Benjamín Espósito (R. Darín) es oficial de un juzgado de instrucción de Buenos Aires, recién jubilado. Obsesionado con un crimen cometido veinticinco años antes, escribe una novela haciendo memoria. Tal vez para ordenar sus atormentados recuerdos, que incluyen un amor dejado en suspenso, y para recuperar de paso la autoestima de su papel, que ante sus propios ojos puede estar en entredicho. Toda la acción se desarrolla en dos tiempos muy distintos, con continuos retornos a una pasado de espanto y de amor que, en buena medida por la indecisión del protagonista, quedó inconcluso. La inconclusión del crimen duplica la inconclusión del amor entre Irene Menéndez y Benjamín, haciendo que ese pasado vuelva continuamente.

Por si los lectores de esta pequeña crónica no han visto la película, no contaremos el sorprendente desenlace final, después copiado -por supuesto, retocado moralmente- en un remake estadounidense. Baste decir que hay dos planos de suspense, los dos muy logrados: el que atañe al crimen cometido por Isidoro Gómez, cebándose en la joven Liliana Colotto después de una larga espera de deseo y miradas, y el que atañe a la pasión secreta que Espósito guarda hacia Irene, su superior en el juzgado que ambos comparten. Este segundo casi supera al primero, puesto que la indecisión constante de Benjamín con respecto a su jefa raya, digámoslo claramente, en la cobardía. Los ojos claros de Espósito no consiguen dar un solo paso, en ninguna dirección, hacia su amada jefa, que mantiene hacia él una mezcla de fascinación, prevención por sus métodos impulsivos -que a veces rozan la ilegalidad- e ironía por sus vacilaciones, propias de un pánfilo (sic). Diríamos que la ternura de Irene se queda corta al calificar así a su subordinado. Todo el coraje que Espósito mantiene en la investigación de la violación y asesinato de Liliana, coraje que no tiene reparos en saltarse la ley para encontrar al asesino, se disuelve después ante la aristocrática y serena imagen de su jefa, que casi juega con los titubeos del subordinado.

Con una Argentina crecientemente polarizada en dos bandos enconados, las escenas de investigación del crimen, de persecución y detención de su ejecutor, están muy bien realizadas, con un ritmo que mezcla en partes ponderadas la violencia y el humor. Todos tienen una pasión que no dejan, que no les deja. Isidoro, por Liliana y el fútbol; Espósito por Irene; el subalterno Pablo Sandoval, por el alcohol, la ideología progresista y el trabajo bien hecho; el inspector Báez, por su odio a Espósito; Irene por Benjamín, aunque ella con más valor que su potencial amante… Por cierto, ¿la admiración que despierta Darín se deberá siempre a este tipo de papeles, a la apuesta y caballerosa indecisión de un seductor que juega con la seducción que retarda indefinidamente sus pasos?

Para bien y para mal, todos son capaces de pasar al acto. Desde luego, el inspector enemigo de Espósito en el juzgado, que le canta a la cara su odio sin que nuestro admirado protagonista salga de su apuesta catatonia. También la pertinaz espera de Ricardo Morales, el novio de la asesinada, que espera años y años hasta capturar y vengarse de Isidoro. También Sandoval, bebiendo hasta flotar y arruinar su matrimonio, haciéndose finalmente pasar por su jefe para que la extrema derecha lo quite de una vez de en medio. Todos son consecuentes, salvo Benjamín e Irene, que se mantienen durante la trama entera en el limbo. No es que el suspense de su mutua atracción no esté bien construido, que lo está, sino que resultan más bien irritantes los infinitos rodeos gallegos de él. Y la paciencia infinita de ella. Nada más y nada menos que veinticinco años espera Irene a que su apuesto caballero andante dé el paso. Eso se llama amor, lo demás son simulacros.

Hay que decir que todos los personajes están muy bien tallados. Tal vez en primer lugar el monstruo frío llamado Isidoro. Las escenas de la huida en el estadio de fútbol y el posterior interrogatorio, la escena del ascensor donde Isidoro se pavonea con el nuevo cargo y su pistola, son impecables. Y de una hechura y dinamismo que el cine hispano no siempre alcanza.

Morales está tan enamorado de la difunta Liliana que parece que es finalmente la resolución de él la que decide que el narcisismo de Espósito, encantado de haberse conocido, dé un paso fuera de su zona de confort. Pasar de Temo a Te Amo es todo lo que se le ocurre a Benjamín Espósito al comprobar el desenlace final de la historia que le ha obsesionado media vida. Sorprendentemente, casada y con hijos, Irene le sigue esperando.

Falla el Estado absolutamente, allí y en casi todas partes. No fallan algunas personas que se deciden a actuar, sin importarle mucho la letra de las leyes. Diríamos que tampoco falla el «hijo de puta» del juzgado, el inspector Báez implicado con la extrema derecha, que odia a Espósito y consigue liberar a Isidoro. En todo este panorama de decisiones, a veces criminales, insisto en que llama la atención la sublime indecisión de Benjamín, que se mantiene desesperadamente flotante durante media eternidad. Ni se atreve a besar a Irene el día que tiene que huir y despedirse. Les une un amor irresistible, pero él hace todo lo que puede por llevarlo a la tumba. ¿Es por este tipo de papeles por los que Darín encanta a tantas mujeres? Si es así, sería un adelantado de la deconstrucción que viene, con su apología de los hombres «blandengues». La verdad, mientras la solución final al supuesto horror que es la virilidad no llega, nos quedamos con los otros personajes de esta trama. Desde el justiciero Morales al autodestructivo Sandoval.

Al parecer, Espósito consiente en la terrible venganza de Morales. Menos mal, a veces parecía no tener sangre en las venas. ¿Es ese amor de Morales, más allá de la muerte, el que convence finalmente al «pánfilo» Espósito que no queda más que el amor? La de ellos ha sido siempre la atracción propia de quienes han negado su mutua atracción. Se dan cuenta que todos estos años van a estar «llenos de nada», confiesa Espósito en un momento. La nada envuelve a estos protagonistas de un progresismo de cáscara amarga. Pero hay que decir que esa nada, la de Irene, Espósito y Sandoval, la de los chicos subalternos que se pasan el día molestando y yendo a buscar café, es la que hace que el crimen sea cada día más impune. En este aspecto, Morales es la excepción moral, el héroe que no deja pasar nada, el único que no da puntada sin hilo.

Ignacio Castro Rey. Santiago, 11 de octubre de 2022