Jirones de memoria desde un viaje en el sur de Austria

Me impresionó el cuidado, la piedad hacia lo pequeño durante esos días, en todo Kärnten (Carintia) y en los diez personajes de este viaje. En tus padres: las setas, las flores, las mermeladas, el jardín, el cuidado de las comidas. Sus atenciones hacia mí, que no soy «pequeño», pero podría ser ignorado. En ti: tu primor en la atención a tus padres, a la pequeña Katia y el no menos pequeño Hans, en medio de una sociedad que crecientemente recluye a los viejos porque son lentos, torpes. Tu oído musical para los niños, para los acentos y las emociones de cada cual, para la traducción minuciosa del alemán al español. La atención a los matices de la gente, a tu vecina Beate, a mí como marciano en Kärnten. Sí, definitivamente, creo que te interesa lo extraterrestre de la tierra. En este sentido, también tú eres siempre extranjera, y un poco religiosa.

En Markus: los juegos de lenguaje, su inglés «minoritario» sin método, los parentescos de palabras, sus deliciosos American spirit, sus cafés. En Beate: el interés por los desconocidos, su forma ansiosa de mirar de soslayo, sus niños (también su niño-marido, Rudi), su relación con el misterio del cristianismo, su fe en otras vidas que laten en ésta. En Ida: sus licores y sopitas, los animales que alimenta en invierno, sus libros, las anécdotas que cuenta, sus recuerdos de infancia en Diex. En Helga: su sonrisa, sus silencios, su dulzura, su genau (exacto). Sus recuerdos de madrugadas, miedo y escuela; su infancia tan difícil en KleinWöllmiss, los zapatitos nuevos que nunca tuvo, los animales que gritaban al morir; su comida vegetariana actual. Finalmente, en el otro Hans: sus dobles sentidos, su sonrisa burlona, el movimiento de sus manos, sus misterios y su repentina seriedad («¿qué piensas de la pornografía?»). Y casi me olvido de Rudi: su susceptibilidad por mil pequeños detalles, sus giros de lenguaje un poco naïf, su habilidad para arreglar toda clase cacharros… Cinco mujeres y cinco hombres, latiendo con el verano de Carintia. ¿No está mal para una pequeña obra de teatro, no? Lo pequeño, al borde de la ruina, configura la cultura que he visto esos días, incluso en el amor por aquellos tractores viejos que se reunían en Eory.

Y parte de esto es la atención hacia la rareza que representa el extranjero. En este caso yo, el que no habla el idioma del lugar, el que no entiende, el que está a punto de quedarse fuera de juego. Nunca os agradeceré lo bastante vuestro esfuerzo para atraerme, para hablar en castellano, por hacerme entender y conectarme, pasando de una lengua a otra. Ya sé que también me «utilizáis», ya que el de fuera saca capas distintas de las situaciones, permite descubrir lo desconocido en lo familiar. Pero eso no os quita mérito a ti, a Markus, a tus padres, a Hans y Helga. Por mi parte, el vaivén entre mi castellano y vuestro alemán, con mis reflexiones silenciosas, duplicó el viaje, me obligó a ahondar en cada situación y en los gestos de la gente. Siempre se ha dicho que, en cierto modo difícil, es muy significativo no entender el idioma local.

Cavé en el sentido de lo que se decía bajo las palabras, en los detalles físicos del momento. El entorno delicioso de la taberna en Pribelsdorf, las ventanitas decoradas con hojas de parra en Primus-Poltz, el ambiente de árboles y graneros en Klein-Wöllmiss, en Berghausen. Y en aquel paseo a Gösselsdorf, con la hierba peinada de la orilla del lago tras el baño. Los lejanos despiertan lo que hay de remoto en nosotros. Y yo devoraba todo eso que salía de vosotros: las miradas de la camarera de Bleiburg, aquel borracho sacado de Velázquez o de Kaspar-David Friedrich, el joven tímido de Primus, el hombre de las truchas en Lippitzbach. También Manfred y Elfi, desvariando con nosotros aquella noche en el bar de su hotel.

No es extraño que yo volviese agotado y cambiado de mirar tanto, de escuchar tanto, de vivir tanto. Como perdemos el suelo de la rutina diaria, en los viajes bebemos con sed los signos que brotan de los cuerpos. Leemos de otra manera los libros, el paisaje y sus habitantes. Estamos en suspenso y sentimos y pensamos más libremente, también con una atención flotante, cogiendo espectros al vuelo. Por ejemplo, uno mismo se oye decir cosas que no sabía que sabía: «La relación con lo religioso no es patológica si uno aguanta el silencio, el desierto sin Dios; la relación con el sexo no es patológica si uno aguanta la castidad, una soledad sin relación; con el alcohol, si uno aguanta la sobriedad de sí mismo, el trabajo árido en el misterio que es uno mismo; con la comida, si uno aguanta la carencia, la sequedad del hambre».

