Para hacernos una idea, ahora que ha vuelto a emerger el fantasma de un choque de las culturas, de lo que puede enfrentarnos al mundo antropológico de lo que llamamos «pobreza», acerquémonos un instante a la configuración externa que pueden tomar nuestras ciudades ante ojos extraños[1].
Si después de la Edad Media las casas aún tenían nombre, hoy se clasifica con números a casas, manzanas, distritos enteros. El ascensor, el portal con la colmena de buzones en línea, los pasillos con decenas de puertas iguales, todo ello convoca al anonimato, al camuflaje, incluso a la prevención frente al extraño. Con los grandes edificios, las enormes ciudades pobladas de extraños, las calles que son poco más que pasillos para el tránsito rodado, el resultado es que hoy ya nadie llama a la puerta, ni siquiera (salvo los vendedores comerciales) por el interfono[2]. El simple funcionamiento continuo del ascensor supone el adiós a los huecos de escalera, a la vida en los rellanos: oír bajar al vecino, saludar, conversar. Con la aparición del ascensor la escalera principal es convertida en escalera de servicio o de emergencia (en definitiva, en un lugar donde es sospechoso permanecer). Fuera, el cielo es absorbido por el espejeo de una miríada de ventanas que parecen diseñadas para repartir hasta la lejanía fulguraciones comerciales. Las fachadas suspendidas, el columbario de cuadrados luminosos debe disimular por doquier la gravedad, la que en cierto modo sólo experimentará el cansancio del mendigo, el cuerpo del solitario al asomarse. Bajo estos pálidos farallones, automáticamente, todo lo que no está arraigado en esta opulencia de señales titánicas se mostrará pobre, lento, tercermundista (algo tal vez a tolerar como «bajos fondos» de la riqueza, pero en todo caso a vigilar, a controlar, a desarrollar). En estos límpidos escenarios diseñados el humo de un cigarrillo es suficientemente primitivo para hacer saltar las alarmas electrónicas. El simple caminar, con su legendaria contemplación, carece de sentido… salvo que se enfile en una determinada dirección, rápida y dirigida, que de hecho reproduce en horizontal la misma lógica del gran edificio[3].
Afilados bordes, prometidos a un futuro de diamante. Todo este planeta de ríos quebrados y distancias inasibles, que levanta sus montes de cemento donde antes latían plantas, ignora por fuerza a la otra mitad, «la mitad irredimible» (Lorca) que vive lejos, en el miserable continente de los inmigrantes, en los dormitorios de los arrabales. Bajo este reto de tecnología sin raíces, los ojos del extranjero son fácilmente vidriados por la tristeza de un origen perdido entre mil perspectivas, en el hervidero de caras y ventanas. En realidad, lo que es espectacularmente fuerte ha de padecer un irremediable «daltonismo» para con lo frágil y sometido a sus límites, para lo dubitativo. A los pies de estas masas los vagabundos incluso han de simular ser cosas, con una pose llamativamente hierática que les permita ser vistos en la riada circulatoria. La postración cuasi oriental del mendigo bajo estas torres de la opulencia señala que, a diferencia del camuflaje natural basado en la quietud, en medio de este estruendo de señales pararse es también espectacular. Aunque sea con un estilo teatral y forzado, detenerse es de las pocas cosas que destacan, fijando el esencia de la estirpe a la manera de una estatua de escayola, con una vaga referencia a un enigmático destino inmóvil.
El rascacielos carga la calle de desconocidos, una humanidad que por el simple amontonamiento, alimentado por un aluvión de recién llegados, ha de ignorarse mutuamente. Parece incluso que es necesario apiñarse para poder desconocer, odiar al vecino (el melting pot, entre otras cosas, puede muy bien confirmar que el otro es un extraño). La vieja comunidad orgánica de pueblos y pequeñas ciudades es aplastada por la eficacia de esta soledad interactiva, contractual, espectacular. Hay, en efecto, una relación íntima entre la pérdida de las relaciones directas y la eficacia mundial del gigantismo. Es únicamente un aislamiento endurecido al titanio el que sostiene el brillo irreal de estos grandes decorados. La separación entre los individuos facilita las maravillas de la gestión financiera, social y técnica. El propio tráfico (automóviles, divisas, transeúntes) sólo puede ser fluido si está tejido por átomos que se ignoran mutuamente, sin culpa y sin mirada. Este mundo provisional y fungible, de luminoso pasaje, es el prometido a la individualidad asistida y solitaria, ayudada por la incesante oferta de esos dependientes de oficio mudo, eficaces azafatas rubias que nos atienden robóticamente sonrientes[4].
