- Las tesis, las intuiciones, los hallazgos de Debord, ¿han aguantado bien el paso del tiempo o este las ha devastado sutilmente?
Por desgracia, la idea de que el nihilismo occidental huye de la existencia común como si fuera la peste, la certeza de que nuestro auténtico enemigo es la vida mortal y que la hilera incesante de demonios oficiales es un mero pretexto, está harto confirmada. La casta descarada de amos que nos intentan gobernar, con un gesto día a día más inclusivo, guarda un inmenso odio dentro. Aparentemente, la negación de la vida ha logrado tornarse cálida visibilidad, progresismo atento a las minorías, como si la forma móvil de la separación hubiera reencantado el capitalismo. Es como si la vieja y oxidada alienación se hiciera divertida e interactiva, saltando a las pistas de baile. Todo esto lo adelantó Debord, quien tampoco se equivocó en la idea de que escapar al espectáculo exige subvertir la mutilación policial de la percepción, regresando a una especie de infancia armada. En resumen, creo que su «situacionismo» ha envejecido mucho mejor que algunas estrategias posteriores, menos existenciales y más respetuosas con la supuesta seriedad de la historia. Por poner un ejemplo de moda, comparado con un Mark Fisher que también murió prematuramente, encontramos en los textos de Debord una fresca violencia crítica. Su percepción de la inmediatez real, su apuesta por la profundidad sensible es lo que le hace, en medio de un estalinismo minoritario de Estado que complementa la obscenidad mayoritaria del Mercado, impertinente vivo y vigente.
- Cuando habló por vez primera de «sociedad del espectáculo», ¿fue consciente de hasta dónde se ensancharían los límites de esa sociedad del sucedáneo que él previó?
Nadie podía imaginarlo. Tampoco nadie deseaba tal expansión imperial, una normalización del espanto que ha llegado a disfrazarse de felicidad. Con frecuencia los visionarios desean que sus profecías no se cumplan, que sólo sean útiles como una advertencia apocalíptica y pesimista. Lejos de esto, Debord acertó plenamente, cosa que le costó bastante cara en su propia vida personal. La insobornable obra crítica estaba hecha: ¿cómo vivir con ella? Podemos decir que después… al menos, supo morir a tiempo. Menos mal que no vio cómo una pandemia se fundía con un espectáculo fúnebre del miedo, mientras un negocio multimillonario introducía un estilo bovino de gobernanza. También se libró de ver cómo unas matanzas desgraciadas, en Palestina y Ucrania, se convierten en una posibilidad fabulosa de imagen, blanqueando el racismo europeo con la lucha contra el «terrorismo». Por no hablar de la exhibición inagotable que el mercado de la opinión ha encontrado en el desfile woke del orgullo minoritario y los cuerpos mutantes. Una izquierda empantanada en las perspectivas de género y la igualdad sexual, difundidos por el imperialismo de la universidad estadounidense, malamente podía tener ojos y oídos para lo real de una hecatombe… En fin, esperemos que Guy haya alcanzado un modo de paz que, entre nosotros, solo parece verosímil en el claroscuro de un umbral, un intersticio entre la vida y la muerte.
- Le Corbusier simbolizaba para Debord la metafísica capitalista. ¿A quién debe más Debord, al arquitecto, por oposición, o a Breton por afinidad de linaje?
La oposición al espectáculo capitalista puede a veces parecer en él crispada o sectaria. Creo que es un equívoco, incluso una distorsión malévola. Como algunos otros críticos del sistema, Debord habla desde un vitalismo insobornable. Mayor que el del mismísimo Foucault, quien llegó a acusarle de creer en una inmediatez real, no mediada por la historia. Efectivamente, así es, pues su peculiar situacionismo partía una y otra vez de la exactitud poética, de la potencia afirmativa de la muerte. A riesgo de que se revuelva en la tumba, casi podríamos decir que Debord fue un hombre de fe, pues le movió una creencia ferviente en lo visible que le mantuvo aparte de la ilustración universitaria. En tal sentido, le debe mucho a la anarquía coronada de Artaud -y sus ecos en Breton-, así como a cierta antropología cultural que vuelve en algunos poetas. Incluyendo por cierto a Gracián, Manrique, Lorca y otros visionarios españoles anteriores a esta entrega nacional al estreñimiento europeo y estadounidense. A Le Corbusier y a otros les debe algo también, pero más bien por oposición irónica. No obstante, en Debord la cólera siempre estuvo envuelta por un manto de serenidad y distancia, a veces salpicado de un humor endemoniado. Es posible que él, a diferencia de tanto radical académico, creyese en el dios de un desamparo vuelto, salvado en la gracia de lo abierto. De algún modo, Debord pertenecía a una mítica y casi extinta aristocracia de la intemperie.
