Tengo que darle las gracias a este libro. Culos inquietos, infinitos asientos, de Federico L. Silvestre (Ed. Asimétricas) contiene un pormenorizado trabajo sobre dos cuestiones que a algunos nos siguen importando: otra genealogía del poder actual y una seria revisión, bajo un aire desenfadado, del universo de los sentidos. Tal como los desarrolla el autor, ambos planos tienen múltiples resonancias para los que llevamos décadas intentando pensar con un órgano distinto al falocéntrico cerebro.
Culos inquietos es muy divertido y a la vez hace pensar, como las buenas comedias negras. Lo primero que llama la atención es la soltura del tono irreverente que Silvestre adopta, que permite una coloquial naturalidad en el uso de la primera persona. No tanto es tanto la abundancia de expresiones deliciosamente incorrectas, más todavía dentro de la moralina reinante, cuanto el intento de fundar en cierta «obsesión excremencial» otra epistemología, una panorámica bárbara de los imperios contemporáneos, incluido el del arte. Siguiendo a Cocteau se nos sugiere que todo es comer y cagar, observar y crear (p. 89). Que la belleza guarda casi cierta relación con el ano lo podría firmar incluso cierto cristianismo; no uno precisamente norteña, pero sí septentrional y barroco. Que el ano sea el ojo secreto para otro modo de percibir la verdad, ya es ontología de otro costal. Bajo este prisma anal buena parte del recorrido de Silvestre, sobre todo si seguimos interesados en las suciedades de la percepción, resulta muy renovador de los tópicos al uso.
Culos inquietos tiene fácil recordarnos que las posaderas siguen muy presentes en nuestra cultura: ¡Déjense de ruedas de prensa, muevan el culo!, le espeta el alcalde N. Orleans a su propio partido durante el desastre del Katrina. «Tonto del culo», decimos; «Pensar con el culo», «Que te den por culo»… Algo debe haber ahí abajo que afecte a nuestra infraestructura escatológica, además de lo obvio. Silvestre nos recuerda que de niños entendíamos mejor esa idea de una retaguardia de vanguardia (p. 119). Los aimara son un ejemplo de que el «atraso» de algunos reductos primarios resulta futurista en medio de nuestra clonación neuronal. El hombre desarrollado, se ha dicho, es un marginal en el mundo de los sentidos. De ahí que Navokov pueda sugerir que en esta sociedad de esclavos del mañana, que sacrifica sin cesar el deseo (siempre un poco «bajo») al cálculo del elevado cerebro, la ilusión del futuro es lo más obsoleto (p. 118). La cronología cerebral es sibilinamente fétida, tanto o más que las heces.
Sentar la cabeza. «No salga del coche», dice la policía al pararnos en la carretera. El modelo para el detenido, sospechoso o esclavo (y todos tenemos hoy algo de las tres cosas) es la inmovilización, sea sentado, arrodillado o tumbado. ¡Al suelo!, se le dice al sospechoso. Todo eso era así. Lo grave es que además se ha logrado un tipo de detención que coincide con la libertad de expresión, pedorreo incluido. ¿Son algo más que ventosidades lo que llena la comunicación, esos mil dispositivos que nos enredancomo a peces? Puede que Artaud pudiese contraponer cagar a ser (p. 139), pero hoy tienden a ser lo mismo: Todo el mundo comunica desde sus letrinas. Nuestro orden social ha logrado una ligereza de flash mob, con estudios postculoniales incluidos. Si Burroughs reivindicaba un solo agujero para todo (p. 129), ¿no se ha logrado en cierto modo esto? Al fin y al cabo, la vista (tan óptica y cerebral) ha colonizado al resto de los sentidos. ¿No vivimos en un régimen de emociones artificiales dirigidas por las imágenes subtituladas de lo visual?
