«Los cristianos, como los psicoanalistas, tienen horror de lo que les fue revelado. Y con mucha razón». J. Lacan, Encore

 

Una primera cuestión. Para ser de algún modo libres habría que atreverse a ser optimistas y joviales en lo difícil, incluso en lo peor, e irónicamente pesimistas en cuanto a todas las facilidades que se nos sirven. Reservemos la empatía para el diablo. Simpatía con lo nouménico y enterrado que alienta en nosotros. Antipatía, hasta una pizca de crueldad, con lo fenoménico y civil que nos encadena. Prologando a una joven universitaria danesa que hacía su tesis doctoral sobre él, Lacan escribe: «Mis Écrits no sirven para una tesis, la universitaria particularmente: son antitéticos por naturaleza, pues lo que formulan sólo cabe tomarlo o dejarlo». Termina hablando de este modo de los discursos que intentan saquearle: «Interesarán para trasmitir lo que literalmente he dicho: iguales que el ámbar que preserva la mosca, para nada saber de su vuelo» [1]. En esas estamos: debido a un simple imperativo fisiológico, intentando día a día despertar para permanecer atentos a lo nuevo que surge en nosotros, con frecuencia bajo el signo del miedo, la sorpresa o el dolor. ¿Hay otra tarea, ya no solo ética sino carnal? Así leemos en Ecce homo: «Solo soy dueño de mí cuando estoy desprevenido».

 

Emancipación progresista moderna, manumisión romana del esclavo, emancipación de las colonias británicas, de los pueblos originarios de la América Latina. Emanciparse es una vieja y nueva idea que tiene relación con una fatalidad histórica y ontológica que se repite: el hecho de que las autoridades instituidas -también el ecologismo de moda y el feminismo meanstream– y el poder que éstas imponen a la juventud, la mujer, los súbditos de un reino, los inmigrantes o las antiguas colonias, produce una conformidad pasmosa, rayana a veces con el hechizo. Algo tendrá que ver tal hechizo, generando una cohesión tribal, con la idea lacaniana de que al final la religión siempre triunfa.

Siempre hay algo de lo que emanciparse, es cierto, como una interminable tarea de Sísifo. Pongamos por caso: la repetición de cierta sensación de soledad, incomprensión o desamor; el temor al envejecimiento y la muerte; el poder que el fantasma de mi padre tiene sobre mí… A algunos, por ejemplo, nos encantaría que el planeta hispano se emancipase de una puñetera vez de esta admiración bobalicona hacia el norte ilustrado y protestante, admiración que brota incesantemente del abandono de nuestro deseo, de un íntimo auto-odio contra la potencia tragicómica mundial de nuestro sentimentalismo. Pero quizá a la emancipación le ocurre como a la felicidad, que nadie sabe lo que es a menos que «se la defina en la triste versión de ser como todo el mundo» [2]. Y después está otra cuestión muy divertida. El primer estadio del eufemismo «emancipación» consiste hoy -incluso subvencionado por el Estado- en dejar la tutela parental para vivir fuera y tener un primer trabajo, o sea, por fin encontrar un auténtico Jefe. No me digan que no es genial.

 

Seamos mujeres u hombres, españoles o chinos, supongamos que hemos logrado ser libres -vale decir, mantener un cierto temple de ánimo ante los límites-, cosa que en absoluto ocurrirá fácilmente. Pues bien, aún así siempre habrá candidatos a esclavizarnos, a sodomizarnos de la peor de las maneras, convirtiéndonos en seguidores «voluntarios» y hasta entusiastas de un nuevo canon de liberación. Una larga lista de amos, de la que no se excluyen Žižek, Lacan, Judith Butler o Foucault, ha ocupado la peana vacía de ese pedestal que nace de nuestra cobardía, de haber cedido ante un deseo que no tienen más objeto que volver una y otra vez sobre su certeza negativa, manteniendo abierto lo no sabido de sí.

 

Según una caricatura conocida, demasiados nombres venerables -adalides teóricos de la liberación- se han convertido en pretendidos guías, buscando el mismo acto reflejo de esos patitos que siguen en fila a la silueta de lo que parece su madre. Al menos en el caso de Lacan y Foucault, que siempre fustigaron al rebaño de sus posibles discípulos, esta servidumbre vergonzosa ocurre contra natura. Pero da igual, siempre encontraremos un buen señor, incluso en contra de su voluntad, con tal de que hayamos logrado ser buenos vasallos.

