«La vida rugosa, áspera y casi siempre mezquina, y de tiempo en tiempo un rayo de luz»
Conocí a Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977) por una entrevista reciente contra la corrección política y el arte infame que genera. Con ese breve bagaje entré en lo último que encontré de ella, Degenerado (Anagrama, 2019). Con una actitud inicial un tanto escéptica, dada la desconfianza que a algunos nos produce el éxito, enseguida nos topamos con un lenguaje muy rico y conciso para narrar, precisamente, la extrema miseria de nuestro mundo. Algunos dirían que puede haber desde el comienzo concesiones a lo que se ha llamado pornomiseria, pero el foco de Harwicz no se fija en los otros, en los de siempre, sino en nuestro mal. Pronto conmueve la sequedad de su escritura, de una crueldad sobria, minuciosa, plegada paso a paso a los escenarios de la vida más oscura. Tal vez esto no se puede fingir. De manera que la trabajosa construcción de Degenerado ni siquiera parece una «construcción», de apretada que está a los intersticios de un sufrimiento innombrable.
Es tal vez secundario si el laberíntico monólogo de su protagonista sin nombre, acusado de violar y matar a una niña, le hace finalmente inocente o culpable. Lo que parece crucial en esta historia, y es lo que más duele, es la furia hipócrita de una sociedad que estimula por doquier la perversión para después regodearse en su castigo.
Al principio podría pensarse que Harwicz usa la carnaza de moda, con un «manoseo» que ya parece en la cuarta línea y un registro de sórdidos abusos que se mantiene. Aparentemente, ningún tema de moda en nuestro apocalipsis es ajeno a sus poco más de cien páginas: la pedofilia, los viejos verdes, los padres aberrantes, el aparente horror sórdido que son los adultos, particularmente el varón. Y los pobres hijos, «ventrílocuos de papá y mamá». Hasta aparece, muy pronto, el sufrimiento judío y el tímido intento de boicot al actual estado de Israel. Degenerado no deja ninguna de las pistas que puede hacer un libro muy vendible. Pero esto Harwicz lo hace muy bien, con toda la crudeza del mundo, con autenticidad y sin vergüenza, como acaso solo una mujer puede atreverse: «Las niñas saborean que les metan mano y más cuando se trata de un chico que les gusta… muchas se hacen las inocentes pero en el fondo son mujeres y les puede gustar tanto un chiquito como un señor, lo salvaje no distingue» (p. 95). ¿Qué hombre se atrevería a escribir algo así, aún poniéndolo en boca de otro? Si el autor fuese masculino, probablemente saldría despedido de la visibilidad y el éxito hacia las cloacas de la más irreversible condena.
No Harwicz, que mantiene impasible el ritmo seco y duro del lenguaje, elegantemente sórdido. Pronto Degenerado nos muestra la clandestinidad de las vidas actuales, la tristeza de una biografía cualquiera, como el origen de lo que llamamos «vicios». Sin que por ello la autora justifique nada. Se limita a tomar nota de un soliloquio espeluznante. Muy pronto, despertar y ser viejo: «Morirse a los noventa, morirse después de una vida ordenada, sacar la basura, meter la basura, pagar impuestos y dar de comer al gato». Harwicz parece describir la posibilidad de que el celebrado bienestar sea nuestra forma de genocidio, aunque a cámara lenta y en medio de risas enlatadas y un baile de postureos. La verdad, no vemos esto todos los días.
Pronto el «ardor sin duración» del acusado y los vecinos que tiran piedras. Por momentos, la novela recuerda algunas obras sobre la fiereza de la jauría humana, allí donde se desata contra quien sea desagradable y además parezca caído del lado del mal. El extranjero de Camus o Desgracia de Coetzee, podrían ser ejemplos. Degenerados es más amarga que La caza de Th. Vinterberg, pues aquí no hay nadie inocente; ni siquiera el acusado, menos todavía los acusadores. El centro de gravedad está en otra parte. Si hay centro, tendría que ver con una desolación que se extiende, inundándolo todo. ¿Justificando el horror de unos con el de otros? No, no exactamente.
«Ustedes no pueden tolerar que haya muerto una niña sin que haya un asesino, sin que ese asesino tenga odio racial, sin tener a quien vengar». Es cierto que ante el pesimismo de Harwicz acerca de esta época, y de la condición humana, puede quedar una reserva de duda. ¿Solo hay víctimas y verdugos entre nosotros? Peor aún, ¿víctimas que son a la vez verdugos, verdugos que son a la vez víctimas? ¿Es éste el legado de Degenerados? Si sus novelas nacen de este oscuro tronco de duda, parece que Ariana Harwicz no ha tenido una experiencia muy radiante de nuestra normalidad. La premiada Mátate, amor, dicho sea de paso, tampoco parece ser el título de una novela fácil y romántica. Lo grave es que, en buena medida, uno no puede más que asentir en este pesimismo, tal vez como punto de arranque de otra moralidad. ¿No saboreamos por esta razón a Dostoievski y a Chéjov? A Walser, a Lispector, a Sábato. Solo una visión de apocalipsis puede salvarnos de nuestra falsa y paralizante cobertura total.