Etimológicamente sentarse y silla tienen mucho que ver con las sedes y el sedentarismo. Pero no es seguro que en este punto la filosofía haya sido más conservadora, menos nómada, que el arte. Nuestra entera vida académica y política es un juego de tronos, aunque hoy las personas y sus mobiliarios tiendan a la liquidez flotante. Ocurre como si la cabeza, el culo y los impulsos más pasionales se hubieran mezclado en un ambiente de fusión, en una especie de «fascismo emocional» (perdonen la exageración) la mar de divertido. Con él se somete a la gente. Ya no te mandan sentarte, solo que circules e interactúes. El afuera ha pasado adentro (p. 167): ¿qué otra cosa es el consumo, sea de hamburguesas o del aura de Benjamin, que este régimen de narcisismo global?
Tal fusión horizontal ha logrado una popular banalidad del bien y del mal. La mayoría ruidosa de la buena gente que nos rodea es como de cera (p. 68): no dice nada, no pedorrea y ni mata. No sienten ni padecen: el único problema es que tampoco están vivos, de ahí el éxito de las series de zombis. Y esto se debería otra vez a la hipertrofia de un cerebro que ha reabsorbido los otros órganos más bajos, igual que el norte ha hecho con el sur.
Para el «real culo liberto» la expresividad tiene nombre y se llama pedo. No obstante, desde que Warhol ya adelantó que rey debía serlo cualquiera, hoy en día «cagarse en todo» lo hace una multitud: una masiva libertad de expresión drena la inutilidad de cualquier acción. Esto significa que la antigua ventosidad, signo ofensivo de clase baja en la cultura vegetariana, se ha transformado en eructo alternativo. Ocurre como si en la sociedad de la demagogia horizontal e inclusiva, el culo hubiese ascendido a la boca. Todo lo moderno fragmenta, separa, como reflejan Daguerre o Manet (p. 182). Pero después la ideología numérica consigue otro refundido con los trozos dispersos.
Antes estaba claro: Dime como te sientas y te diré quién eres. Algunos nos sentamos siempre en el borde, como si no tuviéramos asiento o quisiéramos salir corriendo. De ahí el poder de las madres: «Siéntate bien, que cenas caliente», recuerda Silvestre. Preciosa frase que recuerda a otra: Por sus culos les conoceréis. Recordemos cómo miramos de reojo el trasero de un posible objeto de deseo antes de ajustar su cara y saber si vale la pena arriesgarse o no. En resumen, esta sociedad hubo de castigar el culo porque era el órgano con el que pensábamos. Nuestra obsesión con el cerebro es la del control, la seguridad y la policía. Pero no seamos ingenuos: ningún órgano debe hoy estar libre de sospecha. Para empezar, el parecido del culo y el cerebro es harto preocupante: en los dos casos lo esférico y dos hemisferios no simétricos, con una hendidura que los separa. Tiene que haber un equivalente cerebral del ano. De otro modo no se explicaría que el cerebro tenga sus ventosidades, no solo en los twitts de D. Trump.
Nos tenían cogidos por el culo, sin duda, por el estómago y la vista. Pero todo ello son hoy fagocitados por un cerebro que no para de arrastrase y que no tiene asiento: el cráneo de Hamlet quedó atrás, invadido por la electricidad de las redes. Como señalaba Weber, el pedorreo medieval (p. 58) ha sido clonado, junto con la cultura de los sentidos, por una organización emocional del lucro. Y esto convierte al culo en un esclavo del cerebro. Se permitirán las orgías anales, siempre que redunde en beneficio de la empresa y el cuerpo eléctrico de la interactividad.
Pero no me hagan ni culo caso. Todas estas digresiones son culpa de un libro que es mucho más sugerente, ambiguo y rico (también en las preciosas ilustraciones de Xiana Cobo) que cualquier rodeo filosófico. Si la ontogenia recapitula la filogenia, en palabras de Haeckel (p. 177) es porque cada individuo es el todo. Lo grandioso de la especie está en cada patología. Por eso es maravillosa la frase final de Bergson que remata Culos inquietos: pensar como hombre de acción y actuar como cuerpo pensador.