Al principio parecía una tentativa de revolución en una charca de ranas. ¿Por qué me fui del cine la primera vez, al cabo de solo una hora? Algunos estamos un poco hartos de los tormentos de la identidad en el «primer mundo». Y aquello parecía solo una adelgazada variación posmoderna sobre las cuitas de una pija que quiere ser alternativa. En definitiva, confusiones de identidad en una progre bastante correcta. Estudiar medicina con excelentes notas. Después, psicología. Después, fotografía… Al final, acabar escribiendo. ¿Como «todo el mundo»? Y ello con un fondo materno infinitamente comprensible. Mientras el padre, por supuesto, pronto aparece como un egoísta abominable. Estoy básicamente de acuerdo, pero lo hemos repetido demasiado. ¿Por qué, para facilitar qué trasvase?

«Me gustan las pollas flácidas. Me gusta ser yo quien la pone dura y no que me la claven sin más». ¿Estamos ante una mera inversión de papeles? Si ese fuera el mensaje, habríamos tenido razón al irnos en el primer intento. Afortunadamente, no fue así. Cuando iba a escribir contra esta película, volví a verla, tocado por la duda. De manera similar a Youth, cuya complejidad inicial parecía pretenciosa, mera decadencia manierista. Me alegro de mi impaciencia inicial y me alegro de haber revisitado este trabajo de Trier. Lentamente, en la segunda ronda se puede encontrar una preciosa variación de una vieja pregunta, igual de torturante para mujeres y hombres, para viejos y jóvenes: ¿Quiénqué soy? Es una de las interrogaciones que nos hace iguales, pues tiene que ver con el absoluto que es cada existencia ante la muerte. Julie no fallece, pero muere un poco cada día en su itinerario de choques y fracasos.

Su atrevimiento de escritora: «Sexo oral en la era MeToo». La peor persona del mundo no es una monjita de la deconstrucción. El descarnado artículo sorprende y calienta a Aksel. Ahora bien, ¿es una apología de la mamada suficiente para sacar a Julie de su jaulita dorada? Donde Aksel, sin embargo, tal vez nunca reside. Y menos que nunca, cuando se enfrenta a la muerte. Aparte de la inevitable morfina, es la honestidad de la memoria, las confesiones y el rock lo que drogan en su etapa final. Creo que en esta narración Aksel es el centro, aunque la cámara la enfoque a ella. A pesar de su rabia, el coraje de su búsqueda y su sentido del humor, Julie está demasiado socializada para que su soledad se erija rotundamente por encima del resto. Sin embargo, la mansedumbre constante de Aksel tiene algo de un antiguo saber morar. Estaría de acuerdo en que los tres se hacen querer. Los tres sienten demasiado para formar parte de la manada de domesticación que les rodea. Hasta la novia final de Eivind, que sufre y a la cual Julie aconseja, parece demasiado sensible para ser una más. O para que el propio Eivind sea uno más.

¿Otra moraleja implícita de esta cinta? Toda la gente de corazón ha de armarse. Justamente Eivind no lo hace, de ahí que resulte desechado. Julie sí lo está, tal vez incluso demasiado. De hecho, abandona a Aksel precipitadamente, por el sueño de una noche de verano. En definitiva, por un motivo casi «consumista» que después le remorderá. Debido a una obsolescencia programada, esa por la cual cambiamos nuestros decorados tres veces en dos años, el incesante divorcio anímico -de las cosas y de las personas- nos protege de cualquier fidelidad. Mientras Aksel habla bien de Freud y de cómo han castrado y domesticado a su personaje de comic, Julie cree entender el mensaje de que hay que volver a romper. Se equivoca. Mucho antes de estar herido, con la lucidez de una muerte inminente, Aksel es la ruptura personificada. Y por cierto, muy poco sexista, machista o misógino. Es él el que la da caña al padre de Julie, que intenta disimular su desamor.

