(Primera entrega del taller «Un poco de fiebre»)

El equipo de Limo había visto esta película hace bastantes años. Esencialmente, ayer comprobamos que el encanto se mantiene. Lo que sigue es una crónica del último visionado, en la noche de ayer, martes. Ni que decir tiene que todo lo que digo es discutible y se puede interpretar de otro modo, seguro que en direcciones completamente dispares.

Creo que podemos leer Juego de lágrimas como un delicado homenaje a la fidelidad, a unos vínculos afectivos que, casi siempre surgidos en avatares imprevistos, pueden y deben resistir las presiones a veces abominables de las circunstancias modernas. Las lágrimas juegan, pesan. Igual que el agua, encuentran con frecuencia rendijas para colarse. El dolor y la piedad convierten a varios personajes de esta cinta en otros, distintos a los que les convendría ser. Es el poder de las lágrimas. No solo el IRA y el Gobierno tienen armas.

Ya al cabo de pocas escenas, Fergus no puede evitar la empatía con Jody, el soldado británico que el IRA ha capturado para chantajear al gobierno. Existe una vieja leyenda, muy anterior a las reflexiones recientes sobre el «síndrome de Estocolmo». Secuestrador y secuestrado, verdugo y víctima, ambos son prisioneros de una misma fatalidad, que tal vez ninguno de los dos ha elegido libremente. Para empezar, ¿qué es «elegir libremente»? Un día bajas a hacer la compra y de pronto te ves enredado en un encadenamiento de hechos imprevistos. Casi siempre somos responsables, pero solo por la forma de escuchar, de asumir o ignorar signos que vienen sin ser llamados.

Enseguida Jody y Fergus se hacen «amigos», dentro de los límites de las circunstancias. El corazón les une, el humor les une. También una atención a los detalles propia de quienes se han educado desde abajo, a golpe de encuentro. Hasta ríen juntos después de que Fergus tiene que sacarle el miembro al maniatado Jody para que consiga orinar. Esa camaradería, lógicamente, encoleriza a todos sus compañeros de delito, especialmente al inmoral Peter, que sin embargo tiene algo parecido a un alma y llega a decirle a Fergus, cuando él le pide pasar la noche con el prisionero que ha de matar: «Eres un buen hombre». Sobre todo, Fergus irrita a la despiadada Jude, carente de cualquier cosa que tenga que ver con los sentimientos. En cierto modo, los militantes implacables del IRA representan también a la radiante casta de políticos, influencer y dirigentes actuales, ídolos que internarían a su madre si la agenda del día lo exige. Jordan, autor de unas cuantas películas curiosas, no deja de castigar nuestra superestructura cultural con el subsuelo de unos instintos que persisten en nosotros. Como si hubiera una inteligencia, una moral propia de lo instintivo y sensitivo.

En Dil, en Jody y Fergus, los sentimientos son elevados por Neil Jordan a la categoría de una Inteligencia Natural capaz de perforar las capas de cemento -hoy de silicio- de las situaciones. Incluso da la impresión de que más tarde, con Fergus escondido en una obra de Londres en el papel de simple albañil, cuando nuestro protagonista se enfrenta a su orgulloso patrón -¿»Le gustaría recoger por el suelo sus dientes con los dedos rotos»?- hasta el tosco varón pudiente, nuevo rico habituado a mandar sin réplica, entiende que se enfrenta a algo, caído de otro mundo más alto, que conviene que respetar.

Toda la película de Jordan gira en torno al poder y la inteligencia muda de los sentimientos, unos impulsos afectivos capaces de disolver la costra de nuestra jaula conductista. Excepto la fría Jude, la peor gentuza de este guión -el jefe del IRA, el proxeneta Dave…- es tocada en un momento u otro por el sentimiento que alguien encarna. Fergus, que es amable y a la vez el colmo de la indecisión -de hecho, llega a reconocer que «no sirve para mucho»- es convertido gradualmente por Jody en una especie de héroe de la decisión. Donde el No a lo que no gusta o no apetece, pero sin embargo cierta inclinación empuja, cuesta mucho, cada vez más.