Imaginemos por un momento el descampado donde yace el cuerpo triturado de Pasolini, el aparcamiento silencioso donde agoniza Jean Seberg: la soledad puede alcanzar cotas inigualables entre ese inmenso panal de luces que pestañean. Pensemos en el trágico paisaje urbano que se tiende a los pies de quien está democráticamente cercado, en el extremo de un precipicio mundial. Igual que se retiran los elefantes para morir, seguro que el hombre querría al menos poder apartarse para tener su muerte. Pero los suicidas han de escoger a menudo para arrojarse idéntico escenario de gigantismo funcional que embelesaba mientras uno permanecía dentro, sintiéndose parte de la bestia de acero. La otra vertiente, que puede llevar a la aniquilación, está teñida por una angustia que, se dice, ninguna sociedad ha conocido.
En Manhattan el skyline financiero semeja una sierra de fauces abiertas, adornada de afilados colmillos que esperan a los emigrantes. Encontramos en estas siluetas la apariencia de un enorme almacén de acogida para la masa de desdichados que huye de las carnicerías del Viejo Mundo (no solamente europeo sino también del de la Norteamérica profunda: tal vez la «carnicería» de la que se escapa sea ante todo la de la antigua subsistencia pegada al terruño[5]). Diseñada casi para la vista aérea (icono de una boca dentada «para ángeles y pilotos», dijo Lewis Mumford), la enorme muralla neoyorquina se levanta con un perfil abrumador, a la vez prometedor y ominoso hacia la vieja sensibilidad, piojosa piel armenia o italiana que hay que dejar atrás. Parpadeando noche y día, los miles de ventanas alineadas son símbolo del poder de la masificación, de la seguridad mediadora que ésta procura. El sentido de estas moles, como en general el de la gran urbe, es impresionar al hombre de carne y hueso (Unamuno), hacerlo pequeño con algo desorbitado que parece escapar a toda decisión personal y exigir el concurso de una compleja gestión, empuñada por sus geniales especialistas.
Las dimensiones imperiales de esta cuadrícula, imagen misma del Leviatán social, ayuda a inyectar esa delegación creciente que requiere la vida dentro de sociedad técnica. Perfiles ciclópeos han de arrancar a los hombres de la mera supervivencia con fulguraciones mercantiles que aluden a la superación de cualquier límite. El rascacielos, por lo demás, tapa el carácter de los sitios con una pared descomunal plagada de irisaciones fantásticas, sólo plenamente visibles en la distancia (incitando en efecto a tomar distancias). Desde lo alto de estos edificios la visión es aérea. Tal tamaño rompe las proporciones, el sosiego y la cualidad del lugar (la pequeña tienda de la esquina, la manzana, el barrio) con un brutal despegue sobre el terreno[6]. Elevación que succiona la atmósfera de la calle, dejándola en la penumbra de un cielo encauzado que facilita el brillo artificial de las luces de neón. Se crea así un microclima lujoso que querría eludir el ciclo de noches y días, la relación íntima de los humanos con las tinieblas, el turno del ocaso, del alba. Desfiladeros luminosos invitan después al interminable plano-secuencia del consumo, pues en los bajos comerciales no cabe cualquier tienda, menos aún viviendas (salvo las de los vigilantes), sino las nuevas minas de plata de las galerías y escaparates.
Desde estos acantilados de acero y ladrillo (desde el Wrigley, uno de las obras más emblemáticos de la modernidad en la North Michigan Avenue, desde el mirador del piso 103 de la torre Sears de Chicago) es posible contemplar, según dice la revista informativa de una conocida compañía aérea, «el bosque artificial más espectacular del mundo». Es como si tras la deforestación de las zonas de sombra en nuestro entorno se intentara reproducir, de un modo controlado y turístico, el espesor de un pasado mítico que hemos perdido. Al caer la noche se ilumina un paisaje de aluminio, cristal y mármol que es todo un monumento al poder y la voluntad galvanizadas del hombre moderno. Las ciudades parecen creadas desde cero (además de Brasilia, es también el caso de Chicago, tras el incendio de 1871), diseñadas como el gran anfiteatro del sueño: ¿un sueño laminado de mercurio, dirigido contra la profundidad ancestral de los sueños? La Milla Magnífica es una variante de los Campos Elíseos al estilo americano, escaparate soberbio del lujo y el consumo. En estas calles siempre se está mirando hacia arriba, gracias al genio de Sullivan y Wright, de Van der Rohe y Jahn, forjadores de este fabuloso museo de la potencia técnica, verdadero festín para la vista y la inteligencia capitalistas.
