Al margen incluso de la impresionante reflexión de Carl Schmitt sobre el estatuto jurídico de la excepción, es posible que la simple diferencia moderna entre legalidad y legitimidad indique que el vigor de nuestras democracias depende, sobre todo en el dédalo normativo contemporáneo, más de la sensibilidad ciudadana ante el conflicto que de la clarividencia de las leyes consensuadas. No tanto de un pacto cuajado por los omnipresentes «padres de la patria», o por el dinamismo de la vigencia legal, como del estado efectivo de unas siempre sumergidas, y cada día más sospechosas, libertades individuales.

En suma, según cierta línea de pensamiento humanista la democracia parlamentaria depende ante todo de unos individuos y unas comunidades que se atreven, por distintos motivos, a poner eventualmente en cuestión el estado de la civilidad alcanzada. No solo en el iusnaturalismo cristiano y en Rousseau, hasta en el rigorista Kant podemos encontrar argumentos a favor de esta dirección crítica. Una línea de pensamiento que en la modernidad encontró en Thoreau y Emerson, más tarde en Arendt, en Simone Weil y en Ortega, algunos de sus muchos adalides. Naturalmente, entre los partidarios de esta libertad básicamente existencial, que tiende de a relativizar la sacralidad de las instituciones, están Sartre, Pasolini y el formidable Ivan Illich. Eran legión los partidarios de este humanismo que nunca descuidó lo inhumano que pisamos y nos rodea.

¿Son legión ahora? A veces parece que hemos perdido esa vitalidad elemental de la democracia. Al menos si, como sostienen algunos personajes de una izquierda y una derecha acartonadas, es cierto que hoy en día todo depende de la actualidad transgresora de las normativas estatales. Mientras crece la desconfianza hacia la naturaleza humana en general, hacia la fuerza de las vitalidades en juego y la cultura popular, el «primer mundo» parece apostar por una democracia ingrávida, virtualmente despegada de la tierra. Si nos paramos un momento en algunas afirmaciones geniales del celebrado Peter Singer (liquidar bebés defectuosos, experimentar con humanos anómalos, reglamentar jurídicamente la zoofilia…), parece que la crítica del especismo y la afirmación de un animalismo trashumanista pueden haberle dado otra vuelta de tuerca al imperio de una normativa legal ajena a cualquier noción de hermandad terrenal. Todo ello en unas democracias occidentales dominadas por el pesimismo acerca de la condición humana, cuando no por una nueva especie de antropofobia. En la cual el creciente odio al otro indica implícitamente el odio al fondo sombrío de nosotros mismos.

 Aún así, siguen subsistiendo dos formas de entender la democracia. De un lado, los que confían en el progresismo de una normativa civil cada día más audaz y en el poder del Estado para regular al detalle la vida cotidiana. Del otro, que hoy parecen minoría, los que confían más bien en las fuerzas individuales y populares, en la capacidad del ser humano para atender, aquí y ahora, los problemas que de pronto llaman la atención sobre injusticias actuales y efectivas. A juzgar por la histeria normativa que nos dirige con muy distintas ideologías, parece que hoy por hoy Occidente se encamina hacia un esencialismo progresista de la legislación que tiende a desatender la nueva barbarie que la hipertrofia normativa genera. Incluidos unos atropellos a la libertad de expresión que la cultura de la cancelación lleva al extremo. Sobre ciertos temas sensibles, se puede llegar a eliminar sin complejos el debate.

Sobre cuestiones cruciales empleamos con alegría el calificativo de negacionista, y su corolario de persecuciones legales, porque antes el grueso de nuestra cultura es negacionista del sentido común y terrenal que hemos heredado de nuestros abuelos. Ahora bien, ¿no es este actual fundamentalismo normativo uno de los factores que enfrenta al Occidente mayoritario, con sus rabiosas minorías reconocidas, a un emergente mundo exterior cuyos pueblos reclaman otro modo de entender lo que llamamos libertad? Y otra manera de entender el bienestar y la misma condición humana, sin absolutizar el progreso y la tecnocracia. Venerando más bien lo único que tenemos, una búsqueda de veredas que es imprescindible para ser humanos y estar vivos.

Santiago, 9 de mayo de 2023