¿Recuerdas aquella noche de copas en Eberndorf con Beate y Markus, el domingo que volvimos de Stiria?: «Tú eres para ella las orejas del lobo», dijiste. Deleuze insistía en que es fácil ser antifascista a nivel molar, lo difícil es serlo a nivel molecular. Pues bien, todo lo que viví en Kärnten es antifascista en ese plano personal, molecular y vital. Bosques, setas, robles, maíz, fresnos, Bildstock (cruceros). Y la medicina punta de no hacer nada, de no tener planes, de confiar en la naturaleza, en camaradería con el clima de la hierba. Kärnten descansa en las sombras de su pasado, en el musgo de sus caminos, en el ritual viejísimo de sus costumbres. Es un país profundamente conservador, sin duda, pero eso es políticamente muy ambiguo. En todo caso, nada seco, nada hostil. Con esa mezcla deliciosa de Norte: las montañas del fondo, el verde de los campos, los bosques, la cultura de la madera, los tejados inclinados, la cultura del trabajo, la honestidad, el civismo que permite respetar lo de los otros… y que un cementerio precioso siga abierto de noche. Y también un Sur muy germano: la amabilidad de la gente, las comidas tan cuidadas, las flores en las ventanas, las iglesias cuidadas al modo católico.

La gente de izquierda, parte de mis amigos (y tal vez la «vanguardia» literaria austríaca), no entienden nada cuando achacan ese conservadurismo a una hostilidad política a cualquier cambio, como si bajo esa lentitud histórica no pudiera existir una profunda apertura en lo existencial. Sí, un genau convertido en paisaje, en costumbre y comunidad terrenal, respirando más acá de la historia y de toda cultura. Insisto en que frente a esa inmensa libertad de la gente de campo, Viena parece penosamente burguesa y anquilosada. También frente a aquellos dos paseos. En el primero, por Köcking, Markus, tú y yo atravesando olores a establo, casitas de madera, villas, lugareños desconocidos en los porches, carreteras curvas entre campos de girasol. La luz de los campos, el horizonte montañoso, la leña apilada, las vidas desconocidas que dejas en las casas de la orilla. Al final, aquella preciosa iglesia en Buschenschank, con las viejecitas de ropas más claras que en España rezando el rosario y volviendo la vista atrás. Y al terminar, en un momento de intimidad, la pregunta «¿Cómo me ves?», seguida de tu maravillosa confesión, no buscada por mí: te quiero tanto que no me atrevo a arriesgar de ningún modo la relación.

En el otro paseo, hacia Pribelsdorf a través del bosque de Dobrowa, con olor a Eierschwammerln (setas) en la orilla. Con el laberinto infinito de troncos, el ruido rápido de pasos, la silueta juvenil de Beate, tu caminar firme. Las dos, tú y ella, entrelazadas, cómplices, juntándoos, hablando, separándoos, riendo. Las mujeres alemanas son como flores, decía mi abuela. Y otra vez los enormes maizales, las ciruelas del camino. Finalmente, la maravillosa taberna, la gente amable, aquel tipo pendenciero fascinado con vosotras dos. La vecina Anita y su pequeña niña rubia, la preciosa iglesia decorada como si fuera en Portugal.

Y aquel Bildstock en la lejanía, inmóvil bajo un roble, en medio del inmenso maizal. ¿Recuerdas? Dobrowa con aquellos caminos que salen, perdidos, entrevistos al cruzar la masa oscura de árboles. Caminos perdidos, Holzwege. Cada camino desconocido, dejado al pasar, no seguido, era como una metáfora de todas las sendas abandonadas en nuestras vidas. Cada vez que vamos, Kärnten abre nuestras vidas otra vez en todas sus posibilidades, presentes y pasadas. Así volví, abierto, melancólico, un poco en suspenso. Durante esos diez días me he sentido extraño, dividido, feliz, indeciso, fluido, a veces flotando en un ocio de dioses. El mar de maíz ante aquellas ventanas de tu casa, las perspectivas casi africanas con las montañas al fondo, el sueño profundísimo de las noches, los desayunos en la mesa del jardín, las comidas, la conversación con tus padres.

Después, las largas conversaciones nocturnas a golpe de aguardiente gallego. Hablando sobre la misteriosa Helga, sobre vuestra relación, sobre Beate y Rudi, sobre los avatares del día, sobre tus padres, sobre tú y yo… Hay una cierta honestidad solamente posible a ciertas horas de la noche, ¿no? Hay una revelación, un encuentro que sólo se produce al final del día, como coronando su cansancio. ¿Por eso nos da miedo el insomnio, prolongar la noche, velar de noche?

Y al final, la mejor despedida. Tus ojos inundados de lágrimas en la estación de Klagenfurt, tus gafas oscuras, tu sonrisa un poco avergonzada. Me considero afortunado por el hecho de tenerte. Tendríamos que hacer por fin un viaje juntos, solos, de una vez. ¿No crees? Aunque también está bien seguir así, manteniéndonos cómplices entre otra gente, mirándonos bajo el ruido de los otros. Estas cinco mujeres, estos cinco hombres. Verano en Blumenreich. ¿No está mal para una pequeña obra de teatro, no? Tal vez no tan pequeña. En resumidas cuentas, sentí que se me quería tanto allí (tú, tu madre, Ida, Beate) que volví un poco sobrecogido, con un poso de melancolía que no me abandonó durante todo el interminable día de vuelta.

Aquel Bildstock quieto en la lejanía, reverberando en el calor, bajo un roble de los maizales de Pribelsdorf. Así te quise.