Para Jazmín Rincón

«No quiero ser adoptada en ningún ambiente, no deseo habitar en un medio en el que se diga ‘nosotros’ y ser parte de ese ‘nosotros’, no quiero encontrarme como en mi casa en ningún medio humano, sea cual fuere. Al decir ‘no quiero’ me estoy expresando mal, pues, en realidad, bien lo querría. Todo eso es maravilloso, pero siento que no me está permitido. Siento que me es necesario, que me está prescrito, encontrarme sola, extranjera y exiliada respecto a cualquier medio humano sin excepción».

Simone Weil.

 

No hace falta que lo afirme Lacan hablando de Duras. La literatura y la música siempre han ido por delante de la ciencia y la filosofía a la hora de diagnosticar la salida de una época: vale decir, la conversión de los síntomas de su mal en formas de lenguaje, en un bien potencial, al menos implícito. Buscando a tientas una solución sin general, dice Deleuze bromeando con nuestros emblemas, la literatura y la música encarnan la cura a través del mismo veneno que nos amenaza, con una metamorfosis del infierno de vivir en un limbo habitable. Además de uno de los libros de pensamiento más densos del pasado siglo, Aprendizaje es algo así como una novela de formación (Bildunsgsroman) invertida, o sea, vertida en un universo post-nuclear. Vale decir, un documento de la deformación traumática que nos rehace: forzosamente, narra algo que ocurre bastante más allá de la adolescencia y la juventud. Lo que se debate entre Lori y Ulises es cómo reconstruir la vida desde la madurez de la muerte, desde la muerte en vida. En este aspecto, además de una crónica existencial con apuntes de teología negativa, Aprendizaje es una reivindicación del trauma fundamental para el que se supone que hoy tenemos cobertura. Manual de heteroayuda, ofreciendo el cuidado que viene de la intemperie, de la perdición irremediable que a los progresistas nos aterra. Es posible que la madurez otorgue, como a Lori y Ulises, la libertad soberana de una juventud que nunca hemos tenido, un momento de gracia entre la vida y la muerte [1].

No es extraño que Aprendizaje sea tanto un mito de culto como un libro muy poco leído. Y sin embargo habría que leerlo como si fuese un libro de física. En los momentos cardinales Lispector (flor-de-Lis-en-el-pecho, dice ella) usa el lenguaje para acceder a la barbarie de la materia viva: «Lo opuesto de mi ironía tranquila, de mi dulce y serena ironía: era una violación de mis comillas, de las comillas que hacían de mí una citación de mí». Todavía más intrincada y violentamente actual, La pasión según G. H. acentúa el materialismo delirante de una teología negativa. Cerca de un Leibniz que veía la turbulencia entera del mar en cada ojo de pez, Lispector llega a decir desde una metamorfosis invertida, querida, que va mucho más allá de Kafka: «quiero a Dios en aquello que sale del vientre de la cucaracha» [2]. Clarice repite la misma frase para enlazar un capítulo tras otro: sin numeración, así hasta el número mágico de 33. A la manera de mantras esotéricos, lo que se repite es algo así como anáforas para mantener la continuidad en el infierno vibrante de un vacío con palabras, sobre el abismo que hay entre la palabra y lo que ella pretendía. «Con una lentitud de puertas de piedra, se abría en mí la amplia vida del silencio, la misma que estaba en el sol fijo, la misma que estaba en la cucaracha inmovilizada… vi por entero la inmensidad sin límites de la habitación, aquella habitación que vibraba en el silencio, laboratorio de infierno» [3].

 

Dentro de la amplia producción de Lispector, si nos centramos en estas dos novelas temibles podemos intentar ordenar el rastro terrenal de algunas singularidades, todas ellas no menos amenazantes que prometedoras. En primer lugar, hay que repetirlo, esas páginas son una alabanza constante de la inevitable violencia de vivir. Incluso ignorando ese género dudoso de las biografías, parece claro que Clarice necesita personalmente una cura incesante, y eso solo puede venir para ella de darle forma al martirio al que no puede renunciar en su origen. Solo Dios sabe lo que pasó por el corazón de esta mujer antes de poder aceptar morir. Mientras tanto, a años luz de una histérica moralina que ha reforzado la cohesión social a costa de humillar las vidas personales en un espectáculo que solo conecta la desolación, Lispector insiste en que es necesario no olvidar y respetar la violencia que tenemos. «Las pequeñas violencias nos salvan de las grandes», todos estos aberrantes estallidos suicidas y homicidas que puntean nuestra obligada paz pública. Supongo que es inútil recordar que, entre otros, existe un documento filosófico, necesariamente ignorado por los profesores, que explica esta dialéctica positiva entre el aislamiento carnal y la comunicación social con detalle y en muy pocas páginas. Se trata de «I am what I am», el primer círculo de La insurrección que viene. Fuera de unos cuantos miles de «jóvenes radicales», es un texto que no se conoce. En su momento, igual que ahora,  los profesores estaban mirando para otra parte.

 

Al margen de esa molicie se da en Lispector una épica de la clandestinidad mortal, de una potencia común (no intelectual, ni culta) que incluye en sus instintos un reversión, una resurrección de la muerte desde la muerte. Perdiendo una vez más el tiempo ante los especialistas, insistimos en que el capítulo VII del San Pablo de Badiou ya pone en esta liberación de la muerte desde dentro, de entre los muertos (Lázaro), la tecnología punta del universalismo cristiano. Dice Badiou: Cristo ha sido sacado fuera (ẻκ νεκρῶν), de entre los muertos [4]. Y Lispector realmente no tiene nada, en estas dos novelas, contra un paleocristianismo de tal linaje, cuya clave consiste en la inmortalidad que se alcanza respirando en el corazón mismo de una muerte admitida como primer prójimo. Esta posibilidad legendaria, que es la de liberarse del miedo con el espanto, hoy sin duda nos confunde. Ni siquiera es concebible. Pero es el abecedario de Lispector, que no cesa en esta vía gnóstica: «Era como si la muerte fuera nuestro bien mayor y final, sólo que no era la muerte, era la vida inconmensurable que llegaba a tener la grandeza de la muerte. Lori pensó: no puedo tener una vida mezquina porque no combinaría con lo absoluto de la muerte» [5].

