Querido L.,

Tiene gracia que le llames simplemente «envío» a las cosas que me mandas, como si fueran solo un paquete anónimo y sin sustancia. Y es todo lo contrario, por eso a veces tardo en contestar. Aunque ya sé que no hay nada que contestar.

Enfermos de eros, dices. Sí, algunos, algunos lo estamos. Pocos, los que llevamos mal la crudeza del día. El resto se dedican, como máximo, al sexo. Que tampoco creas que son muchos; siempre se miente, también en eso.

Mi libro se dedica al amor de la noche, es un canto al erotismo de todos los seres, tapado por esta ola de sexualidad vigoréxica. No sé, je, qué pensaste de mi trabajo actual.

Habitar allí donde no hay memoria (Deleuze). Qué envidia, sí, qué milagro. En mi libro, pero no quieres leerlo (y tal vez haces bien), las partes cruciales se dedican a ese milagro, ya asexual, donde la conciencia desaparece. Donde la memoria y la imaginación no son necesarias. Lo más lejano está allí, fundido con el aliento pueril de la cercanía.

Ese lugar que, en efecto, tiene que ver con el temor de la noche al día, aun cuando la noche se hace interminable. Claro, ese maligno genio nocturno en realidad es la criatura más débil. Desea el día, lo necesita para desparramarse en el calor de un mundo compartido y salir de su soledad lunar. Pero a la vez le tiene miedo a esa crudeza, a ese reparto empresarial de nombres y roles.

Visto desde la noche viva, ese silencio que no duerme (Lispector), el día es el colmo de la esperanza y el colmo del terror. Cierto, además de Lispector, Deleuze y otros (más de los que imaginamos: no olvides que casi todo el mundo está escondido) saben mucho de eso.

Desde esa ternura sin doctrina, la de lo nocturno, me conmueve la relación que tienes con tus padres. Cómo los cuidas, cómo cuidas que no te vean mal, que no tengan que preocuparse por ti.

Dales mis más entrañables recuerdos. Y diles que tienes un amigo gallego, que vive en Madrid, que también, antes de usar las marionetas para entrar en el día, necesita oír el sonido de la lluvia nocturna. Abrazar la lluvia, ser como ella, con una inocencia constante y libre de cálculo. La lluvia encuentra en la caída, irremediable, su único deseo. ¿No deberíamos ser, en el fondo, un poco así?

Un abrazo, L., y hasta los próximos envíos,

Ignacio

Madrid, martes 28 de abril de 2020