- ¿Qué propone al individuo la práctica de la deriva, esa incursión azarosa que extrae directamente la magia del desorden?
Encontrando el acontecimiento dormido en las situaciones, propone someter el cuerpo enfermizo del ciudadano urbano a la cura de las afueras. La deriva es la incursión en la playa escondida de los espacios, al margen del espíritu furiosamente temporal del capitalismo, la seguridad policial de su cronología. Entiendo que Debord, con el pasaje que es la deriva, propone una potencia de metamorfosis corporal, perceptiva y anímica, no sólo ideológica y política. Y ello sin necesidad de medicar el cuerpo, a diferencia de tanto radiante partidario actual de reconstruirse con hormonas y cirugía punta. La deriva es una incursión aleatoria por una exterioridad sepultada bajo el cemento, a través de los rincones de una psicogeografía que puede devolvernos un espacio de libertad en medio del encierro espectacular. Esto es parte de la guerra geoestratégica que le interesaba. En la actualidad, la sentimos como una guerrilla terrenal dirigida contra nuestra patético retiro al reconocimiento urbano.
- Una de las continuas denuncias de Debord es la falta de deseo, su ausencia (sustituida por compensaciones en el capitalismo). ¿Cómo es posible, si el hombre es un ser deseante casi por naturaleza? ¿Cómo es posible que nos den semejante gato por liebre?
El deseo nos mantiene abiertos a una interioridad más abrupta que cualquier exterior turístico. Abiertos, en suma, a una naturaleza que es cualquier cosa menos naturalista, ingenua o tranquilizadora. Debido a este peligro íntimo, el deseo siempre está tentado de venderse al goce de los bienes que circulan, un fetichismo de la mercancía que ofrece devolvernos al útero seguro del narcisismo, individual y social. No es tan extraño que los simulacros nos cautiven, pues permiten al sujeto alejarse en manada del peligro de vivir, de un absoluto local que es siempre intransferible.
- ¿Merece la pena vivir en el «mínimo vital» que denuncia Debord?
Si ese mínimo vital lo dicta el sueño, la brújula secreta de cada quien, adelante, sería aceptable. Ahora bien, ¿quién decide hoy qué es mínimo, qué es tolerable y qué es intolerable? El problema ocurre cuando, en el régimen espectacular integrado, el mínimo vital lo decide un Estado-mercado que quiere mantenernos con un hilo de vida, en el estado larvario necesario para seguir encerrados y produciendo. En suma, reproduciendo la miseria mental que es la base del cierre consumista de las situaciones. Entiendo que el situacionismo de Debord es una forma de infiltrarse, ingresando en el interior de la prisión espectacular para disolverla por dentro. ¿Cómo? Con una relación barroca o incluso medieval con la vitalidad, libre de esta hipocondría histórica que aqueja a la posmodernidad.
- ¿Hasta qué punto es posible, a día de hoy, construir por nosotros mismos la propia vida?
Todo depende de la relación que mantengamos con lo que nos da pánico. Pienso que Debord creía que una construcción duradera, libre de los decorados capitalistas, ha de hacerse sobre una escucha a la constelación natal, recibida desde el genio de la infancia. Si lo natal está lejos, y a la vez es nuestra manera manantial, la escucha es el culmen de la acción. No creo que esto sonase mal a sus oídos, increíblemente juveniles. Tenemos para este salto todo lo que se necesita, la parte de noche que nos toca. El problema es que lo primero que se le expropia hoy a la gente es esa «nada», una indefinición original que nos permitiría romper con el muelle de las dependencias inyectadas. Atendamos un momento a la «comprensión» del ecologismo alemán hacia los métodos de Israel. El apartheid sionista ha cautivado al progresismo occidental porque aquel sólo es la punta estadística de una furia aisladora, de origen angloamericano, que ha invadido la pulcritud de la UE. La servidumbre interactiva, a la que se ha rendido la izquierda mayoritaria, sólo se podría frenar con una relación afirmativa e impolítica con el misterio. De modos que apenas podemos imaginar, él lo logró en vida. Bendito sea, aunque su ejemplo sea hoy difícilmente imitable.