Y también está la vieja cuestión del poder de la muerte, de los muertos. Después de su fin, a la vez sentenciado y accidental, Jody reaparece por todas partes. En las pesadillas y los sueños de Fergus, en las órdenes mudas que sigue oyendo Dil. Incluso en la cólera y los temores de Peter y Jude. La muerte inminente de su amigo Jody es lo que hace que Fergus, precisamente quien tiene que matarlo, interrumpa bruscamente el intento de discurso edificante de Peter, que querría convertir un crimen inmoral en una ejecución legal: «En nombre del IRA le declaro…».  No quiero ser más pesado de lo imprescindible, pero la diferencia entre legalidad -del IRA o del Gobierno- y legitimidad es tratada por Jordan siempre a favor de esta última. Menos mal, la verdad, pues algunos estamos un poco hartos del imperio de la normativa vigente, por muy alternativa que se presente.

Salvo Jude, todos los personajes están cargados de matices y no obedecen a la sociología barata de las identidades. Ante todo, Jody. Negro de origen humilde, es sin embargo un aristócrata del humor y del amor. También un  excelente jugador de cricket y un especialista en la psicología de las situaciones. Enseguida sabe que le van a matar, «tan seguro como que la noche sigue al día». Enseguida sabe que Fergus es «amable» y está atrapado con él en una situación que no han elegido. Sabe también que Fergus no le disparará por la espalda.

Lo siento mucho por la posible fragilidad de las almas presentes, pero Jordan nos ahorra casi por completo el habitual moralismo que separa cómodamente a malos y buenos, a víctimas y verdugos, a violentos y mansos. Sobre Dave, que es abusador y violento, pero también quiere a Dil, esta llega a decir: «No sabe lo que es estar enamorado». Y sin embargo, Dil se equivoca, pues Dave sufre con la aparición de Fergus. Y no solo por el menoscabo que él representa para su negocio.

Tampoco hay una diferencia clara entre guapos y feos. Jody no es guapo, pero se hace magnético. Como mínimo, Dil posee una belleza asimétrica. El ser más canónicamente guapo, Jude, es a la vez el más vulgar y abominable. Por todas partes Jordan esboza la ambivalencia de vivir, una ambigüedad real que no obedece a ideologías. Por ejemplo, la sabiduría de Col, el camarero de The Metro. ¿El nombre español indica que allí se juega una sentimentalidad expulsada de la áspera Isla? Que con frecuencia Dil hable con su amigo camarero en tercera persona -«¿Qué te parece, Col? Me ha mirado»- podría indicar que todos son partícipes de un guión donde no hay más que extras. Quien lo escribe es otro, que no está presente, como si Dil y Fergus -descendientes de la sabiduría de Jody- creyesen en un destino que no está escrito por nadie. Por eso hay que adivinarlo en las grietas de cada minuto.

«¿Por qué no me matas», pregunta hacia el final Fergus. «Él no me deja», contesta Dil. De algún modo, la sombra de Jody es la sombra de Dios, de un ángel caído que casi siempre está en estado de gracia. Por eso puede comunicar de esa forma y dar indicaciones a distancia. Al poco de ser raptado, ya todo gira en torno a él. No olvidemos que, en contra de nuestra ideología actual de la elección constante, esta película defiende lo heredado, lo dado y natal. De ahí que el cuento del escorpión y la rana se repita otra vez al final, en la cárcel donde Fergus y Dil siguen juntos: «Lo siento, no pude evitarlo. Está en mi naturaleza».

Una cosa más. Al margen de la histeria actual, nacida de nuestra impotencia anímica, Jordan permanece deliciosamente indiferente a la religión del género y del sexo. El órganos de los cuerpos es su silencio de fondo, por eso todos los personajes están en tránsito. Jody es el tránsito en estado puro. Fergus es heterosexual, casi vomita al descubrir el sexo «verdadero» de Dil, pero no puede evitar seguir queriéndola. Lo mismo ella con él: «Me voy con quien sea amable conmigo». No parece que lo sexual haya sido nunca, en Dil, el colmo del paroxismo con Jody o con Fergus. Pero los adora a ambos. Y no hay dos sin tres. Los tres son gemelos en una castidad del amor que no puede hacer cuentas, ni sabe de identidades, de tamaños ni géneros.

Ignacio Castro Rey. Santiago, 21 de septiembre de 2022