 

También: «Ella no quería nada sino aquello que le sucedía: ser una mujer en la oscuridad al lado de un hombre que dormía. Pensó por un instante si la muerte interferiría en el pesado placer de estar viva. Y la respuesta fue que ni la idea de muerte conseguía perturbar el ilimitado campo oscuro donde todo palpitaba denso, pesado y feliz. La muerte había perdido la gloria… Hasta que Lori se durmió profundamente y la oscuridad fue toda de ella» [6]. Clarice nos invita a vivir sin afuera ni resto, metiendo cualquier penumbra pasada en el molde. De ahí la vieja sabiduría de los que pasan, caminando sobre las brasas, al otro lado: ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? (I Cor 15, 55-57). Nunca se inventó nada más allá del morir, dice Lori: «Morir debe ser un gozo natural. Después de morir no se va al paraíso, morir es el paraíso» [7]. Nada de masoquismo mortuorio aquí, nada de tristeza fúnebre. De algún modo la tarea última es no tener ante quien morir, a quién rendir cuentas, más que ante el rostro de la muerte misma, que ha convertido lo impersonal en la primera y última persona con quien dialogar. Como si el Juicio Final se realizase en cada momento cardinal de una vida. En la antigua cultura zapoteca de los templos de Mitla (Oaxaca) la muerte era ya el juicio, de ahí que todos los muertos fuesen, en el momento final, absueltos. Como si la muerte, con el juicio sumarísimo que incluye, fuera en sí misma la absolución y abriera el paso al otro mundo de los justos. «En aquella hora de la noche ella conocía ese gran susto de estar viva, teniendo como único amparo tan sólo el desamparo de estar viva. La vida era tan fuerte que se amparaba en el propio desamparo» [ 8].

 

Se da pues en estas dos novelas, tan alejadas en su materialismo y en su metafísica del debilitamiento posmoderno, un sometimiento del lenguaje al mutismo, a la fuerza de una exterioridad sin mapa, muda. Vale decir que se da aquí un desprecio de lo que llamamos banalmente cultura, este dispositivo que coacciona con la oferta de una diversidad incansable, invitando a deslizarse sin ser fieles a nada, y a la vez un elogio de la primitiva escena terrenal que siempre retorna. Lispector vive de esa alucinación fundamental (Lacan) sin la cual ninguna percepción es operativa. Vive de la fuerza universal de la decisión: singular, personal, indelegable. La fuerza de la literatura, es posible que también en Unamuno y Walser, en Beckett o Handke, tiene poco que ver con la trampa superestructural de una diversidad que nos divierte, facilitándonos el aplazamiento sin fin de lo traumático. Navegando de marca en marca, si para quien flota nada es cercano, la autora de Cerca del corazón salvaje se sitúa en las antípodas de esta obligatoria nube, una tabla de surf que se ha vuelto el dogma de nuestro aislamiento compartido. Ella no puede, no quiere olvidar ninguna herida; necesita solo revertirlas desde dentro, apurando la vida hasta las heces. Lo cual, dicho sea de paso, coloca a Clarice en las antípodas de este victimismo infantilizador con el que hoy nos gusta enredar a las mujeres.

 

Más bien se trata, en Lispector y Weil, del coraje corporal para un umbral que siempre vuelve. Las dos son fieles a la irrupción eventual de una naturaleza siempre sorpresiva, a la manera de una corriente cuántica que amase esconderse: Dios mismo habla a ráfagas, se dijo. Realizando lo que después teorizará Baudrillard, la letra de Lispector no brota de la intertextualidad literaria (viajes, talleres, lecturas, alta cultura), en una especie de promiscuidad libresca o redundancia verbal uterina, sino del miedo. De las pasiones de una vida que siempre estará ante un peligro elemental que no cesa. Si no hay traumas que nos rocen con lo intolerable, con una inmersión en el mutismo del infierno, no hay nada, nada parecido a un Pessoa, a un Coetzee o una Zambrano. Nada más que habladurías, éxitos digeribles que entretienen el transporte público, opiniones de expertos, debates televisivos y papers universitarios. En definitiva, el bla, bla, bla de la historia, la cultura-basura que nos protege con comentarios sobre comentarios, con el «escándalo» informativo que no revela nada más que el poder obsceno de la circulación social. Por el contrario la literatura (sea narrativa, poética o filosófica) que no se puede simplemente leer, la música que no se puede simplemente escuchar, nos envuelven con la intensidad peligrosa de otra religión.

 

El trabajo de Clarice es una apuesta por el milagro de cada ser singular: una posibilidad, una promesa más alta (debido a su bajeza) que cualquier realidad visible, exitosa, ya efectuada. En este punto, con su complot cerrado contra cualquier intensidad real, hay que recordar que la deconstrucción es la más profunda ideología del sistema, un poder de corazón alternativo que opera más por multiplicación masiva (Foucault) que por represión severa y explícita [9]. La obligación del entretenimiento, pues es necesario entretener a los que esperan, une en secreto el entero arco social y parlamentario de las ideologías. Lo cual ha elevado la tortura medieval a estadios de espectáculo radiante. Tal vez sea mejor no asomarse a los detalles escabrosos de lo que esa tortura ha supuesto en la vida diaria de Clarice en un enorme país agrario, turístico y urbano, a pesar de ser ella enseguida una dama respetable [10]. El oro se acrisola en el fuego. Hace falta la humillación y la tristeza propias de una nación moderna para que surja algo como Gran Sertón: Veredas. Hacen falta muchas medianías brasileñas aplastadas para que nazca una Lispector. Toda gran nación, con la ristra inconfesable de explotación y crímenes que arrastra, necesita una literatura y una música que rediman algo de ese pantano. A veces se ha comentado que un simple fenómeno como The Beatles es la expresión de un enorme sufrimiento sumergido. Un día el pintor Francis Bacon se atreve a confesar: «Si los ingleses supiesen como vivo y pienso, tendría que estar en la cárcel». Apostando por el dios del desierto, Deleuze solamente dice: La historia es el conjunto de condiciones, prácticamente negativas, que permiten que surja algo nuevo, distinto a la historia.