Mientras, trabaja la gélida geometría de la luz. Poco a poco irá tallando también al ser humano, logrando que nos parezcamos a esos edificios plagados de señales. La ensalzada asignificancia de los rostros postmodernos está emparentada con los destellos de ciencia-ficción de estos bloques polares. Si atendemos a uno de los actuales anuncios de maquillaje veremos hasta qué punto esta forma de construir se corresponde con un dispositivo estructural que redefine asimismo la piel de los humanos. Funciona en este terreno un calvinismo aplicado ferozmente al cuerpo, un micro-apartheid que debe eliminar toda «impureza» en la piel, cualquier cosa que recuerde la caducidad terrena (células muertas, acné, puntos negros, grasa, vello, arrugas). La rapidez mundial de las conexiones exige esas caras clónicas de la publicidad, como pantallas tersas, rejuvenecidas, luminosas, con la circulación activada. Sin huella de finitud o pobreza terrenal en su superficie, los nuevos rostros, al igual que nuestros grandes edificios, deben ser convertidos en una móvil pantalla de señales planetarias. La dureza de la mirada urbana, a la que ya le cuesta posarse, tiene relación con estos campos de entrenamiento en la magnitud de los que forma parte la arquitectura contemporánea.
Es obvio que este escenario conspira inercialmente para separar, para un «divorcio» (Virilio) de la sucia proximidad, fomentando a la par un patético sedentarismo. Sólo de él se alimenta el provinciano entusiasmo ante el espectáculo metropolitano, las emergentes actividades lúdicas, la oferta «cultural» de los últimos espacios y auditorios. De hecho la gente de las grandes metrópolis vive poco menos que de nicho en nicho (apartamento, oficina, gimnasio), ignorando al prójimo. Dos calles principales de una misma ciudad pueden estar más distantes la una de la otra que el polo Norte del polo Sur[7]. La dureza de esta sociedad competitiva, con las prótesis técnicas que convierten en consumidores a lo que no serían más que individuos mutilados, fomenta la ilusión del contacto, de una aproximación social entre sujetos íntimamente alejados unos de otros. Todo esto se refleja en la forma de habitar, entre estas construcciones monumentales pobladas de una publicidad petrificada a la luz de los reflectores[8].
Encontramos en realidad mucho del puritanismo protestante en estas moles aceradas, mucho de la funcional complementariedad entre un mudo interior laberíntico y un exterior implacable, atronador. Cada edificio preserva la sacrosanta privacidad amurallando su portal con el lujo, un cuerpo de guardias y aparatos sofisticados de seguridad. Vemos en estas construcciones la energía del solipsismo, su musculatura hercúlea, pues es obvia la similitud del rascacielos, rompiendo el perfil urbano y proyectando irisaciones sobre un mar de antenas, con la imagen del Robinson heroico que actúa en el yermo de la macroeconomía. Por una parte, encontramos una espiritualidad netamente interior, exclusivista y puritana; por otra, una naturaleza salvaje, sin dios ni indios, como un desierto a conquistar por los protagonistas de la nueva fiebre del oro. En cierto modo, las sirenas, los asesinatos y los atentados de la gran urbe no suponen más que otro paso en una retórica cuya escalada es de raíz explosiva y, en el fondo, terrorista. Cuando alguien desconocido dispara enloquecidamente desde una torre, sólo parece estar llevando al límite la condición de presas que los demás tienen, masa anónima de extraños ante la paranoica privacidad de cada cual.
