Se presenta como una «carta de amor a las mujeres que le criaron». A todas luces, a toda sombra, la película de Alfonso Cuarón es demasiado ambiciosa para lo que después cumple, casi nada. De estar solo creo que me habría largado, pero como estaba con el escritor y poeta Eugenio Castro (por vez primera en el cine), me limité a mirarle de reojo para intentar adivinar si sentía lo mismo que yo… O un servidor tenía una mala tarde, que le pasa a cualquiera.

 

Las deposiciones inaugurales del perro Borras, ensuciando sin cesar la entrada de la mansión de una familia adinerada de la colonia Roma, mierdas imposibles de recoger a tiempo para que el padre de familia no las pise, representan tal vez (en la intención de Cuarón) su heroico descenso a la suciedad de esta tierra. Pero las enormes cacas parecen en realidad de plastilina marrón, y posiblemente encarnan la realidad de cartón piedra donde nuestro director vive. Los tiros al blanco de la opulenta familia estadounidense de Sofía están escandalosamente mal simulados; el incendio nocturno del bosque muy mal hecho… Me estoy imaginando a Federica Mogherini, alta representante europea de asuntos exteriores y seguridad, personaje que también lleva décadas sin bajar a la calle (la misma mujer que mira con ojos tiernos a Pedro Sanchez y toda la cohorte de pijos que dominan, valga la redundancia, la izquierda hegemónica), subyugada por este derroche de solidaridad con un sufrimiento humano que solo han visto en diferido, pero con pantalla panorámica y en 3D.

 

¿Por qué los años 70 ambientan este trabajo? Porque así Cuarón se facilita el ejercicio nostálgico y piadoso hacia un país imaginario. El cartel que anuncia Roma (ese «árbol de brazos», dice Krauze) promete una sutil poética de corte neorrealista, con una masa atormentada de diversas edades apiñada bajo la luz tardía de un mar encrespado. Pero el lenguaje casi mudo de Roma apenas tiene algo que decir; es propio del peor realismo mágico, con unos motivos sacados del impresionismo informativo y añadiéndole unas gotas de sentimentalidad en blanco y negro. La fotografía es pulcra y definida porque apenas tiene algo abrupto que enfocar. Cuarón no tiene casi nada que contar, aparte de su visión enternecida, así que se dedica a un travelling turístico aderezado con salpicaduras de ternura precocinada, humillaciones de diseño y violencia callejera de corte sesentero. No hay acontecimiento real alguno en la película, pero se siente al público extasiado con un derroche de sentimientos que, casualmente, coincide con lo que todo el mundo espera de México: charcos en las calles, desigualdad social sangrante, abusos gubernamentales, machos brutales, pobreza e ignorancia, silenciosas hembras indígenas, capitalismo cosmopolita, vida familiar placentera… En fin, lo que cualquier turista gringo desea para poder volver, subiendo los precios (y haciendo a México cada día más invivible) desde cualquier hotel de lujo de los que Cuarón debe frecuentar.

 

Para rematar el cuadro, otra casualidad, la producción es casi enteramente estadounidense, con el soporte de esa ONG sin ánimo de lucro llamada Netflix. Ellos son tiburones, pero inteligentes, así que están a favor de los derechos de la mujer, de los derechos indígenas y de un trato humanitario a nuestros esclavos. De manera que la carta de amor a las mujeres providentes que le criaron, se supone que en algodones, se transforma en una carta de amor al México que debe dejar de ser mexicano y parecerse a ese Primer Mundo que ya no tendrá charcos en las calles ni niños olvidados. ¡Qué lejos toda esta basura edulcorada de la crudeza, extremadamente poética, de un neorrealismo italiano al que Cuarón no deja de hacer guiños! Qué lejos de Los olvidados, filmada por Buñuel muy cerca, en los bordes de la Romanita.