 

Partamos entonces de una primera obviedad. Para ser en buen sentido «lacaniano» no hace falta citar todo el día a Lacan. Es más, recuerda Marcelo Barros, la letanía habitual de la vulgata lacaniana es mal signo de una pretendida fidelidad al maestro. Si esto no fuera así, sería emancipador simplemente seguir medio universo señero que nos rodea -de la cantante Rosalía a Max Weber, de Paul B. Preciado a Hannah Arendt-, figuras en torno a las cuales el público es cautivo de una versión masiva de la emancipación, logrando mantenerse unido y expulsar a los herejes. En tal caso tampoco estaríamos rodeados por tantas autoridades que generan empleo, creando una tendencia viral con el influjo pauloviano que ejercen sobre nosotros, mientras renuevan con elegancia minoritaria las más viejas lacras de la heteronomía. Hemos sido libres en nuestras opciones, y aun así seguimos siendo patéticamente previsibles en la repetición de nuestras consignas y dependencias. ¿Cómo se explica esta contradicción? Peor aún: ¿qué tipo de emancipación es esa que pone siempre el mal afuera, y resulta además monocorde, maravillosamente grupal?

 

Es un poco la anécdota que se cuenta de Zappa y su cólera ocasional con los músicos, cuando venían a la sesión con el cliché rítmico fijado y sin atreverse a experimentar la anómala variación sonora que él les proponía: ¿Por qué no volvéis con vuestras mamás? Aunque tiene nombre femenino, la Emancipación puede ser muy bien la expresión del «eterno retorno» de esa habitual manía antropomorfa de nadar en torno a los padres. Y esto sin volver a hablar del venerable Kant y la adhesión -sibilinamente anti-kantiana- que genera en las filas de la filosofía, repitiendo mantras de no se sabe qué Ilustración fenoménica que ha conseguido liberarnos de las viejas cadenas. Pues no, las cadenas siguen aquí. Aunque sin óxido y niqueladas, relucientes en su oferta deconstruida y performativa de emancipación. Y no solo la emancipación de corte universitario, no solo la trans-eco-feminista de obediencia butleriana, también en la marea incendiaria con la que arden las redes sociales y sus mafias virales.

 

Al margen de las escuelas lacanianas, a veces practicantes de un entrañable conductismo sofisticado, sería urgente defender la distancia «pre-ontológica» del pensamiento de Lacan con respecto a toda solución política al problema de lo real, que finalmente es el drama de advenir sujeto. Para que la «emancipación» deje de ser una consigna tediosa, nos gustaría resistir la idea de que el progresismo pueda aliarse con alguna dimensión ontológica del saber. En otras palabras, combatir la idea de que el Progreso pueda rozar siquiera un carácter absoluto, al modo de otra religión. Si Thomas S. Kuhn negó esto para la ciencia, sería bueno hacer lo mismo con el psicoanálisis, mal que le pese a la mejor versión de la izquierda y la derecha lacanianas. Es como si los que siguen al doctor, sean o no analistas, hayan de ser éxtimos en relación al propio psicoanálisis. La inquietud de estar siempre en camino es la nota media de la ironía de Lacan, de su incesante interrogación y de una desconfianza hacia el éxito de lo consagrado. Lacan llega a decir que el psicoanálisis debe fracasar como institución para obtener algún resultado en la práctica [3]. En otras palabras, fracasa mientras triunfa. Échoue à réussir: también él psicoanálisis se pierde en la medida en que se encuentra. Verdad sencilla y paradójica, más oriental que occidental, que ya está rotundamente formulada en el Libro del Tao: «Quien lo sujeta lo pierde» (LXXIII) [4].

 