Los rascacielos tienen el aire de grandes neveras para la vida apartada y custodiada en la que se ha refugiado Occidente. Según Baudrillard, el Empire State de New York recuerda algo de este puritanismo fúnebre elevado a la enésima potencia. Circular en torno a él provoca una forma desconocida de amnesia, pues la infinitud de los rostros y las distancias tapan la angustia típica del hombre contemporáneo. Y esta secuencia carece de excepción, pues cuando tropieza con una faz conocida, con un paisaje familiar o un desciframiento cualquiera, se rompe el encanto[9]. Incluso bajo el cielo de California, todo parece de una geometría resplandeciente al borde de los hielos (el de las almas, el modelo gélido que se ha criado en largos inviernos del Norte). Los aztecas de Teotihuacán, los egipcios en el Valle de los Reyes, incluso Luis XIV en Versailles, levantaron cierta síntesis arquitectónica con unos elementos que les eran propios. Por el contrario, las amplias perspectivas postmodernas confieren al conjunto un aire de ciencia-ficción, como si la ventura terrenal estuviera dispuesta para la mirada de seres sobrehumanos, ajenos a la pobre gravidez terrena. Con su oleaje de mil cristales destellantes, los rascacielos parecen hechos a imagen y semejanza de cierta profilaxis distanciadora, metáforas del océano de la Gran Migración (acaso también reflejado en la pantalla azulada del ordenador) a cuya vuelta la memoria de la humanidad no será la misma.
El cemento armado se levanta contra la fragilidad del antiguo paisaje urbano, las calles, la lentitud del vecindario en los comercios. Ola congelada de fango y luciérnagas, dice Lorca, debajo de sus gigantescas sumas late un río de sangre tierna[10], de vidas herméticas para el prójimo (el otro ya no es próximo), a veces con la mirada irreparablemente perdida. Desfiladeros fulgurantes aprisionan un cielo desatendido, que parece huir ante el tumulto de las ventanas, el gran palomar de la nueva estirpe humana[11]. Las fachadas refulgentes astillan el cielo, fragmentan su sentido en añicos, haciéndolo así más fácilmente soportable. Hay una profunda intolerancia en esta edificación masiva hacia la otredad de la existencia, hacia la íntima diferencia del ser humano. Se admite sin problemas lo que sea, desde luego lo extravagante, pero alineado como una pieza más de la multitudinaria concentración (igual que las ventanas de las brillantes fachadas), encajado en una conexión donde la raíz de su diferencia no cuenta. El crecimiento de las poblaciones urbanas, concentradas en estos enormes panales de brillante mayoría silenciosa, ¿no responde objetivamente a la idea de combatir la mayoría inquietante de los muertos, la herencia de la tierra? La gente se refugia en los últimos pisos, escapando del contacto con una naturaleza que debe ser vista en una perspectiva panorámica, libre de la condición mortal y apta para los grandes planes[12]. Pero entre el óxido de hierro y el estruendo de los grandes puentes, algunos desdichados piensan en la desaparición desde la misma altura que ha sido diseñada para maravillar a la vociferante opinión pública, que en ese momento trágico aparece sorda ante el sufrimiento de seres efímeros.
No obstante, como celebridades de todo el mundo, representantes fúlgidos de la heteronomía de los otros, pagan fortunas por adquirir un apartamento minúsculo en ese sector puntero donde la fama se vende por cuartos de hora (en 1990, en cierto barrio de Tokio se llegó a pagar el espacio por cm2), es normal que algunos diseñadores de Manhattan no tuviesen reparo en argumentar que las plazas de encuentro no son necesarias, puesto que se vive en las casas, no en las plazas. Cuando ocupa urbanística y humanamente el lugar de la plaza o de la vecindad de la calle, espacios inmediatos de coincidencia desde la intimidad de la vivienda, el parque le da un marco apacible a la despersonalización de la gran urbe, un lirismo verde acoplado a su macrodimensión autista. El gran parque ciudadano está fuera de las calles donde se habita, requiere una pequeña excursión a un terreno de nadie, está despoblado, a veces incluso es peligroso. Con su ocio organizado, estos oasis complementan muy bien la silenciosa ley de la jungla del asfalto. Además, confirman la idea de que las metrópolis envuelven al fin al antiguo campo, integrando lo salvaje dentro de sus redes.
