gana. Aquí me tienes. Un abrazo y feliz verano,

Ignacio


Verano indio. Sobre un bloqueo de origen estadounidense (I). Ignacio Castro Rey

Verano indio. Sobre un bloqueo de origen estadounidense (II)

Publicado en Brownstone España
Ignacio Castro Rey
16 de Julio 2025

EE.UU. es el racismo occidental, su platonismo, sin ningún complejo de culpa. Con América el odio occidental puede ser incluso sonriente y adoptar un aire indie.

Republicanos y demócratas coinciden en la misma metafísica, un solo espíritu que —quizá hasta Vietnam o el 11-S— parecía haber encontrado en un capitalismo imparable su realización «planetaria». Ahora no es lo mismo, pero persiste la idea central, aunque redoblada en el capitalismo woke: nada de fines, que quedan para la otra vida, todo son medios. Incluso, dicho sea de paso, algún día habría que estudiar la saña de nuestras conexiones, también de nuestro Sexo Rey, en relación con la crueldad de este nuevo nihilismo desenfadado. ¿Es este, igual o más dogmático que otras religiones, el continuador cuasi natural del cristianismo protestante? Aproximadamente, Todd, en La derrota de Occidente, piensa que así es. Mientras tanto, el color y el sabor incomparables del dólar sólo es una expresión externa y despiadada de esta tétrica espiritualidad, de una profunda y arraigada usura dirigida contra el alma; común por singular.

Estamos entonces ante una enérgica «inmanencia» diurna para la que es dudoso que el resto de los mortales estemos preparados. Es otra vez Baudrillard, en paralelo a Steiner y otros, quien se ha tomado la molestia de buscar este reverso fúnebre de la fiesta estadounidense. Tierra de promisión, antorcha de la libertad: virus de las conquistas. No es tan extraño que dentro de cualquier inmigrante ambicioso haya un nuevo «americano» intentando salir del armario de la pobreza; del armario de todos los armarios, en realidad, para escaparse de un contacto directo y cristiano viejo con la tierra. Es posible que Todd tenga razón y que, primero con evangelismo fundamentalista y después con el grado cero de religión, incluso con judaísmo cero, el dogma sea el mismo: sepárate del mundo para conquistarlo. Nada de hermandad franciscana con animalitos y seres humanos. A cambio, un archipiélago de furiosas sectas opacas o, en «Israel», Kibutz expansivos.

Si el sueño americano incluye además, al menos incluía, la posibilidad mítica de que cualquiera que se esfuerce y tenga suerte –también para ocultar la hilera de cadáveres que deja atrás– pueda llegar a lo más alto, es por este previo vaciado de una existencia a la que sólo le queda el éxito social y monetario para ser algo, visible y contable. En el fondo, contable sólo por un Dios que es el fondo calculador de las interioridades, que selecciona a sus predestinados: como en otros campos, aquí protestantismo y judaísmo se dan la mano. Es imposible separar el prestigio cuasi ontológico de la popularidad estadounidense de un mecanismo teológico de confirmación. Si eres visible y bien conocido, porque tus negocios terrenales van bien, es porque Dios también te ha elegido. In God we trust. ¿Quién es el Dios de los nuevos elegidos? El éxito, la salida de los elegidos sobre la masa indistinta de los perdedores. En definitiva, la confianza y el temor que generas: Israel y USA se dan de nuevo la mano. No es tan difícil adivinar por qué millones de latinos –aunque quizá la teatral y emprendedora Italia es otra historia– abominan de la velocidad de esta usura inmisericorde. Qué significativo que un poeta como Pound, el autor de Francesca, haya tenido que ser literalmente enjaulado como nostálgico fascista.

Curiosamente, a diferencia de Hitler, el propio Stalin manifiesta más de una vez su admiración por esta sencilla fluidez que puede romper todas las barreras y abrir el pasaje a una nueva era. Una época que rompa, hay que decirlo así, con todos los viejos vínculos del afecto. Algún día veremos si en la actual Rusia postsoviética continúa esa complicidad de fondo entre el colectivismo comunista y capitalista o, por el contrario, la nación de los zares ha regresado a un cristianismo comunitario incompatible con nuestra velocidad de huida y de rapiña.

En resumidas cuentas, de tal mutilación existencial en las almas vendría una no menos proverbial infantilización. De los actuales USA, y del mundo que tiene bajo su paraguas –nuclear porque ha roto el núcleo común de las viejas vidas mortales– proviene este infantilismo gradual de las sociedades sometidas a su metafísica superficial: violar lo común, aislar y federar. La fisión como condición de la fusión. Tanto en España como en Italia, en México o en Holanda, es fácil pasar bastante vergüenza en distintos escenarios influidos por este recorte estadounidense de la existencia, visible tanto en cualquier acto de graduación académica como en una excursión estudiantil a un yacimiento arqueológico. Allí donde prima la comunicación, una diversión desenvuelta que tapa un furioso esquematismo de los contenidos, allí está lo que ellos –ignorando un multitudinario sur americano– llaman sin complejos America.

Sería casi divertido estudiar todo lo que esta simplificación binaria –por no decir inquisitorial– del periodismo progresista y de los cultural studies le debe a este bravo espíritu natal que funda un Nuevo Israel. Es ya un tópico decirlo, pero la veloz anorexia anímica que, después de la Guerra Fría, sigue enfrentando a Occidente con la mayoría de las culturas exteriores no se daría sin ese influjo paranoico de la dirección estadounidense. Una influencia, insistimos, antes cultural que económica y militar; antes incluso religiosa, también con el actual y fiero nihilismo, que cultural. Finalmente, tal influjo tampoco se daría sin la desembarazada actualización de un puritanismo cada día más fun que, con su resuelta voluntad de aislar y comunicar –de destruir y reconstruir–, nunca ha sido el defecto del sur europeo o americano. Sería también instructivo estudiar algún día el efecto en Europa de una neutralización alemana que, a raíz del III Reich, ha dejado a los súbditos de Úrsula von de Leyen, de Mark Rutte y Kaja Kallas, huérfanos de todo pasado que no sea museístico.

