(Ana Iris Simón, Círculo de Tiza, 2021)

 

«Comprenderás que lo que hay en su mirada cuando mueve la mano para despedirte se llama serenidad y se llama orgullo. Y no hay nada más bello que el orgullo que se permiten los humildes». Casi faltan palabras para expresar el torbellino de emociones que genera este libro. Hay en Feria una empatía con la fealdad popular, con la divina vulgaridad de esta humanidad que jamás sabremos qué es -a pesar de que Pasolini, el neorrealismo y mil esquinas más de nuestra vieja cultura le han dado muchas vueltas-, que subyuga. Ya llovió desde que no caía en las manos algo tan auténtico, tan rico en matices y tan valiente. Hace falta valor para decir las cosas que Feria, hija del ateísmo de izquierda, dice sobre el progreso, los padres, Dios, los señoritos, España y los humildes.

Confieso que amé a esta mujer mientras ella a la vez amaba y se peleaba con el mundo que atraviesa, día a día más desvaído. La alegría desaparece -dice ella- cuando todo se convierte en una feria, en la diaria feria de las vanidades. No obstante, a diferencia de muchos de nosotros, Ana Iris Simón vive y deja vivir. No se ahorra penetrantes y graciosas ironías sobre las escandalosas grietas de nuestra modernidad, sobre este moralismo que nos ha puesto en manos de otros amos tan soberbios como los anteriores. Pero todo ello sin veneno, con una ternura de fondo que tiñe incluso lo que rechaza. Toda una lección para los que nos pasamos media vida matando moscas a cañonazos.

 

Pongamos que Feria es una crónica de los últimos veinticinco años de una chica de pueblo que mantiene una vehemente fidelidad hacia la familia y las costumbres, la vulgaridad cotidiana y la España vacía, entre agropecuaria y poligonera. Todo entra en el molde de esta inteligencia del corazón, su padre «ateo monoteísta» y su madre ferianta, la abuela María Solo que la peina como nadie, su hermanito que, de puro sabio, nació viejo. Sus primas y toda una legión de parientes, el territorio naranja de La Mancha y un lenguaje popular que sigue lleno de una riqueza impensable. Simón encuentra un sextante en ese dédalo de palabras, personajes y besos en cadena, una sencillez manchada de verdades, cuidados y una generosidad sin testigos.

Ni por asomo se les ocurra pensar que estamos ante un libro ingenuo, fácil y sentimental, como una mera elegía de un mundo que se pierde. Es todo eso, pero también mucho más. Este libro hiere, y lo hace con una alegría de la que ya no teníamos memoria. Hay como una oda salvaje a una España que desaparece. Una rabia constantemente contenida, mezclada con el culto a los ancestros,  un relicario de saberes olvidados y unos seres poliédricos que vuelven, cada vez con distinto rostro.

Bendita procesión. Es como si la «España vacía», la que hemos vaciado con nuestra devoción paleta por la bisutería europeísta de esta época, se tomara la revancha asaltando nuestra conciencia con ojos un poco espantados. Hace falta valor para creer en un dios, en algo sagrado, desde una planicie de esparto sin grandiosas elevaciones. «La única hierofanía posible en La Mancha se produce si uno alza la vista y comprende que igual es sobria y austera en el suelo porque robar protagonismo a esos cielos no sería de ley». Que es justamente lo que hoy se evita, ir más allá de uno mismo: no queremos ventanas, solo pantallas. Nuestra incredulidad religiosa es un problema de narcisismo, proviene de una creencia desesperada en el Yo y sus radiantes conexiones. Sobre todo esto Ana Iris es ferozmente sonriente.

Esta nación, que ha pasado sin solución de continuidad de ser católica de religión a ser católica de ideología -pero igualmente jerárquica y obediente- es de temer que tomará Fiesta por un libro nostálgico. Nada más lejos de la realidad. Lo que nos encontramos son ironías deliciosas sobre la Europa del Erasmus y la unión dinásticas  de las clases medias, con esa ilusión estándar de estudiar dos carreras y un máster en inglés. Encontramos también la grandeza impersonal de los nombres, una misteriosa procesión de figuras e intrincados vínculos familiares. Como si todos, pequeños y mayores, fueran hijos que portan una larga herencia. El artículo determinado «la» o «el» –la Ana Mari, la Vanesa- le da carácter de especie a cada individuo, como si cada quien fuera un universo inexpugnable. Hasta Cortázar decía, recuerden: Parece una broma, pero somos inmortales.

