Lluvia oblicua (Pre-Textos, 2020), de Ignacio Castro Rey, resulta un manglar de reflexiones impertinentes. Así como en el extenso poema que lleva –de manera fortuita- el mismo título, Pessoa se “alegra de oír la lluvia porque ella es el cuerpo encendido”, así cada uno de los lectores podrá sentir la alegría de adentrarse en este ensayo y ruborizarse, envilecerse, renovarse. Esta lectura nos sacude. No se trata de hacernos más buenos o mejores, sino de no engañarnos. Del mismo modo que la lluvia nos permite tomar conciencia del cuerpo al mojarlo, la lectura oblicua nos deja a la intemperie. Recibida con nobleza, se convierte en un don. En el don mismo de querer vivir. Condición indispensable para poder hacerlo.
De entre los territorios emocionales e intelectuales que fecunda esta lluvia oblicua escojo el de la belleza para hablarles de este libro. Acaso porque la belleza es un concepto que a día de hoy ni se pelea, ni se combate, a diferencia de otros que aún mantienen el pulso del envite, como Dios, o lo sagrado, si les incomoda menos. Quizás la belleza es un lujo insoportable en nuestros tiempos. Quizás porque el tiempo de la belleza no es cronológico, sino que el suyo es el instante de la revelación. Nos obliga a detenernos. A respirar, a retomar el resuello que nos hurta la velocidad que nos imprimen los días a los que asistimos, casi desde fuera. Y la velocidad genera una desarticulación, tarde o temprano.
Escojo hablar de la belleza porque me resulta una categoría anacrónica. No da noticia de nada, salvo de la fragilidad de su equilibrio. Escojo, por tanto, hablar de la belleza porque es inútil. Porque no puede convertirse en mercancía sin pervertir su naturaleza y, por tanto, sin transformarse en otra cosa. Lo inútil, puesto que no sirve para nada, tampoco a nadie, es libre.
Describe el delicioso Sebastián de Covarrubias que la belleza es “todo aquello que en sí tiene tal compostura y agrado que deleita con su visión, y lleva tras de sí nuestro ánimo y voluntad”. De esto habla el libro de Ignacio Castro, de aquello a lo que nos entregamos. Esclavo resulta quien no se obedece. Pero para obedecernos se requiere una escucha previa. Y hay tanto ruido, tantos estímulos, todo va tan deprisa que resulta casi heroico aquietarse, recogerse en silencio. Por eso necesitamos lo bello. Para que irrumpa. Para que algo nos saque de nosotros mismos y nos detenga en seco. “El sentido de la belleza nos extravía”, se dice una y otra vez en el libro. Bendito extravío.
Lo vulgar, lo feo, el feísmo, nos permiten no pensar, no sentir, nos ahorran la angustia de vivir. Elegimos la muerte. Por eso escojo hablar de la belleza. Ignacio Castro se niega a contribuir a la consolidación de un régimen de muertos antes de tiempo. Sabe que lo vulgar nos envilece.
Escojo hablar de la belleza por la perplejidad que nos provoca, porque siempre es convulsa, porque la verdad nos salva de nosotros mismos. Sé, como supieron antes y mejor que yo los antiguos griegos y muchos otros después de ellos, como la obrera Simone Weill, que la belleza es una prueba de verdad. La belleza es algo sin lo cual muchos de nosotros no podríamos vivir. Por eso es una manifestación de la verdad.
Una verdad o belleza que puede argumentarse, e incluso tratar de ser explicada. El studium del que hablase Roland Barthes, pero que contiene el misterio exacto, una porción siempre lábil e intraducible, el punctum.
No sabemos quiénes somos, no nos conocemos salvo a retazos, pero desterramos de nuestra sociedad lo sagrado, el misterio, lo inexplicable no sólo de lo bello. En cambio, las comunidades, hoy reservas en busca y captura del sistema, que requiere “que no haya nadie al otro lado”, lo preservan.