 

Tenemos por seguro que a Clarice le ha salvado, igual que a un Walser pobre que muere a solas en la nieve, una necesidad casi teológica de pegarse al suelo, de no separarse del estupor más infantil: «La necesidad es mi guía… Soledad es tener solamente el destino humano. Y soledad es no necesitar. No necesitar deja a un hombre muy solo, totalmente solo» [11]. Y sobre todo esto: «Renunciar tiene que ser una elección. Desistir es la elección más sagrada de una vida. Desistir es el verdadero instante humano. Y solo ésta es la gloria propia de mi condición. La renuncia es una revelación» [12]. Atarse a los signos que se presentan, renunciar a la sacrosanta libertad social de flotar es el máximo experimento moderno de la libertad. De ahí que, a pesar de su fama de ser salvajemente libre, también Nietzsche haya podido afirmar: «Yo no he tenido jamás que elegir» [13]. Es necesario comprometerse con la necesidad, con una primera escena fatal, y renunciar al mito de una libertad que nos permitiría elegir continuamente. La gracia de la condición humana se revelaba en su pobreza implorante [14]. Lispector es una antena de esta verdad: somos espías en un mundo que no es nuestro, que nunca hemos elegido. Nada importante es elegido. Lo trascendental es solo esto, que la inmanencia no sea nuestra.

 

En esta senda escarpada ella sigue: «Amor mío, no temas la carencia: ella es nuestro mayor destino… el amor es tan inherente como la propia carencia y estamos protegidos por una necesidad que se renovará continuamente» [15]. De algún modo vivimos vueltos hacia el interior, una interioridad enorme que abarca cualquier demonio. Vivimos como un ciego que ausculta su propia atención, dice ella. Clarice no es ajena a aquella vieja y escandalosa tesis (en este punto Schopenhauer irrita mucho a Heidegger) según la cual el ser humano no es un ente más entre los entes sino la mente cualquiera dentro de la cual acaece lo que sea. De este interior que incluye cualquier exterior proviene que el ser humano haya de estar perpetuamente asomado a los sentidos. De ahí «La atención que nunca me abandona y que, en último análisis, quizá sea la cosa más indisociable de mi vida». De ahí también este tipo de afirmaciones portentosas, que al fin nos detienen: «Mi misterio es simple: no sé cómo estar viva [16]. En definitiva, diría ella frente a la tontería de esta época, tu cuerpo no es tuyo. Precisamente de esta certeza, practicada día a día, vive la poderosa fuerza corporal, sensitiva y erótica de Lispector. Lejos de cualquier antropocentrismo, para ella el hombre no es un ser más sino el claro donde lo posible, también el propio cuerpo, aparece. En otro libro despreciado por los profesores, Alan Watts lo explica así: «Hombre tan sólo significa una posición media; esa es toda la idea de hombre. El centro, el camino medio, el medio. Y así, dondequiera que se encuentre el punto central, este punto recibe el nombre de hombre. Al igual que cada uno de nosotros es el centro de su propio universo… en esa fecha y hora, el arreglo del universo muestra el mapa de un alma individual. El individuo es todo el universo considerado desde este punto de vista o enfocado en este punto de vista. De una manera parecida, la situación cósmica de un ratón pone a ese ratón en la posición del hombre cuando se considera que el ratón es el centro del universo. Todo punto considerado dentro de un continuo espacio-temporal curvo es el centro del universo» [17].

 

De esta circularidad que todo lo acoge, proviene la divina alianza entre sabiduría y necedad, saber y vulgaridad, tragedia y comedia que encontramos siempre que hay estatura moral o literaria, una pareja acaso indisoluble. «Abrí lentamente los ojos, aún llena de dulzura, de gratitud, de timidez, con el pudor de la gloria». El corazón tiene razones que la cabeza no entiende. Incluso en el tacto está ya todo el pensamiento: «Yo había sentido ya en la boca los ojos de un hombre y, por la sal en la boca, había sentido que él lloraba» [18]. Para escuchar, también para hacer música, tenemos que aprender a vivir con lo que no se entiende, afirman casi al unísono Rulfo y Lispector. Cada vez más todo es una cuestión de paciencia, de amor y paciencia que se alimentan mutuamente. Me refiero a la humildad como técnica, dice Clarice al referirse a esta entrega a los acontecimientos, aunque sean mínimos: «Sólo si nos acercamos con humildad a la cosa, no se nos escapa del todo». Incluso comprender ya es un heroísmo. Cada vez me parece que «todo es una cuestión de paciencia, de amor que crea paciencia, de paciencia que crea amor», leemos en Para no olvidar. Escribir es la paciencia de recomponer paulatinamente una visión que fue instantánea.

 

Encontramos después esos deliciosos pasajes donde Lispector se muestra en primer plano como una mujer común que no sabe, que nunca sabrá y que extrae de esa certeza negativa su fuerza carnal: «Moriría en un viaje de ida hacia una tonta felicidad de primavera… La felicidad la dejaba con una sonrisa de hija» [19]. Y a veces banalidades mundanas que nos enamoran: «Iré, no mañana sino hoy mismo, a comer y a bailar al Top-Bambino, necesito condenadamente divertirme y distraerme. Me pondré, sí, el vestido nuevo azul, que me adelgaza un poco y me da colores, telefonearé a Carlos, Josefina, Antônio, no recuerdo bien cuál de los dos me dio la impresión de que me deseaba o si ambos me deseaban, comeré gambas ‘a lo que no importa qué’… necesitaré para el resto de mis días mi leve vulgaridad dulce y de mi buen humor, necesito olvidar, como todo el mundo» [20]. Así la imaginamos a veces, condenadamente vulgar, dulce y juguetona en una gran metrópoli brasileña llena de vida y secretos.

