Sería grato que todo el mundo delirase, como piensan algunos psicoanalistas. Lo preocupante es más bien lo contrario, un masivo conductismo que hace previsibles a los otros hasta en su mala educación. Posiblemente la repetición de la exigencia «Demuestra que no eres un robot» expresa un peligro de automatización en la misma carne. Si es así, asistiríamos a una pavorosa pérdida de mundo en cada uno de nosotros.

Lo que hoy se ha extendido en una amplia clase media urbana es algo distinto al individualismo descarado de antaño. Es un tipo de dispersión anímica compatible con el funcionamiento grupal, la solidaridad enlatada de las redes y la sonrisa perpetua en las normas cotidianas. El marketing se ha apoderado hasta de la tristeza. Al fin y al cabo, lo que se llama ubereconomía significa que las cosas antes gratuitas, desde un viaje familiar a una habitación vacía en la casa, ahora son puestas a producir pequeños beneficios. A nuestro odio de hormigas le corresponde un capitalismo de hormigas, su ubereconomía.

Lo paradójico de nuestra situación actual es que el egoísmo es interactivo y funcional. En este sentido, genera empleo: el de la visibilidad, con un gigantesco colectivismo en las costumbres. Lo que hemos perdido como productores, en un trabajo cada día más precario, lo ganamos como empleados a tiempo completo del consumo. Finalmente lo que producimos es precariedad, un tiempo entretenido que no pesa. Consumimos espacio terrenal, cualquier esquina de tiempo muerto. Producimos velocidad social, cronología, tiempo contado y espectacular.

Lo que enfrenta al «primer mundo» con las otras culturas, sea la latinoamericana, la árabe a la eslava, no es la democracia o la retórica vacía de los derechos humanos. Nos opone al resto del mundo nuestro odio sordo a lo analógico, al atraso y la irregularidad de la vida terrena.

Entre nosotros funciona un realismo capitalista que deja las diferencias personales para el narcisismo de las pequeñas opciones minoritarias, sexuales o culturales. Son inocuas para la obediencia mayoritaria y resultan fácilmente comercializables. Sería reconfortante que el ciudadano medio tuviera en Occidente algún tipo de relación con la espiritualidad, con lo que hoy consideramos asocial o inhumano. Pero nuestra adoración narcisista de lo minoritario es un sedante, un preservativo para no abrirnos al mundo, a la comunidad silenciosa de una humanidad que ignoramos.

En virtud de este individualismo blindado, la antigua alienación del ciudadano occidental se libera de cualquier complejo de culpa y saltase a la pista de baile.  Como si el viejo egoísmo competitivo, que era molesto pero se le veía venir, se haya encriptado y convertido en fluido, compatible con el espectáculo de mil conexiones calientes. El capitalismo que primero desencantó el mundo, ahora lo reencanta virtualmente, en una ficción social que nos invade hasta la médula.

Nos encontramos entonces con la paradoja de que, en el universo de la transparencia, nunca sabes con quién estás hasta que ocurre algo irreparable. El prójimo es hoy un misterio, pero a  la vez participa en mil iniciativas sociales. Cualquier vecino es así hermético en su normalidad. Vivimos en una visibilidad cegadora, sometidos al oscurantismo de una infinita normativa que regula la vida hasta detalles infinitesimales. De ahí que cuando nos damos cuenta de quién es realmente nuestra compañía, pueda ser ya demasiado tarde.

Las mil sorpresas que hoy nos ocurren con los que llamamos «amigos» tienen relación con un nuevo autismo de rotación veloz y género no binario. Este tipo de sujeto casi nunca llegará a la agresión física, salvo que un día estalle generando una matanza, pero tampoco se entregará a nada que no sea su fría estrategia de selección permanente.