Media Europa y parte de los EEUU demócratas se ríen, se escandalizan y se asombran con Trump, que es el payaso oficial de estos últimos años. Pero Él y sus ocurrencias, en torno a las cuales gira hoy media escena mundial, son sólo una caricatura eficacísima del entero espíritu cultural estadounidense. Y un epítome difícil de separar del humus nacional, demócrata y republicano, del que se nutre. De ahí su impunidad, igual que la de Biden, que se manifiesta también en que todos le hagan la cama: Daddy, susurra con emoción un derretido Rutte. Quedan, sin embargo, otras preguntas. ¿Está el propio Trump, que nació para ser ultra-liberal, irreverente y grosero, atrapado en esta seriedad fúnebre de la lógica natal estadounidense? Tiempo al tiempo.

Primero violar y después asociar los restos. Policía malo y policía bueno. Ni Trump ni Biden, ni Bush ni Obama, tampoco Kamala Harris, Camile Paglia o quizá –Dios nos perdone– la mismísima Judith Butler, se apartan seriamente de un acento u otro en este guión profundamente «anti-comunista», aunque por lo demás entrañable. Naturalmente, hay mil honrosas excepciones, pero viven como plantas exóticas en unos márgenes que, sobre todo actualmente, son de consumo más bien «europeo». Con tal deconstrucción cultural, anterior y posterior al domino económico y militar, el idioma inglés ha penetrado el mundo occidental al prometer salvarnos, con una fluidez insular sin culpa, de la pesadez tradicional del pasado moral, comunitario y sentimental. USA impone un multiculturalismo de término medio que, como un anuncio que no anuncia nada en particular –sólo la nueva salvación del nihilismo veloz–, liquida cualquier cultura que no esté nuclearmente armada: es decir, armada desde sus raíces, aliando tradiciones milenarias con una tecnología punta. China, Rusia e India son odiadas, pero intocables. Claramente, no es el caso de Irak, de Yemen, de Libia o Palestina.

En Los Ángeles, lo sabemos, se miman y protegen mil restos de viejas culturas y lenguas americanas. Aunque con la condición de que sean sólo eso, lenguas: vale decir, culturas que adornan el triunfo, también californiano, de la economía como religión verdadera. Con la metafísica del aislamiento vital y la conexión social, igual las naciones que los individuos, todos serán reconocidos en el escenario mundial con tal de que sean inofensivos y reserven su diferencia para el mercado del espectáculo. Si hacen otra cosa se convierten en la disculpa maléfica para una intervención de la alianza internacional de los elegidos. Una lección escénica y política que parecen haber aprendido muy bien, no sólo Rusia y China, sino también la Corea de Kim Jong-un. O un Irán que se resiste, primeramente por razones antropológicas de supervivencia, a desactivar su programa nuclear. Hacen bien, pues su única posibilidad es ser temibles.

La disuasión nuclear entre nosotros, se dice con razón, nos ahorra la guerra. Pero sólo entre nosotros, en el Primer Mundo y sus barrios periféricos, despóticos pero armados hasta los dientes. No para los otros, de Serbia a Colombia, de Yemen a Gaza y otras zonas secundarias. Hemos cambiado, en parte, las viejas guerras de religión y de dominio nacional por una guerra civil perpetua donde cada ciudadano debe lidiar día a día con el resto del orbe, con una sociedad que por mil caminos –hasta el de la duda, y lo que quede del complejo de culpa– se ha infiltrado en sus venas. Aparte de Gaza y Ucrania, no suele haber grandes matanzas en masa al estilo de las dos contiendas, pero la vida languidece en unos márgenes bélico-pacifistas que se confunden con la más iluminada de las escenas. ¿Es insignificante que los verdes alemanes apoyen, casi sin fisuras, las políticas genocidas del Estado de Israel? También en este sentido, quizá el afuera ha pasado adentro… ¿También en este sentido el Anticristo es el nuevo Cristo del nihilismo? Recordemos, sin una especial saña ni mala fe, que en los funerales del reciente papa Francisco sólo faltaba Netanyahu… A diferencia de las certezas estudiantiles del Mayo Francés, ¿seguro que hoy las estructuras, de origen americano, no bajan a la calle? Todo indica que la alianza del actual Occidente con este demente Israel que arrasa Palestina se debe a la fascinación ontológica con la posibilidad de separarse –en medio del mundo: Medio Oriente– de los hijos del atraso y de las criaturas de la tinieblas. Recordemos que, con una puntería impune, se dispara a la infancia de esa estirpe para yugular de raíz la vieja tentación palestina y semita de descender.

A fin de cuentas, nuestra adorable comedia imperial, que para nada –a pesar de los reveses militares– está en decadencia, es este doble dispositivo: simplificador del lado real; complicado y enredante del lado social y tecnológico. Caído como el maná del cielo de lo que se llama América, nuestro poder es tétrico en lo existencial y optimista en lo espectacular. La soledad inenarrable de las almas se alía con la histeria del contacto. De un lado, el conductismo masivo de las poblaciones bajo la economía de la imagen y la acción empresarial; empezando, hay que repetirlo, por la pequeña u mediana empresa de  mismo. Del otro, como suplemento, una libertad de expresión que –no sólo en las salvajes despedidas de soltera inglesas en la dulce costa española–, a la fuerza, ha de rozar lo obsceno. En el límite, la abyección nos salva de la depresión.


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