 

En virtud de esta apasionada ontología de lo ordinario Lispector puede decir: «No miro por nada: me gusta ver a las personas siendo». Ser es el milagro, encierra cualquier revolución pendiente. Si hubiera un dios, estaría en la mera existencia, en el más mínimo fragmento de materia. Fragmento que late en la inmensidad omnipresente de una mente cualquiera. Lo cual tiene relación, otra vez, con la potencia de una muerte que pone la vida entera en cualquier esquina, incluso en una repulsiva cucaracha, allí donde la trinchera que llamamos razón no obtura la violencia de lo real. «Y veía, con fascinación y espanto, los trozos de mis ropas podridas de momia caer secas al suelo, y asistir a mi transformación de crisálida en larva húmeda» [21]. Clarice no hace simplemente literatura, pues se atreve (algo que es la quintaesencia de los clásicos) a extrapolar abiertamente desde su letra la cosmovisión de una Weltanschauung. Por eso sospechamos que, tal como escribe, así ella vive. Naturalmente, con mil contradicciones, errores y vergüenzas inconfesables. Quien se busca a sí mismo, en un pacto con el diablo que no obedece al mandato social de domesticarse, es normal que encuentre en la más íntima unidad de su ser una línea de brujería, una multitud de personajes deformes que no siempre son llevaderos. «Sus pensamientos eran tan sobrenaturales como una historia pasada después de la muerte», repite Lispector en dos momentos muy distintos de Aprendizaje. En nombre de esa muerte asumida en vida, Clarice no es sólo autodidacta sino también, por decirlo así, autovivacta. De ese absoluto carnal proviene que ella pueda hablar en esa novela incluso de rezar, de pedirle a sí misma, ya que: «Yo soy más fuerte que yo».

 

Bajo su aire de mujer peligrosa, y lo es, hay también en la autora de Agua viva una dulzura casi franciscana hacia cualquier forma de vida, por bestial que sea. De ahí que La pasión según G. H., uno de los documentos más difíciles del pasado siglo, pueda provocar la metamorfosis de cualquier lector precisamente desde una comunión deseada con la caída, incluso hacia un asqueroso insecto. Como cualquier cosa late en una sola mente, la literatura entera de Lispector gira en torno a la sabiduría de animal despierto: «un velo de alerta, lo bastante alerta para tan sólo presentir» [22]. Basta con entregarse al espíritu del presentir para sentirlo y pensarlo todo. De ahí que en las dos novelas que hemos escogido (que nos han escogido) encontremos un fluido espesor difícil de encontrar en el Tractatus o en Ser y tiempo. «Paseé la mirada por la habitación desnuda. Ningún ruido, ninguna señal. Ningún ruido y, sin embargo, yo sentía perfectamente una resonancia enfática, que era la del silencio rozando el silencio. La hostilidad se apoderó de mí» [23].

 

Es significativa en la modernidad la pasión animal y entomológica, en Jünger y en muchos otros visionarios. Es significativa también la intimidad de los creadores (Borges y los tigres, Malaparte y su perro) con algún señalado animal. La fascinación por la tranquila ferocidad devoradora de los animales del desierto, escribe Lispector. Probablemente se vive y se crea desde y para una raza inferior analfabeta, en una zona de intercambio entre el hombre y el animal, muy cerca de la masa bárbara de lo sensible. No solamente el hombre que sufre es una bestia, la bestia que sufre se acerca al hombre. Es posible que hombre y animal se acerquen también cuando gozan, cuando temen o juegan. Hablando de la sabiduría de algunos humanos, se ha dicho que en momentos culminantes el hombre es acoplado a su animal como en una especie de tauromaquia latente [24].

 

En un cierto momento Lispector describe así el encuentro con el rostro sin contorno del bicho que le hace virar hacia su más íntimo ser, sobre su más remota zona sombría: «La miré, con aquella boca suya y sus ojos: parecía una mulata agonizante. Pero los ojos eran negros y estaban radiantes. Ojos de novia. Cada ojo en sí mismo parecía una cucaracha. El ojo, franjeado, oscuro, vivo y desempolvado. También yo tenía millares de cilios pestañeando, y con mis cilios avanzo, yo, protozoo, proteína pura… siento en el jeroglífico de la cucaracha lenta la grafía de Extremo Oriente: yo y la cucaracha viva… Yo había llegado a la nada, y la nada era viva y húmeda» [25]. También: «Sus ojos no me veían, la existencia de ella existía en mí; en el mundo primario donde yo había entrado, los seres existen unos en los otros como modo de verse». La pasión de Lispector insiste, la pasión de salvarse aferrando lo que para un orbe cívico es la más execrable perdición, una caída en el limo de una comunión indiferenciada con cualquier otro ser. Fijémonos en este pasaje del idealismo radical de un presente moderno y cercano, aunque todavía libre de la cobardía separadora que se personifica en Kant: «Como todo está lleno, lo cual hace que toda la materia esté ligada, y como en lo lleno todo movimiento produce algún efecto en los cuerpos distantes según la distancia; de esta manera cada cuerpo es afectado no sólo por los que está en contacto, y de algún modo siente todo lo que les ocurre, sino que también, a través de ellos, siente a los que tocan a los primeros con los que están inmediatamente en contacto; de todo esto se sigue que esta comunicación llega a cualquier sustancia. Y, en consecuencia, todo cuerpo siente todo lo que pasa en el universo, de tal modo que el que viera todo podría leer en cada uno lo que ocurre en todas partes e incluso lo que ha ocurrido y ocurrirá, advirtiendo en el presente lo que está alejado tanto según los tiempos como según los lugares; ‘Todo concuerda’, decía Hipócrates» (Monadología, § 61). Clarice lo diría así: «Cuán lujoso es este silencio. Tiene el cúmulo de siglos. Es un silencio de cucaracha que observa. El mundo se mira en mí. Todo mira a todo, todo vive lo otro; en este desierto las cosas conocen las cosas» [26]. El Deus sive natura de Spinoza ha tenido múltiples versiones anteriores y posteriores, no siempre condenadas como herejía excepto, claro está, en la policía positivista y sus herederos.

