Querido Edgar,

Perdona el habitual retraso en responderte. Sobre el papel de las emociones en nuestros dispositivos de poder, yo lo veo así. Primero el capitalismo desencantó el mundo: la emigración a la ciudad, la ruptura con el orbe campesino, le regulación minuciosa del tiempo cotidiano… Todo ello lleva a la instalación de un ciudadano hermético, misterioso, que se corresponde al enfriamiento de las relaciones, a la desconfianza, al auge de la novela policíaca y también de la psicología.

Weber no se equivoca cuando diagnostica el nacimiento del capitalismo con el establecimiento de una organización fría del lucro que incluso prohíbe la vieja piratería. Se pone en pie una distancia «protestante» entre las personas, cada una en relación directa con Dios y su predestinación, que facilita un aislamiento individualista que las convierte en potenciales empresarios y, a la vez, en mercancías. El prójimo desaparece: aparece el ciudadano, el cliente y, más tarde, el consumidor. Es una ruptura urbana con la cultura de los sentidos, y con el liberalismo hedonista del campo, a favor de un orden social y unas prácticas económicas cada día más cerebrales. El privilegio del cerebro en Occidente, por tópico que sea, no es ninguna anécdota. La IA cayó sobre nosotros después de un privilegio obsesivo y artificial del cerebro, órgano de control por excelencia.

Que tengamos la sensación de que, incluso en España, hace ya décadas el orbe campesino era más libertino que el puritanismo urbano, fuese con aire protestante, católico  laico, tampoco es ningún capricho. Incluso en una región tan humanista y «liberal» de costumbres como Galicia, podemos recordar a Santiago trabado por el corsé del recato… mientras el orbe rural de las afueras era mucho más desenvuelto, más procaz, por no decir salvaje.

Después el capitalismo se calienta. Enfriamiento real, calentamiento virtual. Para mejor invadir y consumir las almas del sur, y el mundo exótico de las afueras, antiguamente colonizado, el capitalismo se hace mas y más emocional, más y más sexy y «turístico». Pero todo ello con una emoción artificial, como de anuncio, igual que la creciente extensión de la pornografía.

Es cierto que el funcionamiento despótico de la publicidad y la información, que ha conseguido un conductismo de masas que poco tiene que envidiar a los totalitarismos de antaño, tiene una base emocional. Pero son emociones de diseño, más artificiales, anteriores y controladas que la aparición de la IA.

Como disciplina de masas, la información funciona con la reiteración, con una invasión por goteo que acaba generando un público cautivo. Todos somos libres, pero vamos a los mismos sitios, vemos las mismas películas y opinamos lo mismo sobre la homosexualidad, sobre Ucrania y el aire infecto de los musulmanes. La base emocional de nuestra inteligencia social, el fondo emocional de  nuestro control de geometría variable, exige una conspiración cerebral mucho mayor que la de las viejas formas de la disciplina (Foucault). Pues ahora se trata de que el sujeto obedezca mientras tiene una intensa, casi obscena sensación de libertad. Nula libertad de acción, maniatada por la economía, máxima libertad de expresión, maniatada por la obscenidad de los medios y las redes. ¿Qué clase de coerciones se habrán impuesto en la vida real para que tanta gente de las urbes decidan vivir en las redes? Hasta la sexualidad decrece, a manos de un onanismo expandido.

La pornografía no es, en todo esto, un mundo subsidiario, sino central. No sólo para que la gente se desahogue y no le estalle la cabeza, sino para que la gente obedezca mientras se divierte. Que le pregunten a las chicas y los chicos de las FDI israelíes, que mientras destrozan niños pueden babear sobre hamburguesas, pizzas suculentas o asados argentinos. La cocina puntera también es emocional, o sea, inundada de gritos, visibilidad y pornografía.

Mientras una izquierda servil de las nuevas modas del imperio se obsesiona con las perspectivas de género, pierde a la vez oído y estómago para la obscenidad que invade lo real. Si el espectador occidental no vomita con las imágenes de Gaza, vea lo que vea, es porque la información tiene una estructura pornográfica que nos anestesia, reabsorbiendo cualquier impacto. Cuando el editor neoyorquino de Handke le confiesa que, al leer su libro sobre Serbia, entendió que todo lo que había oído sobre el tema hasta entonces era pornografía, no estaba exagerando.

Así pues, tienes razón, existe un uso obsceno de las emociones en Occidente que impide pensar. Peor aún, impide sentir por cuenta propia. Cuando estamos a punto de llorar, ya pasamos a la siguiente risa. Pero porque somos cautivos de un imperio emocional minuciosamente controlado, a distancia. Quien hoy se atreva a sentir sin cobertura, pensando sin red, ya estaría salvado de la alienación que nos hace tan felices… mientras arrasa cualquier rastro de vida.

No, no hay muchas razones para ser fácilmente optimistas. Y sin embargo, de algún modo hay que serlo. Cuando algunos han sugerido que hoy solo un apocalipsis puede salvarnos, tampoco estaban exagerando mucho. El apocalipsis de atreverse a estar a solas con el silencio del mundo, el de desaparecer de la visibilidad, aunque sea un minuto al día, y acercarse personalmente a la soledad con la que hoy laten las pocas verdades que nos rozan.

¿Tendremos fuerza para este regreso ancestral, primitivo? ¿Y para comunicarlo después? Todo ello para no convertirnos en cínicos… ni en amargados. No, no parece fácil. Tenemos sin embargo todo lo necesario para lograrlo. La facultad de desaparecer y reaparecer, usando dos manos. Una debe empuñar una cólera nueva, capaz de enfrentarse. Otra debe empuñar un humor nuevo, capaz de infiltrarse.

Como ves, querido, no se consuela quien no quiere. Continuará, seguro. Gracias por la pregunta, un abrazo y hasta pronto,

Ignacio