Es tal la ternura de esta mujer, su fidelidad a un tiempo que ella ama mientras los siente agonizar, que hasta hay una épica de las marcas de ayer: desfilan Thermomix, iPhone, Ikea, Burger King, Maxi-Cosi… Sin olvidarnos del puticlub del pueblo y de los niños que arrojan petardos, sin preocuparse de asustar a los perros. «Nos han hecho creer que saber dónde estaremos mañana es una imposición con la que menos mal que hemos roto». El mayor logro del liberalismo, dice Simón, además de haberse hecho pasar por neutral ausencia de ideología, por lo normal y aséptico, es hacernos olvidar que en paralelo a su modelo económico corren también unos valores. No muerto, sino asesinado Dios «es el ocio el que es el opio del pueblo… Daría mi minúsculo reino, mi estantería del Ikea y mi móvil, por una definición concisa, concreta y realista de eso que llamaban, de eso que llaman progreso».

Ahí es nada. Las ironías de Feria sobre esta «nueva nación-rotonda» son impagables, a mil años luz de la mitología de la que viven los neopijos que gestionan nuestra credulidad laica. «Nada nuevo bajo el sol: señoritos diciéndole al pueblo lo que el pueblo es». Como también son impagables, por poner otro ejemplo destacado, sus reflexiones sobre la deconstrucción de la masculinidad y hasta qué punto eso también deja insatisfechas a las mujeres. La flamante «moto que nos habían vendido con la incorporación de la mujer al mercado laboral como vía emancipatoria» deja a las mujeres abocadas al Satisfyer, para abrazar la precariedad también en lo sexual.

Este mundo se parece cada vez más a una competición de plañideras. «Sin horarios ni ninguna raíz salvo la que agarra en el corazón, sin más seguridad que la de no tener jamás una rutina». Éramos y somos unos mediocres y «a los mediocres no les gusta intuir nada que aspire a lo sublime o a lo épico». Así que trabajamos constantemente para destruir cualquier atisbo de ello. Por eso estamos tan ocupados, porque hay que deconstruir cada minuto de vida, con este empeño nuestro por desnaturalizar todo a fuerza de explicitarlo. «Ser niños es guardar secretos. Empezamos a ser adultos cuando pensamos que todo tiene que contarse y que todo tiene que ser contado».

Hay un sinfín de cosas -el amor romántico, por ejemplo- que nunca debió existir, así que vivimos en una especie de genocidio retroactivo. Entre ironía e ironía, a veces de una ferocidad risueña, Simón mantiene un viaje poético a ras de tierra. Ella no lo dice, apenas lo insinúa, pero -aparte de fragmentos de una inusitada cultura- es obvio que no se puede describir así lo popular si no se tiene un pie fuera. Aunque los pueblos, a decir verdad, siempre han tenido un pie afuera, por ateos que fuesen.

Por más que algún pasaje sea melancólico, en ningún momento Simón arroja la toalla de una enérgica alegría popular. El mundo está lleno de Sanchos. Todos creen ser los más cuerdos, los más sensatos. «Lo que no saben es que, en su persecución del número, de lo conmensurable, de lo tangible, están cometiendo la insensatez de dejar de lado la obcecación, lo invisible y la intuición». Quedan ya pocos Quijotes, sigue desgranando Feria, pero es que realmente nunca hubo muchos. «Mientras la llama de su espíritu siga presente, y he visto el crepitar en sus miradas, iremos ganando la batalla».

Por en medio, Ana Iris no deja de reafirmar su regusto por lo popular, incluso por el reguetón: «Mi Lorna, a ti te encanta el mmm, que rico el mmm, sabroso mmm». Ay, dice ella, ese estar nadando en sopicaldo penevulvar. «Los chicos, los hombres, no pierden la capacidad de jugar… Pasada la adolescencia las mujeres dejamos de permitirnos jugar, se nos olvida cómo se juega. A los hombres no, y esa es una de las razones por la que me gustan los hombres».

«Aquello que realmente amas, escribió Ezra Pound, nunca te será arrebatado porque es tu verdadera esencia». Hay que embarrarse porque el barro, no solo según Pasolini, es materia pobre y por tanto pura. «Nos pasamos la adolescencia y la primera juventud deseando no parecernos a nuestros padres y cuando crecemos, o igual es que crecemos por eso, nos damos cuenta de que casi todo lo que tenemos de bueno no es nuestro, sino suyo».

Feria va por la quinta edición, pero no hay ninguna garantía de que la nueva brigada político-social, armada de una convicción normativa no menos erecta que la antigua, no la acabe enviando a la hoguera en la que hoy arde todo lo que está vivo y molesta.

Ignacio Castro Rey. Madrid, 28 de febrero de 2021