 

La experiencia de una continuidad entre los seres recorre la sabiduría greco-latina, pasando después por momentos capitales de la Edad Media, por Leibniz, Serres y el Comité invisible. Eso que aparece exteriormente como un individuo no es en realidad más que una compleja perspectiva de fuerzas heterogéneas. Además de Deleuze y Agamben (en Foucault una ontología de la continuidad telúrica está más reprimida), escuchemos lo que escribe el Comité invisible acerca de la necesaria inhumanidad de cierto comunismo visceral: «La cuestión del comunismo ha sido mal planteada, para empezar, porque se ha planteado como cuestión social, es decir, como cuestión estrictamente humana. A pesar de eso, nunca ha cesado de trabajar el mundo. Si continúa recorriéndolo, es porque no procede de una fijación ideológica, sino de una experiencia vivida, fundamental, inmemorial: la experiencia de la comunidad, que revoca tanto los axiomas de la economía como las bellas construcciones de la civilización. No hay jamás comunidad como entidad, sino como experiencia. Y se trata de la experiencia de la continuidad entre seres o con el mundo. En el amor, en la amistad, experimentamos esa continuidad. En mi presencia serena, aquí, ahora, en esta ciudad familiar, ante esta vieja Sequoia Sempervivens cuyas ramas agita el viento, experimento esa continuidad… No hay yo y el mundo, yo y los demás, hay yo, con los míos, en este pequeño pedazo del mundo que amo, irreductiblemente. Ya hay bastante belleza en el hecho de estar aquí y en ningún otro lugar» [27]. Sobre toda esta verdad, antigua y actual, ¿qué aporta la mitología evolutiva más que separación antropomórfica, distanciamiento y discriminación? La comunidad primaria de los seres, del hombre y lo inhumando del mundo: esto, que es obsesivo en Lispector, es lo que ha venido a romper, en alianza y complemento de la economía, el darwinismo cultural.

 

Por esta especie de comunismo primitivo, compatible con muy distintas ideología políticas y también con el hecho de no tener ninguna, se da en Lispector una indiferencia agresiva con respecto a las oposiciones binarias que nos retienen: vida/muerte, humano/inhumano, persona/mundo, individuo/comunidad… De la fórmula mágica de este monismo pluralista (platonismo de lo múltiple, dice Badiou) llega esta pasión de Lispector por los umbrales de metamorfosis, por una disciplina de lo infraleve y de la alta indefinición. La mujer o el hombre dudan cuando van a entrar, nos recuerda Aprendizaje: cuando van a salir de la seguridad de las rutinas. Es sobre esta duda que tanto una novela como otra tejen esas palabras y frases que nos dejan helados, con relámpagos caídos de un aire sereno: «En el cielo desnudo y absolutamente azul ninguna nube de amor que llore». La revolución, el gran reto y el gran peligro es atreverse a ser: «Lori era. ¿Qué? Pero era». Y ello porque en la persona singular, que se debate a solas frente a la muerte, está la comunidad entera, no en una colectividad histórica cuya única ideología es huir de la finitud, de la vida común de la muerte: «Lori se cansaba mucho porque no dejaba de ser» [28]. La condición humana no se cura pero el miedo a la condición es curable, leemos otra vez en Aprendizaje.

 

«Ella no quería nada sino aquello que le sucedía… ser humana le parecía ahora la más cercana forma de ser un animal vivo [29]. Ya vimos que quien es libre no tiene nada que elegir, pues obedece a los signos que llegan. Algunos seres humanos, caídos en un mundo más alto, han de limitarse, para ser libres de la prisión del Yo y su necesidad de reconocimiento, a obedecer lo que viene [30]. Ocurre como si en Lispector se diera entonces un valor masculino de corte estoico que le permite ser condenadamente femenina y epicúrea, jugando con un erotismo que la enlaza al silencio de cualquier ser. Casi en cualquiera de sus fotografía vemos así esa belleza salvaje, asimétrica, un poco luciferina. La realidad es lo increíble, dice una y otra vez esta escritora de remoto origen ashkenazi.

 