Escojo hablar de la belleza porque entiendo, como lo expresa Ignacio Castro, que el arte no puede disociarse del vivir. No es casual que el hombre, desde sus orígenes, tuviera necesidad de él como algo primordial. Cazaba, se resguardaba, prendía fuego, pero también pintaba las cuevas. El arte, la belleza, le permitía al hombre antiguo una relación íntima con los misterios de la naturaleza que hoy en día no nos concedemos. Consumimos sucedáneos de belleza. Eso evita perder el tiempo, aunque no sepamos qué hacer con el tiempo que ganamos por no perderlo.
Escojo hablar de la belleza porque, al igual que lo humano, que la libertad, que lo sagrado, que la emoción, inaugura. Ignacio Castro sabe que nada real se cierra ni concluye, salvo que esté muerto. Y aquello que inaugura sin clausurar todo lo contiene, por tanto nos adentra, siquiera un instante, en la plenitud. Quedamos saciados. Saciados de inutilidad. No en vano son bienaventurados los pobres de espíritu. Si no hay hueco, si no hay falta, si todo está repleto de antemano, ¿qué podemos recibir? La enfermedad de lo lleno, lo llama Calasso.
Escojo hablar de la belleza porque en este capítulo el lector encuentra la síntesis del ensayo: Lo hemos traicionado todo, comenzando por la pasión de vivir. Y solo aceptando la mayor, siendo honestos con uno, salvaguardando la dignidad última de reconocer la traición, podremos mantener esa certeza de corazón que nos enseñara Cortázar: Nada está perdido si se tiene el valor de proclamar que todo está perdido y empezar de nuevo.
La belleza no persigue cambiar el sistema desde dentro, sino que permite vivir transitoriamente fuera de él. Procura el instante en el que el espíritu finito comprende que está arraigado en lo infinito. No tiene duración. En la belleza el tiempo no corre. Brota.
Escojo hablar de belleza porque el libro está entreverado de pensamientos luminosos (no exentos de hondo pesar), propuestas y clarividencias de los muertos. Muertos que nos acompañan a muchos de nosotros Benjamin, Lispector, Wallace Stevens, san Agustín, Plotino, John Coltrane, Rilke, Godard…
Un arrebato de belleza es al tiempo un impacto intelectual que invade todas nuestras facultades cognitivas. La belleza provoca en quien la recibe una emoción, en primera instancia. Después, un sentimiento, que podríamos decir que es una narración de esa emoción primera. Y el sentimiento, al tiempo, arrastra una turbulencia de ideas. La belleza, escribe Ignacio Castro, deja en suspenso “las oposiciones antropomorfas que nos protegen”. Y nos devuelve a lo primitivo. Por eso, se insiste, la belleza es un camino de vuelta. Un camino que no necesita ser pensado en lo particular, solo, sólo, ser vivido. Ese escaso don de la gratuidad.
Frente al reemplazo sistemático de nuestra postmodernidad neocapitalista, la continuidad inmanente de lo bello. Cuanto es inútil. Porque no puede reemplazarse nunca. Aquello que nos mira –son palabras de Baudrillard- con una “circularidad reversible”. Aquello que nos llama por nuestro nombre. Como en la película de Dreyer Ordet.
Escojo hablar de la belleza porque interrumpe el discurso de la realidad líquida por la que nos deslizamos, ya ni siquiera nos movemos por ella. Lo bello trasciende, siquiera un instante que se abre en lo cotidiano. Hace posible que lo desconocido sea habitable de nuevo. Y no necesita discurso, apunta Ignacio Castro, “pone en paréntesis las convenciones del lenguaje”.
Escojo, en definitiva, hablar de la belleza porque quiebra el espejismo de la autosuficiencia, porque es necesaria, porque obedece al bien. Porque nos genera una incesante alegría. Y la alegría, en cualquier caso, queda del lado de la vida, desde donde Ignacio escribió esta su Lluvia oblicua.
Esther Peñas. Madrid, 19 de Febrero de 2020