Se dice que hoy cualquier empresa se encuentra con dificultades para encontrar personal competente en trabajos duros. Un joven puede decidirse a ser camarero, cajero o tele-operador. Aunque el sueldo fuera razonable, no se atreverá fácilmente a trabajar en un barco de pesca o a cortar madera en el monte. Salvo entre los inmigrantes, no es fácil que la ciudadanía occidental soporte algo que suponga un gran esfuerzo físico, que implique mancharse en la presencia real o un riesgo analógico. Por la vía del laicismo, parece que hemos llegado otra vez al cuerpo glorioso. Debemos vivir en un limbo donde nada elemental nos toque, nada que sea irregular e imprevisible. Tampoco una situación física que nos exponga, sea descolgar el teléfono ante la llamada inesperada de un amigo, que hoy es casi de mala educación, o un virus desconocido que pueda hacernos daño.
Como decía hace poco una amiga, hay que hacer «lo que pide el cuerpo». O sea, fluir, vibrar en una órbita donde no haya obstáculos que hieran el narcisismo de la identidad elegida. ¿Qué es la cobertura tecnológica, la imagen de cada uno y el empoderamiento de la visibilidad, más que una garantía de seguridad ante la vieja existencia, ante el peligro de chocar en la gravedad común? Cierta corrección selectiva, en el lenguaje y la conducta, parece librarnos del esfuerzo personal de estar presente en cuerpo y alma.
La antigua desvergüenza grosera y el egoísmo bruto han pasado a mejor vida en virtud de una informalidad de marca blanca que posee conexiones múltiples. Inválidos personalmente, vivimos armados tecnológicamente. De manera que, suponiendo que uno se atreviera, nunca tendría a quién cantarle las cuarenta, pues el otro se ha limitado a hacer lo que hace todo el mundo. Los demás son como tú. Están encantados de haberse conocido y, por tanto, ausentes cuando hay un marrón que exigiría una postura rotunda, de carne y hueso. De ahí que en tales momentos incómodos se mire para otro lado. Este es el primer modo del ghosting, un esfumarse de cualquier sentimentalidad. Y no pasa nada. Hoy por ti, mañana por mí. Es como en las redes, donde pones continuamente «Me gusta» a chorradas de otros que, a su vez, aplauden las tonterías que pones tú. La interactividad de los narcisismos apretados, donde cada uno emite para ser visible en la galaxia de la indiferencia, componen el cemento del actual transhumanismo. La desaparición personal es el reverso inmediato de la visibilidad. En este sentido, un enfriamiento local es la base del calentamiento virtual.
Al margen incluso del poder adquisitivo, es posible que la ansiada visibilidad de clase media esté formada por la aspiración al automatismo difuso de las tecnologías. Aislados realmente y comunicados virtualmente, seamos altos ejecutivos o humildes empleados de almacén, no nos sentimos obligados a hacer como personas casi nada en directo, sin los artificios de la imagen y de las mediaciones tecnológicas. Un diferido perpetuo es la oculta cara analógica del real time ocasional. Hemos vendido el alma a la nube, a un cielo espectacular que debe envolver cualquier presencia física. El bienestar posmoderno prolonga así la ilusión religiosa de que nuestro cuerpo jamás volverá a arriesgarse. El propio culto a lo minoritario es el culto al elitismo en el que creemos salvarnos, justificando nuestra frustración primordial con el consumo de diversidad. Redoblando también la fe en el papel de la tecnocracia occidental en el mundo.
Ahora bien, las facilidades vienen envenenadas. Nos han convertido en sociodependientes, una adicción que no tendría más cura que volver a existir. Nada importante se arregla con un simple clic, sin poner en juego el cuerpo entero. Hasta un decisión elemental, tomar la palabra en público en vez de callarse, exige algo más que mover un dedo. Igual que exponerse a una espontaneidad para la que ya no parecemos preparados. Hoy no aguantamos nada. Tenemos la piel muy fina, y esto le ha dado a lo digital, manejado en el diseño suave de lo táctil, una relevancia ilusoria.
No solo los espacios están gentrificados en un simulacro del carácter y la profundidad de antaño. Las personas también lo están, pues han expulsado de su interior casi cualquier resto de humilde inocencia. Ocultas bajo varias capas de maquillaje y de certezas, nunca sabes con quién estás hasta que es un poco tarde. Somos prisioneros de un cuerpo que a su vez es prisionero de la empresa del Yo, de una secta elegida, secreta en la transparencia, con la que hay que ser interdependientes. Al menos entre las élites urbanas, nadie está a solas. Como premio a tal mutilación anímica, la sociedad global mima nuestro narcisismo secundario. El cuidado de nuestras pequeñas diferencias, hasta extremos ridículos, es el premio que recibimos por vender nuestra alma a la sociedad y tolerar el ninguneo existencial del que todos somos objeto. De vez en cuando, este mismo sistema nos permite un destello. Las redes están ahí para regalarnos un margen de narcisismo virtual dentro de la anulación. La libertad de expresión es el sucedáneo de una nula libertad de acción. Pero la libertad no es nada sin una musculatura para ejercerla. Cuando hasta cambiar la rueda de un coche se ha vuelto una tarea técnicamente imposible, por no decir ilegal, la pregunta es si esta incompetencia física no nos desarma también para atender a los otros, a nuestra más íntima otredad, a la mera percepción.
La carrera espacial ha bajado su perfil porque se ha fijado en la circulación orbital de cada ciudadano. Ya no hace falta ir a Marte, ni a la Luna, pues todos creemos vivir en un planeta ingrávido. Este panorama de conductismo masivo, aun adornado de orgullo minoritario, nos hace perfectamente previsibles. Lo cual es obvio que facilita una nueva impunidad de la fuerza, sea esta mediática, estatal o directamente delictiva. Debido a esta mutilación íntima, el ciudadano del bienestar se pasa medio día presintiendo catástrofes. Sabe que, por mucho que vaya al gimnasio, es un paria en el mundo de los sentidos, en el terreno de una decisión que siempre es muscular. Nunca le perdonaremos a los rusos que nos hayan recordado que la gravedad todavía sigue existiendo. Y que algún día hemos de volver a una existencia desnuda cuya humildad exige otro Dios, algo inhumano que se convierta en regazo.