De algún modo implícito, mientras escribe Clarice trabaja contra la enfermedad occidental de la conciencia, una sociedad amenaza hace mucho tiempo por el prestigio policial del cerebro. De ahí su fidelidad a las tentaciones de la penumbra sola: «Y había una bienaventuranza física que a nada se podía comparar. El cuerpo se transformaba en un don». Saberse a sí misma era sobrenatural [31]. Tumbarse en la cama a descansar, dejarse fluir en duermevela, como un vegetal sin conciencia. La larva se transforma en crisálida: «ésta es mi vida entre vegetal y animal». Y después volver a la escritura, tras esos momentos de mutismo clandestino o de intensa vida social donde hay que compartir mil tonterías. Volver otra vez invulnerable, limpia por la virtud absolutoria de la  lejanía, un limbo suspendido. No hay nada de masoquismo en esta polaridad, por lo demás irremediable, sino el placer de escarbar continuamente en el abismo de vivir. El placer de reaprender una y otra vez la ley de unas afueras que permiten vivir y morir, liberándose de la cárcel que es nuestra sistema social, literario y cultural: «Qué hago, es de noche y estoy viva. Estar viva me está matando poco a poco» [32]. Entonces con ternura aceptó estar en el misterio de ser viva: «De algún modo ya había aprendido que cada día nunca era común, era siempre extraordinario. Y que a ella le cabía sufrir el día o conseguir placer en él». ¿Desdoblada? Claro, en mil pliegues: lo propio de un santo es vivir endemoniado. La imaginamos entonces haciendo su vida social en Washington o Río, viajando con su marido diplomático, cumpliendo con su familia e hijos, yendo de compras, recibiendo algún premio, riendo con las amigas y cenando en múltiples compromisos sociales. Todo eso, que le fue vedado a otros, se puede hacer sin perder un ápice en la relación con el diablo, con las Tentaciones de Dios. Tiene gracia repasar la imagen ambivalente de Clarice que da Wikipedia. Pero en un ser así, como ocurre tal vez en cualquier humano (cada vida es una misión secreta), siguen grietas impersonales por las que nunca se deja de tener un pie en el bendito infierno de otra promesa. Ahí es donde ella, como judía ucraniana que no pertenece del todo a este mundo, sigue cerca de la fuerte infelicidad de Sylvia Plath, Dostoievski o Carver. La infelicidad como fábrica y taller de ciertas iluminaciones turbias, a la vez prohibidas y adoradas en el día de los hombres. ¿Es esto lo que le permitió finalmente morir, dejando irse al último de sus personajes? Le permitió tal vez desaparecer con cierta calma el hecho de que la desaparición siempre habitó en ella.

 

Algún día habría que volver sobre esa suerte de teología negativa que constituye la capa más dura y viril de esta adorable feminidad mortal llamada Clarice Lispector. Flor de Lis en el pecho, no obstante Dios es para ella solamente lo que nunca sabremos de la claridad: «Yo Te amo, Dios, precisamente porque no sé si existes». El secreto de cualquier espacio de tiempo: esta es su pulpa sagrada de lo profano, también en mitad del mediodía. Fijémonos en esta delicia de memoria infantil, tras el regalo de un libro, que se encuentra en el cuento «Felicidad clandestina»: Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí algunas líneas maravillosas, lo cerré de nuevo, me fui a pasear por la casa, lo postergué aún más yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Clarice no quiere salir de ningún armario, se reiría incluso de nuestra obsesión totalitaria por la transparencia, con su correlato militar de lenguaje políticamente correcto. Con una mano lejos, desde la bendita fatalidad de estar siempre escondida, como un niño que juega a ver cómo discurre la magia de las cosas cuando no estamos ahí para interrumpirlas, ella apuesta por el milagro de ser, de ser así y no de otra manera. Siempre aceptó el misterio de «con horror amar al Dios desconocido» [33]. Aceptó el poder de un silencio que no duerme, leemos en algún rincón de estos dos libros. «Lori había pasado de la religión de su infancia a una no-religión y ahora había pasado a algo más amplio: llegó al extremo de creer en un Dios tan vasto que era el mundo con sus galaxias: eso lo había visto ella el día anterior al entrar sola en el mar desierto. Y a causa de la vastedad impersonal era un Dios al cual no se podía implorar: lo que se podía hacer era agregarse a él y ser grande también» [34].

 

Aquello con lo que no se puede, no hay más remedio que aceptarlo. Más aún, si es posible, amarlo y darle forma. Tal vez esto es la literatura, de Lope a Cervantes, una forma fluyente de lo incurable. Y esta es acaso la única inmortalidad posible, la de haber aceptado la muerte. Por esta razón Simone Weil escribe un día, al final de La gravedad y la gracia: «La belleza es la armonía entre el azar y el bien». Un momento, dice después Lispector, donde el mal y el bien no existen. Tras la fatalidad de cada accidente hay un signo que espera, una monstruosidad que, fatigada, podría llegar a sonreírnos. Convertir cada accidente en monumento duradero: «La trayectoria somos nosotros mismos. En lo referente a vivir, nunca se puede llegar antes». He perdido la timidez: «Dios es ya… Toda mi lucha fraudulenta procedía de no querer asumir la promesa que se cumple: yo no quería la realidad. Pues ser real es asumir la propia promesa» [35].

 

Allí donde crees estar solo, cuidado, tampoco lo estás (Epicteto). ¿Por eso le tememos tanto a la soledad, por lo que en ella resuena? Siempre estamos al lado de Otro: «Un ojo vigilaba mi vida, y ese ojo era probablemente lo que yo llamaba ora verdad, ora moral, ora ley humana, ora Dios, ora yo». Es que un mundo totalmente vivo tiene la fuerza de un infierno, nuestra mujer. «La vida es tan continua, que nosotros la dividimos en etapas, y a una de ellas la denominamos muerte… Te duele que la bondad de Dios sea neutramente continua y continuamente neutra… lo que llamaba milagro, era en verdad un deseo de discontinuidad e interrupción». Los auténticos santos (¿van Gogh, Chesterton?) tal vez no necesitan el milagro, ya que lo viven en cada brizna de hierba, en cada tren que llega a su destino.

 

Y las mujeres son acaso un en sí que jamás alcanzará a cubrir la conciencia de un para sí, de ahí que la historia las odie… aunque sea incluso tras gestos feministas. Ellas son capaces de decir en diez palabras lo que a los hombres nos cuesta una tesis doctoral, cuando ya no queda nadie con oídos en la sala. En estos dos libros extremadamente difíciles, donde el espesor de las más intrincadas páginas de pensamiento contemporáneo es superado con una soltura ajena a la filosofía, la conversión a la inmortalidad mortal, dejando atrás el miedo al miedo, se puede expresar así: «No quiero el amor bello. No quiero la media luz, no quiero el rostro bien formado, no quiero lo expresivo. Quiero lo inexpresivo. Quiero lo inhumano en la persona… algo que es más ancho, más sordo, más profundo, menos bueno, menos bello. Permite que te diga que Dios no es bello» [36]. La pasión según G. H. llega a afirmar, en una especie de bienvenida a la belleza infernal del mundo, que es en la desilusión donde se cumple la promesa, que la verdadera plegaria es sumergirse en lo inhumano: «No, no tengo que elevarme a través de la plegaria: tengo que, ingurgitada, convertirme en una nada vibrante. ¡Lo que hablo con Dios no debe tener sentido!». Solo han de ser humillados, dice después, los que no son humildes. Los que no son capaces de decir: «Lo divino para mí es lo real».