A pesar del sectarismo de tantas escuelas que viven a su costa, se puede decir que una de las ventajas del gesto antifilosófico de Lacan es resucitar una filosofía olvidada por la tradición dialéctica, positiva o racionalista que entonces impera en el continente. Fíjense en el nivel de este clásico del pasado siglo: «Un objeto oculto está en el origen de la fe otorgada al primer motor de Aristóteles, que hace un momento he considerado sordo y ciego a aquello que lo causa. La certeza que acompaña a lo que llamaré prueba esencialista que no solo está en San Anselmo, porque la encontrarán ustedes igualmente en Descartes, basada en la perfección objetiva de la idea para fundar con ella la existencia de esta última, esa certeza, tan discutible y siempre sujeta a la irrisión, precaria e irrisoria a la vez, si se mantiene a pesar de toda crítica, si siempre nos vemos llevados, por el camino que sea, a volver a ella, es porque es la sombra de otra certeza, y esta certeza la he llamado aquí por su nombre, es la angustia… les he dicho que es preciso definirla como aquello que no engaña, precisamente en la medida en que todo objeto se le escapa… ¿Qué implica esto? Seguramente el cuestionamiento más radical que jamás se haya articulado en nuestra filosofía occidental de la función del conocimiento» [5]. Así pues, la angustia como vía de acceso a lo real. Es exactamente lo que vemos asomarse, por poner otros ejemplos clásicos, en los mejores momentos de Nietzsche y Heidegger. Ocasionalmente en el Tractatus (5.64), con esa relación íntima entre solipsismo y realismo. O bien cuando Aristóteles reconoce que «El pensamiento es el pensamiento del pensamiento» [6]. O tal vez en el propio cristianismo, cuando San Pablo defiende que su mensaje es, sencillamente, «La locura proclamada en alta voz» (I Cor 1, 20-24). El vértigo de lo real, en suma, una inmanencia de lo sagrado en lo profano de la que el credo progresista huye.

 

¿No es asombroso que un pensamiento con esa densidad ontológica haya cristalizado en tantas sectas que repiten consignas -a veces coincidentes con los medios- y, a la vez, sea ignorado por la inmensa mayoría de la filosofía académica? Es posible que la clave precisamente esté ahí, en cómo Lacan entiende la «emancipación»: a través del sufrimiento de un cuerpo, obedeciendo a los síntomas de su clave inconsciente. El orador de La angustia pone constantemente en juego la universalidad de lo contingente, ese «acto de piedad increíble» que presupone la existencia -como en Sócrates- de un daimon en cada cual, una voz, sin palabras pero deseante, a la que hay que escuchar. El «estatuto del inconsciente, que como les indico es tan frágil en el plano óntico, es ético. Freud, en su sed de verdad dice –Sea lo que sea, hay que ir a él» [7]. Una de las características de los Seminarios de Lacan es la forma en que fustiga a sus oyentes, como si nunca estuviera satisfecho con el nivel de atención que le prodigan. «De vez en cuando, me gustaría obtener una respuesta, siquiera una protesta» [8].

 

Para empezar, ¿cómo emanciparse del síntoma, lo que nos permite resistir el adormecimiento moral de una época, sin convertirse en esclavo de la opinión que opera masivamente en ella? ¿Es esta «emancipación» perversa, que consiste en obedecer al imperativo en masa del goce, la que explica que con frecuencia los psicoanalistas digan en algunas cuestiones clave lo que dice todo el mundo? Que cada cual se intente emancipar de lo que le humilla, una obligación ética y existencial insoslayable, es lo que explica que la vida social siga siendo por debajo, digan lo que digan los defensores de la religión democrática, una especie larvada de guerra civil. Por ejemplo, liberarse de la obligación palpable de seguridad y bienestar debe ser una maravillosa emancipación para el europeo medio, sea progresista o conservador, que hasta hoy está endeudado con una carrera hacia el triunfo que le mata y le impide vivir. Alemania y Francia no son las campeonas de la productividad sin que a la vez la depresión se convirtiese en pandemia nacional, crónica.

 

Es urgente, pues, emanciparnos de la idea de una Emancipación que sea internacionalmente exportable, distribuible, al margen del semblante singular de pueblos e individuos. Jamás, por ejemplo, los pueblos originarios de México (nahuas, mixes, zapotecos…) han sido más arrasados desde que la modernidad, en manos del progresismo poscolonial, pretendió organizar la nación al estilo occidental, con la homologación, el desarrollo y los «derechos humanos». Es lo que señala Pasolini en la Italia de los años sesenta: lo que no consiguió la Iglesia, y probablemente ni pretendió, lo logró el consumo, arrasando a la vez la geografía, las culturas y las interioridades. Es el mundo mismo, la experiencia real de los pueblos, el que resiste a esta mundialización donde convergen la derecha y la izquierda occidentales. La misma que está estallando desde hace años, haciendo entrar en crisis la hegemonía americana de barras y estrellas.