- Para Debord, nuestra vida íntima podría servir a la causa de la más cotidiana revolución. ¿Cómo?
Entrando en los signos del miedo, venciéndolos desde abajo. Es en realidad una vieja sabiduría, de la que se hace eco él y que también recogen otros. A la manera de Simone Weil, es cada día más urgente volver a sentir y pensar con lo más atrasado de nosotros mismos. Sólo nuestro subdesarrollo constitutivo, la borrosa escena primordial que nos ha engendrado, puede librarnos de la fascinación que ejerce el tránsito incesante de novedades, marcas e imágenes. Deberíamos volver a poner en lo onírico, en la forma misma de dormir y respirar, una posibilidad más alta que cualquier actualidad, esta estadística totalitaria propia que es la política, la información y la economía.
- «No se trata de aliviar los síntomas, sino de erradicar la enfermedad». Parafraseando a Thachert, ¿no hay alternativa a este sistema?
Psicológica y culturalmente, el «sistema» es la ilusión de no regresar jamás a un paisaje azaroso, a la geografía contingente que nos ha engendrado. El capitalismo es la cultura de un apartheid personalizado, el complot político contra lo real. Debido a esta promesa personalizada de separación espectacular, la inquisición religiosa acaba triunfando a través de las causas laicas y alternativas. Hay una profunda complicidad del individuo urbano con esta alienación caliente y sexy que se le ofrece, pues esta promete la acumulación de un «nivel de vida» que permita una nueva ingravidez, libre por fin de los demonios del suelo. Vivimos en la religión de la circulación perpetua: para quien flota, ninguna mugre terrenal es cercana. Se trata de una ilusión puritana, pero muy eficaz al actuar sobre lo más lábil de las vidas modernas, su temor a pararse en lo ahistórico que está bajo el cemento urbano. Que no hay alternativa, que la vida común no ofrece ninguna, es la idea fija del sistema, el nihilismo de fondo que une a todas las ideologías, haciéndolas a la vez obsoletas y convirtiéndolas en una farsa. Es el racismo contra la tierra y sus pueblos lo que une el espectro político occidental. Thatcher dijo a gritos lo que lo que hoy Trudeau dice con la dentadura correcta de una boca sonriente: es necesario apartarse de la jungla terrenal y sus pueblos de mierda. Así es hoy nuestro apartheid, portátil y ecológico. Es obvio que Debord, al hacerse consciente de este odio democrático, no se puso la vida fácil.
- ¿Existe, a día de hoy, algún «teórico» del vuelo de Debord?
En medio de nuestra coacción mental, no es probable tal intensidad espiritual. Pero no debemos subestimar el papel generatriz de las humillaciones, que hoy se multiplican a través de nuestro dictado normativo. Tras la obediencia masiva, una rebelión está preparándose. Aunque para rebelarse contra este poder uterino, no basta con una política. Hará falta otra metafísica, una mezcla de desparpajo vital y cólera teórica que roza lo inconcebible. Por eso es normal que hoy las revelaciones vengan de gente anónima, de la que nadie ha oído hablar. En cuanto a nombres propios, al menos se podrían citar a cuatro pensadores vivos: Giorgio Agamben, Alain Badiou, Marcelo Barros y Julien Coupat. Desde el terror inclusivo que ejerce nuestro simulacro de inmanencia, estos cuatro agnósticos se hacen las preguntas teológicas más urgentes. Con muy distintos tonos, formación y referencias, los cuatro han intentado prolongar una insurrección que es tan impolítica como política. Seguro que hay muchos otros nombres, que sería prolijo enumerar. Si repasamos el «Postscriptum» de Deleuze, siguiendo el rastro de un poder-surf de geometría variable, veremos que los ecos de Debord llegan lejos, aunque pocos le citen. Como él pilló al vuelo la perfidia alternativa de un odio que tiende a confundirse con nuestra forma de divertirnos, es de esperar que en el futuro vuelvan a Debord muchos otros pensadores. Tendrán que volver a firmar un pacto con el diablo y convertirse en serpientes, en agentes dobles que se infiltran en este mundo adormecido. Tendrán que ser ágiles, más rápidos que nuestro deslizamiento obligado, si quieren recuperar el poder mítico del ser lento que somos.