 

A pesar de un remoto origen judío, el Dios de Clarice no es el de los elegidos, sino el de los no elegidos. «Y en mi gran dilatación yo estaba en el desierto. ¿Cómo explicarte? Estaba en el desierto como nunca había estado. Era un desierto que me llamaba como un cántico monótono y remoto llama. Me iba seduciendo. Y avanzaba hacia esa locura promisoria». Todo momento de falta de sentido es exactamente la aterradora certidumbre de que allí hay un sentido, que no solamente no captamos, sino que no querremos porque no hay garantías. «Y mi primer silencio verdadero comenzó a soplar. Lo que había visto yo de tan tranquilo, vasto y extranjero en mis fotografías oscuras y sonrientes, aquello estaba por primera vez fuera de mí y a mi entero alcance, incomprensible pero a mi alcance… en la pared, yo estaba tan desnuda que no proyectaba sombra» [37]. Por eso el mayor beneficio del santo es para con él mismo. «Vivir es una gran bondad para con los demás, es una dádiva tan grande que millares de personas se benefician con cada vida vivida» [38].

 

El verdadero acróbata es el de la inmovilidad. No saber: ¿era así entonces como sucedía lo más profundo? «Estar aparentemente muerta para que lo vivo se produjese». Esta salvación a través de la simple forma de la perdición, esta especie de panteísmo paleocristiano no puede darse sin un grave proceso de despersonalización, en una crisis de todas las identidades reconocibles. «Pero sé -sé- que hay una experiencia de gloria en la que la vida tiene el purísimo sabor de la nada… la esencia es de una insipidez ofensiva… Camino en dirección a la destrucción de lo que he construido, camino hacia la despersonalización… La despersonalización como la destitución de lo individual inútil, la pérdida de todo lo que se puede perder y, aún así, ser» [39].

 

Antes de comprender, mi corazón encaneció como encanecen los cabellos. Despersonalizarse es amar un rodeo ascético para recuperar una y otra vez la santidad de cierto hedonismo: «Y sólo puedo amar la evidencia desconocida de las cosas, tal entrega es la única superación que no me excluye. Yo era ahora tan grande que ya no me veía». Ser uno mismo lo que es era ya demasiado grande e incontrolable. «La gradual desheroización de uno mismo es el verdadero trabajo que se hace bajo el trabajo aparente. Toda vida es una misión secreta». Estamos hablando, parece obvio, de una persona que no puede vivir casada con su imagen: a diferencia de todo este pueril narcisismo, este enfriamiento carnal que se ha convertido en la base de nuestro estruendo global. De ahí el dédalo de un alma en algunas fotografías: En la mirada sonriente había un silencio que solo he visto en los lagos. «Mi natural y mi salud. Y mi especie de belleza. ¿Sólo mis retratos son los que fotografiaban un abismo?». Es de suponer que hay en Lispector fragmentos fotográficos que encantarían a un Barthes: «Una vida inexistente me poseía entera y me ocupaba como una invención. Solamente en la fotografía, al revelar el negativo, se velaba algo que, fuera de mi alcance, era alcanzado por la instantánea: al revelar el negativo también se revelaba mi presencia de ectoplasma. ¿Es la fotografía el retrato de un hueco, de una ausencia, de una falta?» [40].

 

Así pues, Dios. Que es cualquier cosa, el insondable azar con el que acaece lo real, una singularidad que nos marca. Por eso cualquier error de los otros es para mí una oportunidad para amar. Existe en esta mujer una arriesgada pedagogía del error, una incesante trascendencia infraleve que carga la magia de la inmanencia. Sin dolor y accidentes no podría darse el amor por lo desconocido sin amigos. «Qué abismo entre la palabra amor y el amor que no tiene siquiera sentido humano». El amor, ¿es la materia viva?. Bajo todos los planes del hombre, Dios se manifiesta en el diablo de detalles inesperados que rehacen el día, a veces partiéndonos la cara. «De repente, esta vez con malestar real, me dejé atrapar por una sensación que durante seis meses, por negligencia y desinterés, no me había permitido tener: la del silencioso odio de aquella mujer. Lo que me sorprendía es que era una especie de odio indiferente, el peor odio: el indiferente. No un odio que me individualizase, sino solamente la ausencia de clemencia» [41]. Precisamente debido a esta temible conjunción de accidente y necesidad, profano y sagrado, humano e inhumano, Dios (a la manera de Pasolini) se confunde con los bajos fondos de la vida más idiota, con una rutina cualquiera: «Eras la persona más antigua que jamás conocí. Eras la monotonía de mi amor eterno, y no lo sabía. Sentía por ti el tedio que siento en los días festivos, la lisura de la piedra el silencio en el vuelo de los mosquitos» [42]. No olvidemos que en un momento de Temor y temblor Kierkegaard llega a decir que el caballero de la fe, trasunto cristiano del superhombre nietzscheano, debe confundirse con un dominguero cualquiera. Así pues, una y otra vez la renuncia (a la cultura, a la fama, a la identidad, al reconocimiento) como vía de ascenso inmanente hacia una gloria que no necesita ser vista ni comprendida por nadie: «Oh, Dios, me sentía bautizada por el mundo… por fin mi envoltura se había roto realmente, y yo era ilimitado. Por no ser, yo era… Todo estará en mí si no soy; pues ‘yo’ es solamente uno de los espasmos instantáneos del mundo» [43]. Pero esta gloria, no lo olvidemos, ocurre en virtud de mantener una constante fidelidad al infierno de la condición humana, aquello que nos une con cualquiera.