 

¿Qué es la emancipación real sino lo que nos divide, lo que nos aparta de la ilusión histórica de la «igualdad», de la religión moderna del progreso? Incluso en aquellos días de miedo y confinamiento puede que estuviésemos viviendo algo de esa emancipación sin sujeto. Es posible que aquel encierro lo llevase mejor quien haya mantenido una disciplina de la potencia personal; mejor quien estuviese en buena relación con sus fantasmas que quien creyera haberse librado de ellos. En este caso probablemente asistió, al no poder contar con el sedante conductista de la socialización, con un regreso angustioso de lo reprimido, un viejo rumor de infortunio que ni siquiera le dejará disfrutar de las delicias discretas del hogar.

 

Seamos sinceros por un momento. ¿Qué me gustaría ahora a mí que desapareciera, de qué me gustaría emanciparme, de una vez por todas? Me gustaría emanciparme de un Te cuesta querer que vuelve; de una vieja desconfianza hacia el tono medio de la felicidad; de cierto desprecio hacia lo que triunfa; de esta sensación de incomprensión que odio y en la que se recrea mi narcisismo… ¿De mi sentimentalidad, que me lleva a lagrimear por todo? ¿De mi hábito de quejarme indefinidamente, como si el mundo tuviera que comprenderme, atenderme y mimarme? Etcétera. Ahora bien, pensándolo un poco, si me libero de toda esta idiota patología, que me acompaña desde que tengo memoria, incluida mi probable falta de humildad, ¿qué quedaría de mí y de la sombra que me acompaña, de la personalidad y el carácter que aman mis amigos? Es obvio que, ayudado con el análisis de los traumas diarios, me convendría recolocar algunas cosas de mi mobiliario natal, pero todo ello para descansar en mi manera de ser, para ahondar en mi encadenamiento natal. Sin el cual no soy nada.

 

En todo caso, toda una tradición anómala de pensamiento ha situado en el ámbito absoluto de la subjetividad, y no en el ámbito relativo del ruido histórico, las posibilidades de una liberación. Una emancipación que no nos haga más felices, pero sí más dignos de aspirar a cierta serenidad ante el hecho indescriptible de vivir. De maneras muy distintas, Lispector y Lacan, Sartre y Deleuze, Bataille y Quignard, Weil y Handke -casi todos ellos siguiendo, sabiéndolo o no, la línea de sombra de los estoicos- han situado el viejo sueño de la emancipación en el ámbito que le corresponde, la batalla con la enfermedad de existir. No contra una autoridades externas que, al cosificar el mal fuera, son solo un epifenómeno de los fantasmas que llevamos por dentro. En este punto nunca se insistirá lo bastante en el papel funesto que sigue jugando la vulgata marxista, incluso en medios neoliberales, a la hora de lanzarnos a una emancipación que no tiene en cuenta la alienación radical, no social ni construida, que es cada sujeto y cada cultura. También ha sido funesto el poco caso que le hemos hecho a Kierkegaard y Nietzsche a la hora de poner en el suelo de nuestros síntomas cualquier posible liberación de las cadenas exteriores.

 

Lo cual ha redundado en el privilegio sistémico del enfrentamiento dual, de origen puritano y protestante, ante el reto de la infiltración inmanente. Imaginemos que el problema es mi padre, que ejerce un poder despótico sobre mí. Pues bien, es posible que en buena medida la liberación consista en comprenderlo de otro modo, reasumiendo de manera distinta su poder interno. Esto aparte de que es posible que mi padre, si no es directamente un monstruo, afloje un poco sus cadenas al sentirse escuchado por su hijo que, por una vez y en contra de su narcisismo, realiza al fin un esfuerzo visible de comprensión. Nos pasamos la vida poniendo en figuras externas -la familia, el estado, la sociedad, el patriarcado, el capitalismo…- la causa de nuestra desgracia. Seguro que, disparando tantas balas, alguna de ellas da en el blanco. Pero aun así subsiste una cuestión: nuestra desgracia sería muy distinta, a la hora de escucharse a sí misma, si esas figuras externas de la coacción y la heteronomía las recolocásemos de otro modo, en relación al auténtico problema, nuestro íntimo temor al enigma real. Nuestro miedo a ser libres en la fatalidad, libres incluso de la mascarada urbana de esa emancipación de élite que se nos vende. Si cedemos en la existencia mortal que nos encadena, transfiriéndola al poder social, cedemos también en el único territorio desde el cual podemos ejercer una fuerza.