 

Cuarón está traspasado por el prohibicionismo norteño de cabo a cabo. Lo bueno es que tal puritanismo no prohíbe en particular nada, o cambia perpetuamente de prohibiciones. Lo fundamental en él es la completa incapacidad de habitar la tierra. Y este objetivo nuestro director lo logra con creces, a pesar de las estampas de cielos inmensos y jets en la lejanía. Talento no le falta; presupuesto, tampoco. Aunque se diría que los aviones que surcan el alto cielo adornado de cirros son el síntoma de que la mirada de Roma es aérea, ingrávida, aunque se pase los días recreando escenas burguesas. Los minutos iniciales, con un suelo de baldosas lavadas donde se refleja el paso de un avión lejano, ya indican (después lo entenderemos) toda la parafernalia de la entrega. La miseria moral y económica campa en México, pero nuevos redentores se dibujan en el horizonte: una infancia piadosa, una burguesía (sobre todo femenina) que también sufre, unos esclavos autóctonos que conservan un ápice de dignidad y conciencia de clase… La prueba de esta beatitud actual es que a Roma le han llovido toda clase de premios, sobre todo de una elite europea que, como el mismo director, hace lustros que no pisa la calle y, si viajó a Latinoamérica, lo hizo en clase Business.

 

Todos los tópicos se aderezan bien para que la lentitud, donde tampoco ocurre nada lento, sea adorable para el público progresista. Las criadas fieles y engañadas por hombres groseros (Cleo y Adela); los cuchicheos en mixteco; los amos poderosos pero tiernos (¿conservadurismo con corazón?); las mujeres solas otra vez y unidas, ama y criada, en esa soledad de chingadas; los niños salvajes y crecientes; la brutalidad policial, aunque vista de lejos… Además, como la acción se sitúa en los años 70, el mensaje subliminal es: tranquilo, señor turista, la nación ha evolucionado desde esta cruel desigualdad de antaño.

 

Es cierto que el desnudo del cabrón Fermín no viene a cuento. Pero tampoco viene a cuento casi nada. Sin ir más lejos, esos rumores en un idioma «indígena» que solo tiene la función de poner una nota de color en un cuentecito para hipsters. Normalmente autista, el público madrileño tarda en levantarse de los asientos de la sala, transido de revelaciones poéticas acerca de la humana pobreza de la que venimos. Pero 8 euros por sesión, 160 pesos en México, es claramente demasiado para liberar a criadas como Cleo. Que además no necesitan liberarse, pues son salvadas por sus amas: el dolor y el amor todo lo pueden. Así que el mensaje queda para la misma elite que ha producido esta historia.

 

No falta poesía, incluso almibarada, pero sobran tópicos sociológicos y estereotipos. Lo grave es que un trastorno bipolar o maniqueo (paralelo al pulcro blanco/negro del «lenguaje visual») recorre todo este trabajo de culto en un autor que ya había probado las mieles del triunfo en terrenos más fáciles y comerciales. No tendríamos nada contra el éxito masivo, pero a veces llena el enfoque de luces e incapacita para descender a ciertas sutilezas que aquí se pretenden.

 

Lo peor de todo son, bajo cuerda, los mensajes políticamente correctos para arrancar aplausos y premios a la alta casta que los reparte. Repasemos, sin excesiva crueldad, algunos: ni una sola mujer mala, todas son víctimas: solas, chingadas, golpeadas o abandonadas; apenas un hombre bueno, excepto el chófer y algún que otro esclavo mudo; niños feroces, pero con corazón sufridor e inocente; pobreza silenciosa y sumisa, pues espera una redención que vendrá de arriba; explotadores con corazón, que también podrían tener redención desde ellos mismos, ya que saben llorar. Etcétera. ¿Quién da más para que Europa entera, y parte de esa América que nunca baja al metro, aplauda a rabiar? Una vez más, la elite que gobierna el mundo, o deja gobernar a sus sicarios, volverá a casa un poco más sosegada. No somos perfectos, se dirán, pero al menos miramos de frente el horror de nuestro pasado.

 

Para terminar, ya en confianza. Confieso que social y políticamente no soy más que un dudoso socialdemócrata. O algo todavía peor. Pero me rescata para cierta sensibilidad popular, que se permite ironizar ante un ejercicio estético más falso que mudo, una rabia subdesarrollada hacia la nueva casta de mandarines. Ellos son los de siempre, pero conocen aliviaderos posmodernos (Haneke, Cuarón y demás) que ahora les permiten aspirar a gestionar una miseria que jamás vivirán en directo.

 

Por favor, no me hagan caso. Vayan a ver Roma para volver al hogar más tranquilos. Al fin y al cabo, la buena conciencia, la seguridad y la salud mental son importantes en este mundo amenazado por los bárbaros.

 

 

Ignacio Castro Rey. Madrid, 16 de diciembre de 2018