A ver, de nuevo. No sé si la semiótica-semiología se entiende fácilmente así, a la manera de Berio, pero puede ser. Cabe. Al fin al cabo ha dado mucho juego en manos de Barthes, Derrida, incluso Kristeva… todos ellos, más o menos, hijos de la pasión estructural-existenciaria de Heidegger y Nietzsche.

-Lo imposible de lo real solo se expresa en «metáforas prohibidas» (Nietzsche), en un orden simbólico disruptivo, inesperado, discontinuo, intempestivo. Entiendo que Berio entiende la «especificidad simbólica» en este sentido.

-De ahí la división tripartita de un modelo semiótico, que pone en boca de Nattiez, entre un objeto «arbitrariamente aislado«, un objeto producido y un objeto percibido. Lo primero, arbitrariamente aislado, debería ser libre del antropomorfismo de los otros dos términos, de la intención del autor (concepto ya discutido por Foucault) y de la mentalidad y los prejuicios del oyente. Es como si Berio, en este punto no lejos de Baudrillard (también semiólogo), quisiera librar a la obra de arte, en este caso musical, del sistema de aplazamiento perpetuo que llamamos «cultura». Librarla de la cultura a favor de una relación bárbara, lo más directa posible con lo real.

-Es como si Berio dijera que, si hay obra musical, acabada, su «autor» solo se convierte en mediador de fuerzas exteriores, como un medium o un brujo que logra la magia de una aparición, una presencia nueva que da un salto o tiene un efecto inconsciente en relación a todos los cálculos: la intención y el plan del autor, las expectativas del público, etc. Entendida así, la semiótica no está lejos de la «anti-filosofía» de Lacan-Deleuze y su respectiva fascinación no humanista por lo impersonal. El propio Han ha dicho cien veces que le tenemos miedo a lo acabado, porque convoca la negatividad del exterior terrenal, no social e impersonal.

-Berio apuesta por un plano de inmanencia, lo real, libre de la enfermedad europea de la conciencia, de la trascendencia (una meta, un objetivo, una intención, un efecto en el público). Apuesta por una inutilidad mágica. Por eso Berio insiste en la «distancia» entre la obra final y toda intencionalidad, sea en el autor o en el oyente. Estamos en el plano de una materialidad inmanente libre de las tonterías sociales del sujeto: en el plano de un «acontecimiento sin sujeto», o sea, que lo rehace. Todos, también el autor, somos unos antes o después del impacto de la obra. Deleuze llega a pedir un impacto neuronal, en el arte, que nos libre de tener que escuchar otra historia más, una interpretación «cultural». No interpretéis: experimentad. Ya mucho antes Benjamin se queja del empobrecimiento de la experiencia.

-La noción de una obra acabada significa, en este modo de entender la semiótica, un modo de poner la exterioridad entre nosotros, su negatividad en marcha. Por eso Berio habla de la idea como punto de encuentro real, producto de una presencia salvaje de las cosas. Lograr algo real, pero no actual; ideal, pero no abstracto, dice Deleuze.

-Citando a Wittgenstein: mejor callarnos, interrumpir la cháchara social ininterrumpida, si estamos al borde de un acontecimiento que no tiene precedentes. Si surge por fin lo inesperado y se produce un encuentro. Just sounds, diría otra vez Cage el brujo. La rama que se parte es suficiente sinfonía.

-Existe la música, el arte, para devolver las palabras a su fondo, ese silencio que no duerme (Lispector). El viejo tema del mutismo de Dios, aunque Berio no llegaría tan lejos.

Una vez más, mi amor, perdona si me extendido un poco. Pero es que, definitivamente, el tamaño importa.

Besos,

Ignacio

Picón, 2 de agosto de 2020