 

La libertad jamás ha consistido en liberarnos de nuestras ataduras, sino en atrevernos a darles una palabra, poniéndolas en la base de una nueva forma de vida, de sus decisiones insólitas. Igual que el vuelo de las aves es posible gracias a la gravedad y a la resistencia del arte, así nuestra emancipación, que no tienen modelos externos, obedece al sentido inconsciente de nuestras raíces. En suma, a la fatalidad que constituye nuestra manera manantial, un modo de ser que nunca ha sido elegido. La libertad de desarraigarse, al menos según Simone Weil, ha sido siempre el fantasma de nuestra forma de entender la emancipación. No nos libraremos de lo que de un modo natal –a priori, diría Lacan- nos coarta sin perder al mismo tiempo la clandestinidad boscosa desde la cual podremos mantener una potencia. Tanto frente a la pesadilla que es la historia como frente a la violencia social que una y otra vez se renueva. La emancipación comienza, y tal vez termina, como el trabajo negro de atender al sótano donde fermenta la misión secreta de nuestro deseo. Todos nosotros, bajo nuestro inevitable aire civil, somos agentes dobles, espías en un mundo no elegido.

 

Aquí es donde sitúa su poder ahistórico la socrática ironía lacaniana, por encima de las perspectivas políticas de la emancipación. Incluida aquella cariñosa admonición a los jóvenes revolucionarios que le interrumpían en el 68: «Ustedes aspiran a un nuevo amo. Lo tendrán». ¿Cuál es la lección de Lacan en este punto? Que solo escuchando el diablo de lo peor que hay en nosotros, esa heteronomía que nos ata desde que tenemos memoria, lograremos jugar con la infame cohorte de autoridades que siempre pugna por dirigirnos.

 

Vivimos rodeados por una humanidad que cree haber superado cien cadenas de antaño y sin embargo ha reproducido, en sus ilusiones políticas, una patética dependencia de la religión histórica que hace más de un siglo triunfa en pantalla panorámica. ¿No es hora, ayudándonos de tantos nombres del pasado, de realizar un nuevo giro copernicano que sitúe la emancipación en su terreno, el duelo con un Dios inconsciente frente al cual todas las autoridades externas son irrisorias? Si hubiéramos realizado ese giro, al cual Jacques Lacan nos invita desde que tenemos algo de su eco, tal vez llevaríamos un poco mejor el inevitable encierro en nuestro propio síntoma, en el absoluto de una patología que no tiene más remedio que escucharla y hacerla girar. Su única solución -«sin general», dice Deleuze- es aceptar la universalidad de su contingencia, entrando en su círculo vicioso (Soy el que soy) para desear su devenir. Y esto vale tanto para los pueblos, muy distintos, como para los sujetos.

 

¿Esa es entonces, finalmente, la tarea de la emancipación? Lograr que nuestro cuerpo piense más rápido que nuestro estúpido y adormecido cerebro. ¿Estamos defendiendo el regreso a un refugio individualista? Todo lo contrario, se trata de romper con este individualismo compartido que centra la ideología política de la comunicación. Con una mano es necesario estar atentos a los cambiantes «significantes amo» que dirigen los simulacros de un público cautivo, en el cual debemos infiltrarnos. Con la otra debemos abrirnos a esa exterioridad ahistórica que el progresismo empoderado teme. Lograr una emancipación sin doctrina, vivir de una manera que permita mantener comunidades efímeras, depende de hallar los escondidos significantes siervo que nos harían libres del metalenguaje de la historia, esa abominable cháchara que hoy se llama «política». Ésta es solo el conjunto de condiciones, prácticamente negativas, que permiten que eventualmente surja algo nuevo, distinto al tedio de lo político. Lo otro, la vieja emancipación ilustrada, es hoy solamente un entretenimiento que no nos facilita el regreso a la universal contingencia, esta soledad común donde se debaten las vidas.

 

Por su goce radicalmente Otro, «la mujer tiene mucha más relación con Dios» [9]. Por eso «A ella se la maldice, se la almadice (on la ditfemme, on la diffâme). Lo más famoso que de las mujeres ha guardado la historia es, propiamente hablando, lo más infame que puede decirse» [10]. Recordemos los hombres infames de Foucault y El ayudante de Walser: un tipo de superioridad moral que bordea la clandestinidad de los hombres del subsuelo de Dostoievsky. Esta noción de la existencia lleva a jugar con la Historia, también con la necesidad de la traición, otro tema común que Lacan tiene con Deleuze [11]. De ahí la compartida simpatía por la proliferación significante del Barroco y, también en Deleuze, algunas antipatías: «Esa cosa que detesto, por las mejores razones: la Historia» [12].