En algunas áreas financieras de las grandes capitales no hay calles propiamente dichas. Las torres de oficinas están conectadas directamente a los aparcamientos y a las vías de circulación, un tráfico paradójicamente silencioso en una zona en la que no se vive, en la que de noche no hay nadie que pueda ser molestado, pues se ha convertido en territorio prohibido. Sin remedio, un mundo infrasolar de alcantarillas letales es el cimiento de una sobreabundancia contra natura. Castigo de la nueva Babel y confusión de sus lenguas, en proporción inversa a la edificada altura de la orgullosa Modernidad que quiso romper con las tinieblas del hombre, así desciende el pantano de infinita corrupción urbana donde ángeles y asesinos, ancianos y niños, policías y truhanes se mezclan. A los pies de estas construcciones ha de palpitar un bizarro dédalo de pasadizos donde chapotean seres mutantes. Poco a poco, esos inquietantes subterráneos poblados de pordioseros nos convencen de que es necesario abandonar el entorno de estos cíclopes a su suerte, o bien como colmena de duras oficinas diurnas, o bien como tablero nocturno de crímenes indescifrables.
Paulatinamente, en la figura de los brokers de la bolsa o de las bandas de delincuentes, hemos dejando el corazón de la ciudad a una nueva legión de bárbaros. En realidad, es tal la elevación en estas zonas que los humanos que se pliegan a lo pequeño encuentran todo un orbe inextricable a sus pies, pasadizos donde dormir y esconderse, donde buscar basuras o mendigar, donde conspirar contra nuestro orden… Lo que hace que la urbe sea sin remedio el reino de una miseria y un peligro apoteósicos, desconocidos en el campo y en las pequeñas villas, es que su propia acumulación de riqueza genera una tremenda desigualdad e indefensión en relación a la gente que simplemente permanece pegada a un territorio, a las viejas proporciones del hombre[13].
Madrid, noviembre de 1998.
1. Con su tono apocalíptico, este texto está escrito cuatro años antes del atentado del 11 de septiembre. Que el lector juzgue si, como sostienen Virilio y Baudrillard, hay algo implícito a nuestro orden global que llama a la catástrofe, que la provoca.
2. Thomas Bernhard: Un encuentro. Conversaciones con Krista Fleischmann, Tusquets, Barcelona 1998, p. 144.
3. «Cada ser humano que camina por las calles, cada peatón, va moviéndose con todas las características de un corredor que participase en una carrera de competición». Ernst Jünger: El trabajador, Tusquets, Barcelona 1990, p. 167.
4. «(…) la gran ciudad industrial donde el deber y el trabajo son como un clima que impide el florecimiento de los milagros». Pier Paolo Pasolini: Teorema, Edhasa, Barcelona 1987, p. 135.
5. Esta es la leyenda que figura a los pies de la estatua de la Libertad: «Dadme vuestras masas apiñadas, cansadas y pobres, que anhelan respirar en libertad, el triste desecho de vuestra rebosante orilla. Enviádmelos, a los sin hogar, a los que hacia mí arrojó la tempestad. ¡Alzo mi antorcha junto a la puerta dorada!».
6. «‘La humanidad no permanecerá atada para siempre a la Tierra’ (…) La emancipación y secularización de la Edad Moderna, que comenzó con un desvío, no necesariamente de Dios, sino de un Dios que era el Padre de los hombres en el cielo, ¿ha de terminar con un repudio todavía más ominoso de una Tierra que fue la Madre de todas las criaturas vivientes bajo el firmamento?». Hannah Arendt: La condición humana, Paidós, Barcelona 1993, p. 14.
7. Ernst Jünger: El trabajador, op. cit., p. 66.
8. Cfr. M. Horkheimer y Th. W. Adorno: Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid 1997 (2ª ed.), p. 200.
9. Cfr. Jean Baudrillard: América, Anagrama, Barcelona 1987, pp. 11-20.
10. Federico García Lorca: «Oficina y denuncia», Poeta en Nueva York, Ariel, Barcelona 1983, p. 204.
11. Ibíd., p. 159.
12. Posiblemente por idéntico motivo, la gente desarrollada no quiere hoy ser enterrada bajo tierra y busca la higiene anímica de los nichos aéreos, elevados y alineados como apartamentos.
13. Así como el exterior del burgo era la oscuridad de la selva o el silencio del desierto, lugares inhabitables poblados de monstruos, ahora ese papel lo ha pasado a ocupar el antiguo corazón de las ciudades antiguas, que también se puebla de monstruos. Cfr. José Luis Pardo: «Espectros del 68», prólogo a La sociedad del espectáculo, Pre-textos, Valencia 1999, p. 29
Ignacio Castro Rey. Madrid, noviembre, 1998