Una vez más, y esto es muy del ambiente, la búsqueda de lo mejor nos estropea lo bueno. A pesar de su búsqueda, Julie está muy tocada por la cultura de la diversidad, por nuestra velocidad de escape. En este punto, Aksel es más humilde y más clásico. Haciéndolas moralmente superiores, la fidelidad era más una bendita virtud de mujeres. Frente a ellas, el casquivano varón tenía el poder fatuo de volar. Ahora es ella, como tanta mujer moderna, la que parece corroída por los valores masculinos de la huida. Sea cuales sean las intenciones de Trier, en este punto «femenino» Aksel es moralmente superior.

Aunque insisto, los tres se hacen entrañables. Las escenas de aproximación entre Julie y Eivind son encantadoras. Y originales, de una sutileza casi irreal en este mundo clonado. Ese atrevimiento encontrado les deja un poco enganchados a los dos. Recordad ese juego de verse orinar sin tocarse, el juego animal de olerse… Y el humo del cigarrillo saliendo de una boca para entrar en otra. En esas horas, donde la peor persona del mundo se cuela sin ser invitada, todo está absuelto. Incluido el pedo que se le escapa a ella mientras orina delante de él. Todo parece justificado por la virtud absolutoria de una seducción donde, por cierto, funciona gracias a que los dos se «molestan» mutuamente.

«¿A qué te dedicas?» es la pregunta más audaz en las fiestas. Entre gente adinerada y bastante aburrida, el atrevimiento, el humor y la escritura parecen una vía para intentar sobrevivir al cáncer del confort. Harta de la molicie del confort, Julie se divierte como puede haciéndose pasar por un médico que afirma que la lactancia y los abrazos pueden producir drogadicción. Como en una aburrida partida de cartas, la mentira es lo menos que podemos usar en esta sociedad anestesiada.

Aunque, además de gamberra y «microterrosista», con un suave estilo nórdico, Julie es piadosa, atenta a los detalles reales y a lo pequeño. En este terreno, sé que me estoy repitiendo, el maestro moral es Aksel. Ella de hecho no parece muy justa con Eivind, cuyo mayor pecado parece ser la ingenuidad, permanecer un poco desarmado y sentimental ante la resolución de Julie.

Aparte de todo esto, no sé si está logrado ese encantado retorno instantáneo de Julie a Eivind, con todo el mundo detenido, también Aksel. Con la humanidad helada ante la magia cálida del amor. Se dice que cuando «pasa un ángel» no se puede mirar el reloj. Debe ser eso. De manera que Julie vive en lo que para los demás no es nada, apenas tres segundos, toda una aventura de reencuentro.

Los dos son la peor persona del mundo, aunque a Aksel parece facilitarle las cosas su universo alternativo en el comic, mientras Julie tiene que enfrentarse a pecho descubierto a un mundito de nórdicos frugales donde los niños, el vino y la profesión lo son todo.

«Estoy harto de fingir que todo va bien». El destino de Aksel, enfermedad mortal aparte, parece ser el de tantos varones buenos hoy en día. Son demasiados sensibles, y están demasiado desarmados, para llegar a viejos. Miremos solo de reojo las estadísticas del suicidio y de las dolencias cardiovasculares. Ellas resisten de otro modo, más conectadas a la religión social y a unas intuiciones telúricas que el hombre, atrapado en la visibilidad que ahora fascina a tantas mujeres, ha perdido.

Ambos con bastantes historias de amor detrás, Aksel le reconoce a Julie que ha sido el amor de su vida. Ella piensa también algo así, por eso solo el sol que renace tras la noticia de la muerte de él parece poner un punto de esperanza en una vida sin muchos aciertos. El sol es inocente cada día, pero solo porque sale de la noche. Para que el amanecer continúe, incluso con otras variaciones y tropiezos, Julie tiene la entereza de una noche habitable que Aksel salvó para ella.

Ignacio Castro Rey. Santiago, 4 de octubre de 2022