 

La cultura como algo distinto de la sociedad no existe. De ahí que Simone Weil, citada por Calasso, pueda decir: «Hoy solo un adhesión sin reservas a un sistema totalitario pardo, rojo o de cualquier otro color, consigue dar, por así decir, una sólida ilusión de unidad interior. Por eso constituye una tentación tan fuerte para las almas perdidas» (Preludio a una declaración). La cultura reside justamente en que es algo que nos tiene agarrados, de ahí la necesidad de traicionarla para crear algo, para lograr que la pasión significante de lo imposible siga. Y siga en una emancipación que, en el límite, se confunde con la tierra, una tierra más profunda que todas sus leyes, eso que Lacan llama Lituraterre [13]. Finalmente, lo esencial en Lacan no es la falta, sino una falta que se hace objeto del deseo y se convierte en referente, motor inmóvil del movimiento. Atendamos a esta pregunta del seminario Encore: «¿Tener el a, es el ser? Con esta pregunta me despido hoy» [14]. Como se ve, es posible que el pensamiento de Jacques Lacan, en sus mejores momentos, esté mucho más cerca de Spinoza de lo que él mismo solía reconocer.

 

¿Nunca hay que esperar nada, ni siquiera de la desesperación? [15]. No, es posible que aquí Lacan, como tantas veces, esté jugando con el lenguaje. El deseo no necesita ninguna meta distinta al desierto que está en su centro, esa silenciosa meseta que configura la silenciosa suma total de nuestras posibilidades. ¿No será la vegetación de ese desierto el dios final de Heidegger, esa «puntuación sin texto» que todavía puede salvarnos? [16]. Dios es cualquier cosa, solo que vivida en su verdad: un tarado que cruza la calle, una rama que se parte… O ese picadillo significante de Joyce en el Seminario 23. Cuando Borges decía que lo que temía verdaderamente era la esperanza, la ilusión de una emancipación que consista en algo distinto a empuñar nuestra irremediable perdición y darle forma de vida, puede ser que supiera muy bien de qué estaba hablando. Cualquier emancipación real, destinada a durar, debe empezar por la renuncia, por una estoica subversión de la aceptación.

 

«La necesidad es mi guía… Soledad es tener solamente el destino humano. Y soledad es no necesitar. No necesitar deja a un hombre muy solo, totalmente solo… Amor mío, no temas la carencia: ella es nuestro mayor destino… el amor es tan inherente como la propia carencia y estamos protegidos por una necesidad que se renovará continuamente»  (Clarice Lispector).

 

 

Ignacio Castro Rey. Madrid, 21 de abril de 2020

(Publicado por vez primera en la revista Lacanemancipa)

 

 

Notas

  1. Prólogo a Anika Rifflet-Lemaire, Lacan, Edhasa, Barcelona, 1971, p. 21.
  2. Jacques Lacan, El reverso del psicoanálisis. El seminario: libro 17, Paidós, Buenos Aires, 1992, p. 77.
  3. Jacques Lacan, «La tercera», Intervenciones y textos 2, Manantial, Buenos Aires, 1993, p. 85.
  4. O bien: «No aferra nada, y de este modo nada pierde» (XXVII). Lao zi, El libro del Tao, Alfaguara, Madrid, 1986 (5ª ed.), p. 147 y p. 55 respectivamente.
  5. Jacques Lacan, La angustia. El seminario: libro 10, Paidós, Buenos Aires, 2006, p. 231.
  6. Metafísica, Libro XII (1069a-1076a). Por ejemplo, en Gredos, Madrid, 1970 (vol. 1), pp. 234-236.
  7. Jacques Lacan, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Seix Barral, Barcelona, 1977, p. 45.
  8. Jacques Lacan, Aun. El seminario: libro 20, Paidós, Buenos Aires, 1981, p. 109.
  9. Ibíd., p. 100.
  10. Ibíd., p. 103.
  11. Ibíd., pp. 59, 100 y 120. Sobre la importancia de los «hombres infames» ver Gilles Deleuze, Foucault, Paidós, Barcelona, 1987, pp. 126-127.
  12. Jacques Lacan, Aun. El seminario: 20, op. cit., p. 59.
  13. Ibíd., p. 146.
  14. Ibíd., p. 121.
  15. Jacques Lacan, «Kant con Sade», Escritos II, Siglo XXI, México, 1975, p. 349.
  16. Jacques Lacan, «Respuesta al comentario de Jean Hyppolite», Escritos II, op. cit., p. 149.