 

«Muchas veces, antes de dormirme -en esa pequeña lucha por no perder la conciencia y entrar en un mundo más vasto-, muchas veces, antes de tener el valor de embarcarme en el gran viaje del sueño, finjo que alguien me tiende la mano y entonces avanzo, avanzo hacia la enorme ausencia de forma que es el sueño». Se trata de un suplicio asombrado, donde el dolor no es algo que nos ocurre, sino lo que somos. «Y se acepta nuestra condición como la única posible, ya que ella es lo que existe, y no otra. Y ya que vivirla es nuestra pasión». Es en la ruina de las luces históricas de este mundo donde se recupera la hora violeta de la estrella: «Ella y la lluvia estaban ocupadas en fluir con violencia… La lluvia y Lori estaban tan juntas como el agua de la lluvia estaba ligada a la lluvia». Por deslumbramiento se volvía humilde. «Ella se sintió perdiendo todo el peso del cuerpo como una figura de Chagall». Entonces del vientre mismo, como un remoto estremecerse de la tierra, surgió algo que la rescató. Pero desde el mismo corazón salvaje de lo que tememos.

Ignacio Castro Rey. Madrid, 14 de septiembre de 2019

 

 

 

  1. «(…) la muerte no es el principio ni el final, sino que tan sólo consiste en pasar su vida a otro». G. Deleuze y C. Parnet, Diálogos, Pre-Textos, Valencia, 1980, p. 72.
  2. Clarice Lispector, La pasión según G. H., Siruela, Madrid, 2013, p. 72.
  3. Ibíd., p. 53.
  4. Alain Badiou, San Pablo. La fundación del universalismo, Anthropos, Barcelona, 1999, p. 78.
  5. Clarice Lispector, Aprendizaje o El Libro de los placeres, Siruela, Madrid, 2008, p. 110.
  6. Ibíd., p. 137.
  7. Ibíd., p. 57.
  8. Ibíd., p. 129.
  9. Comité invisible, Introducción a la guerra civil, Meslusina, Barcelona, 2008, pp. 79-80.
  10. El poema «Valium 10», de Rosario castellanos, es muy instructivo en cuanto a cierto sufrimiento ondulatorio de la mujer moderna. Pero sobre todo Desgracia impeorable, de P. Handke.
  11. Clarice Lispector, La pasión según G. H., op. cit., p. 145.
  12. Ibíd., p. 151.
  13. Friedrich Nietzsche, Ecce homo. Cómo se llega a ser lo que se es, Alianza, Madrid, 1978 (3ª ed.), p. 97.
  14. Clarice Lispector, Aprendizaje o El Libro de los placeres, op. cit., p. 124.
  15. Clarice Lispector, La pasión según G. H., op. cit., p. 146.
  16. Clarice Lispector, Aprendizaje o El Libro de los placeres, op. cit., p. 82.
  17. Alan Watts, OM. La sílaba sagrada, Kairós, Barcelona, 1983, p. 34.
  18. Clarice Lispector, La pasión según G. H., op. cit., p. 67. La frase anterior se encuentra en Ibíd., p. 49.
  19. Clarice Lispector, Aprendizaje o El Libro de los placeres, op. cit., p. 107.
  20. Clarice Lispector, La pasión según G. H., op. cit., p. 137.
  21. Ibíd., p. 65.
  22. Clarice Lispector, Aprendizaje o El Libro de los placeres, op. cit., p. 106.
  23. Clarice Lispector, La pasión según G. H., op. cit., p. 43.
  24. Gilles Deleuze, Francis Bacon. Lógica de la sensación, Arena, Madrid, 2002, p. 30.
  25. Clarice Lispector, La pasión según G. H., op. cit., p. 50.
  26. Ibíd., p. 58.
  27. 27. Comité invisible, Ahora, Pepitas de calabaza, Madrid, 2017, pp. 137-138. También: «Los individuos tzeltales de Chiapas disponen de una teoría de la persona según la cual los sentimientos, las emociones, los sueños, la salud y el temperamento de cada cual están regidos por las aventuras y desventuras de todo un montón de espíritus que viven al mismo tiempo en nuestro corazón y en el interior de las montañas, y que se pasean. No somos hermosas completitudes egóticas, Yoes bien unificados. Estamos compuestos por fragmentos, rebosamos de vidas menores. En hebreo la palabra ‘vida’ es un plural, al igual que la palabra ‘rostro’. Porque en una vida hay muchas vidas y en un rostro muchos rostros… Todo encuentro recorta en nosotros un dominio propio en el que se mezclan indistintamente elementos del mundo, de otro y de uno mismo. El amor no pone en relación a los individuos, más bien opera un corte en cada uno de ellos, como si de pronto estuvieran atravesados por un plano especial donde se encuentran caminando juntos sobre cierta capa del mundo. Amar no es estar juntos, sino devenir Si amar no deshiciese la unidad ficticia del ser, el ‘otro’ no sería capaz de hacernos sufrir hasta ese punto». Ibíd., pp. 148-149.
  28. Clarice Lispector, Aprendizaje o El Libro de los placeres, op. cit., p. 19. La cita anterior se encuentra en Ibíd., p. 37.
  29. Ibíd., pp. 137.
  30. Ibíd., p. 136.
  31. Ibíd., p. 135. La cita anterior la encontramos en Ibíd., p. 122.
  32. Ibíd., p. 103.
  33. Ibíd., p. 25.
  34. Ibíd., p. 74.
  35. Clarice Lispector, La pasión según G. H., op. cit., p. 130.
  36. Ibíd., p. 135.
  37. Ibíd., p. 57.
  38. Ibíd., p. 144.
  39. Ibíd., p. 148.
  40. Ibíd., p 28. La cita anterior es de Ibíd., p. 23.
  41. Clarice Lispector, La pasión según G. H., op. cit., p. 37.
  42. Ibíd., p. 132.
  43. Ibíd., p. 153.