- ¿Comparte la afirmación de Debord según la cual el patrimonio artístico ha de ser usado con fines de propaganda?
Como él tenía un humor endiablado, con frecuencia no sabemos a qué estaba jugando al disparar en direcciones imprevistas. A veces parecía ceder al sectarismo de consignas vanguardistas que le precedieron. Sin embargo, dado que tomaba el arte como primera forma de una verdad común y escondida, quién sabe, quizá quería librar el patrimonio artístico de la siesta del museo y los artistas, expandirlo como forma de vida. En tal caso, sería la estrategia de conservar dejando ser, dejando caer: buscando una especie de eternidad infraleve, una caducidad incorruptible que también interesó a Duchamp y Cage.
- Le devuelvo una pregunta que se hace también el filósofo: ¿Por qué los medios existentes, que permitirían vivir bajo el signo del deseo y del juego, sirven para crear nuevas y peores alienaciones?
No hay avance sin retroceso. Un despegue global ha de esconder también un sótano inusitado. Para defendernos de la existencia, la idolatría siempre vuelve. Encerrada en mil prótesis de alejamiento, la humanidad actual tiene miedo al devenir, a este envolvente azar real que amenaza siempre con rehacernos. De ahí que hayamos derribado un dios para cambiarlo por otro, más actual y mortífero. La vieja cólera de Dios se ha posado en la cólera de la identidad y sus cancelaciones, en la sonrisa de un Yo deslizante, endiosado e inescrutable. Nuestra masificación espectacular sólo suelda átomos mutilados, profundamente enmudecidos. Nick Cave dijo que París, por poner un ejemplo clásico, es una de las ciudades más fúnebres y eclesiásticas del mundo. Sabía de lo que hablaba, y creo que Debord sonreiría con esa idea.
- ¿Qué importancia tienen los conceptos de «azar» y «juego» en el pensamiento de Debord?
Son capitales. El dios de Debord no hace más que jugar a los dados. Lo imagino, en tal sentido, más cerca de Heisenberg o Shrödinger que de un Einstein todavía demasiado newtoniano. No siento a Debord lejano del dios-niño que pedía Nietzsche, muy similar a cierta inocencia afrodisíaca a la que Heráclito rendía culto. Sólo otro candor, que se atreva a jugar incluso con lo peor, puede librarnos de esta oferta enfermiza de una salvación social que nos asfixia y nos ha convertido en arios digitales.
- A juicio de Debord, ¿qué cosas nos esclavizan?
El miedo a vivir, a darle forma al acontecimiento de una alteridad que nos atraviesa y no cabe en ninguna identidad, por minoritaria que esta sea. Con la deriva, con la psicogeografía o una relación amorosa, «construir una situación» es abrirla a su acontecimiento potencial, a un encuentro que espera. De acuerdo en que esto da miedo, pues pone en riesgo el narcisismo identitario que nos hoy blinda. Ahora bien, si cedemos en nuestra más íntima indeterminación, que no tolera un reconocimiento público, cedemos también en el primer territorio existencial desde el cual podemos ejercer una fuerza. Creo que Debord pensaba que los amos externos que nos dominan se arraigan en esta primera concesión, en la promesa envenenada de un estatismo continuo.
- Si atendiéramos a las propuestas de la psicogeografía, ¿de qué modo mejoraría nuestra vida?
Sería una manera de dejar entrar la medicina de lo impersonal, la tormenta abstracta de un afuera que puede expandir cuerpos y mentes. Por paradójico que parezca, y a la manera de Machado, nos curaríamos del miedo continuamente inyectado con el vértigo de existir. Con un miedo invertido, transformado en una potencia de finitud. Esto nos libraría del temor a la opinión pública, que hoy nos atenaza y, a la vez, del patético narcisismo de nuestra pequeña diferencia, este ilusión de culto exclusivo donde hemos encontrado el sedante para el maltrato mayoritario que hemos consentido. La verdad, recordado a Debord no sé si soy pesimista o ingenuo. Como él mismo, quizá haya que ser las dos cosas a la vez, aunque con hemisferios corporales distintos.