Técnica y objetivamente, se dice que lo que vivimos en el ébola es una auténtica bomba real, con pocas comparaciones posibles. ¿Incluso el sida exigía vías de contacto más voluntarias y evitables, menos difusas? No es exactamente así. Pero, como tantos de nuestros terrores sociales, este virus expandido desde un río, murciélagos y cadáveres africanos, transita por medios durmientes, invisibles. A través de vivos que carecen de síntomas y de cadáveres con aspecto apacible. Es el terror de nuestro credo de la visibilidad.

I

Pero todo está, más que probablemente, magnificado por el sensacionalismo de los medios. Lógicamente, la industria farmacéutica deja hacer. ¿Irresponsabilidad? Compartida. El hilo conductor que une al gobierno de esta bendita nación con el cuerpo de Teresa Romero, Dios les ayude a ambos, es la pérdida de toda potencia intuitiva para la presencia real y sus mil espectros. Mucho antes de que pueda llegar ese letal virus pleomórfico, nuestros cuerpos (sociales y carnales, es casi lo mismo) habían perdido ya toda potencia analógica.

II

No queda apenas ninguna tecnología elemental para desconectar esta celeste cobertura y reconectarse a las situaciones reales, siempre cambiantes y sin garantía posible. Lo cual, de rebote, vuelve a insistir en ese temor de un imperio espectacular incrustado en la espontaneidad neuronal de los tejidos. Por tanto, omnipresente. Aunque todos los aparatos estén apagados, la interpasividad de la cobertura sigue funcionando en nuestro modo de ver, de oír, de atender. En resumen, en la insensibilidad organizada.

III

Todo se confía a la conexión de los medios y los protocolos visibles, lo que en el orbe católico se llamaba hipocresía. Esto explica que tanto una persona, voluntaria del medio sanitario, como un gobierno entero pierdan la inteligencia sensitiva necesaria para subsistir a las actuaciones más o menos televisivas. Lo que importa en la gestión es la imagen. Por eso detrás de nuestros decorados puede ocurrir cualquier cosa: el ojo del Dios social, a diferencia del otro, no traspasa las paredes de secreto privado. Los vicios particulares seguirán alimentando las ilusiones públicas.

IV

Sin esa complicidad entre lo macro y lo micro, difícilmente puede explicarse la larga y penosa cadena de errores estructurales y personales: la infección múltiple en ambulatorios, peluquerías y ambulancias; el marido de la infectada, desde la habitación contigua, haciendo llamamientos para que no se sacrifique la mascota familiar; los animalistas enfrentándose a la policía en la misma puerta del edificio de la primera víctima. También el enésimo filón que parece haber encontrado una información que ya, toda ella, parece amarilla. La oposición saca también tajada como puede. Si la mitad de lo que se dice es cierto, la escenografía recordaría a la orquesta del Titanic, tocando su estribillo hasta el penúltimo momento.

V

De ahí el perpetuo efecto viral de una sociedad terciaria, que ha elegido no detenerse e ignorar la tecnología desnuda de la vida real. La misma velocidad, constantemente inducida, que nos salva de ser tocados por la tierra común, es la que se convierte en letal cuando entra un simple mosquito en la turbina de las redes. De idéntica manera que ocurrió en los distintos 11 de algunos meses, y en algunos virus informáticos, con un gasto mínimo se producirá un efecto máximo. Es normal que en los gobiernos resurja el fantasma del bioterrorismo.

VI

Por supuesto, con la entusiasta participación de las redes, con todo el mundo dando su opinión y multiplicando el negocio. Y una vez más, unos gobiernos muy prudentes ante ese poder viral de la opinión pública. Que se interrogue a vecinos y familiares de Teresa, a la misma madre. Que los locutores acerquen los micrófonos y focos hasta la puerta misma de la enferma, a duras penas disimulando su ansiedad por unas últimas noticias. ¿No es casi un milagro que no tengamos imágenes robadas de la habitación misma de la víctima? Todas las palabras clásicas de la indignación moral amenazan con quedarse cortas ante esta nueva marea de sensaciones.

VII

El derecho a la información incluye el deber de la exposición. La misma televisión que siguió al detalle el «depredador sexual» de los parque infantiles, dificultando hasta el límite la labor policial. La misma información que jamás dejó de amplificar la labor de ETA, hace ahora todo lo posible por elevar exponencialmente la potencia de ese virus cambiante de forma, como nuestros sueños, nacido en alguna remota región del antiguo Zaire.

VIII

En la ya lejana fecha de 1976, por cierto. Lo cual demuestra que hasta que la sangre, literalmente, no llegó a las puertas del primer mundo, los Estados y los laboratorios no invertieron más que sumas ridículas en investigación. Casi todo se gasta en imagen. En definitiva, como decía un dudoso escritor de éxito, África debe seguir siendo nuestro favorito antipiso muestra: esa galería de horrores que necesitamos para que nuestro extraño nivel de vida parezca definitivamente envidiable.

IX

¿Recuerdan la alarma social, bendita expresión que inmuniza el negocio de la cobertura, en torno a la encefalopatía espongiforme? Si entonces, incluso en la Gran Bretaña, epicentro de la plaga, hubo más muertos por daños colaterales (depresiones y suicidios de granjeros) que por causa directa de la enfermedad de las «vacas locas», el mismo efecto mariposa se puede temer de esta última plaga bíblica. ¿Habrá más víctimas terciarias que primarias?

X

Lo cual, naturalmente, es y será exactamente indemostrable. Pero nuestra eficacia especulativa se basa exactamente en esa incertidumbre. Ahora también entendemos por qué la gente necesita creer en Dios. Porque los designios de los hombres son también inescrutables. El miedo es libre, se decía antes. Pues no, hoy ya no. El mensaje no es el medio, sino el miedo. Éste está embridado y codificado en un canon masivo, aunque sea de tarifa plana.

XI

¿Es el momento de retocar las palabras de un polémico personaje del pasado siglo? Para simplemente vivir, los hombres necesitarían no atender a la ideología dominante: a nuestra industria de la agonía, a esta superestructura del miedo. ¿Sigues ahí, Karl, después de Jean? Sí, los dos siguen ahí, entre el terror y la risa. Más hermanados que nunca por la simplicidad oculta tras la complejidad triunfal. ¿A punto de resucitar, como todos los muertos? No, el fetichismo global ha convertido la entera vida social en mercancía. Y esto exige la incineración de los cadáveres. También el silencio de sus espectros.

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