Pobres madres incluso, con «lo que les hicieron a su hijos». ¿Qué salvaría Harwicz de este mundo nuestro, donde ella, yo y ustedes somos también responsables? Porque su novela, insisto, no parece solamente un excelente ejercicio literario. Como Degenerado no se preocupa de los signos de puntuación clásicos, no se sabe muy bien quién habla en cada caso. Casi siempre parece ser el claroscuro del protagonista, cuyo nombre ni aparece. Y no importa, el discurso es suficientemente contundente: «Yo soy el principal responsable». Pero sus hijos, los de ustedes, aún con pañales y en la escuela, «ya son criminales». ¿Todos, preguntaríamos de nuevo, también la autora y yo somos criminales? Es posible, no hay que descartar nada. Hago estas preguntas porque ni se puede imaginar, tal como escribe esta mujer, que en esta novela se trate solo de ficción, ni siquiera una ficción muy bien hecha.
Uno no tiene precisamente en alta estima esta sociedad tan encantada de haberse conocido, más todavía que otras. De Buenos Aires y Barcelona a París, de Chicago a Londres y Tel-Aviv, muchos odian nuestra soberbia autista, esta violencia democráticamente afelpada. Algunos tampoco adoramos, sin más, la condición humana, entendida incluso de la manera más alejada posible de lo que llamamos, con harta frivolidad, «capitalismo». Capitalismo, como si eso no fuera algo de cada uno de nosotros. Se ha dicho que la caza encarnizada del supuesto criminal, esta fiebre actual por saber, perseguir y juzgar, brinda a esta humanidad indescriptible un sucedáneo de inocencia. «Me cargan el mote de pederasta, de islamofóbico, de evasor fiscal. Ellos mismos son los que veneran a los que provocan derrumbes para ver las ejecuciones, son los que van a las corridas de toros y agarran a las jovencitas por el coño».
De acuerdo. En el catálogo de nuestros horrores oficiales no podían faltar las corridas de toros. Ahora bien, pregunto con dudas sobre mí mismo, ¿no es todo demasiado perfecto, demasiado correctamente incorrecto, tal vez para lograr impactar? Es posible que seamos injustos en esta reserva, pues ni siquiera conocemos las primeras novelas de la autora. El caso es que Degenerado sigue impresionando: «Siempre la carroña poscrimen hace el resto. El que levanta la cerveza y brinda la copa en sangre… así que ni esperen que me largue a llorar». Mear, dormir, eyacular. Céline y Genet son admirados, dice Harwicz, sobre todo porque están muertos. Pero Haneke también es admirado, aunque algunos le odiemos por traficar y hacerse rico con el horror de los otros. Y no está muerto.
¿Hay o no en toda esta novela un excesivo un regusto por la mugre, por el «sucio secretito» tan francés? No sé, otro margen de duda. Puede haber algo de una hipersensibilidad judía que, desde una venerable trascendencia muy real, ve éste mundo bastante cercano al Apocalipsis. Puede ser ése el caso de Canetti, de Primo Levi, de Tiqqun… ¿Recuerdan? En todo caso, me repito, no parece fácil que se trate en Degenerados de un trabajo literario muy bien hecho, sino de un espanto real ante el devenir del mundo. No el de los otros, sino el nuestro. Además, su lenguaje es tan preciso, tan parco y ceñido a lo tétrico de algunas escenas cotidianas, que no parece fácilmente inventado. Igual que en Onetti y en Rulfo, no se ve el artificio. Parece sin más una historia real, con la verosimilitud de una vida herida manando, tomando la palabra.
Otra pregunta, hecha sin conocer otras novelas de Harwicz. ¿Podría hacer ella algo sin desolación? ¿Qué tendría que narrar si la vida no fuera tan triste, tan rota?: «Lloro, lloro, duermo con los zapatos en la mano como cuando tenía que bailar dando brincos en el salón para que papá y mamá dejaran de pelear». Joyce hace la inmensa catedral que es el Ulises, y Lispector construye Aprendizaje, sin que haya una sola gota de horror. Quiero decir, ninguna distinta al horror inimputable que es vivir.
Es posible que Harwicz esté en este plano. Tragicómica, plagada con un humor más que negro, Degenerados es también una elegía sobre la crueldad, normalmente escondida, del mundo. ¿Recuerdan 13’99 euros, de F. Beigbeder? Algo así, anotando el fondo infinitamente «totalitario» de la vida, sumergido bajo la norma de cualquier sociedad. «Los latinos monos danzantes con tetas y culos. Yo, yo, yo. Y todo el mundo es igual en un sistema que exalta la diferencia». Pero antes: «Te gustó más porque era negra, te ensañaste porque era negra, el europeo educado y selecto al que le brota de pronto toda la violencia aria». ¿Se atrevería a decir europea, en vez de europeo? Probablemente, pero Harwicz no lo ha hecho.
«No puedo ni sentir piedad… El mundo vuelto decorado lunar». ¿Es auténtica esta rabia danzante? Ya sé que es un pregunta impertinente, extra-literaria. Pero es que esta obra es tan primaria que potencia ese tipo de preguntas vulgares: «Vos te enojaste, la lapidaste con el puño. En ese desayuno empecé a tartamudear». De acuerdo, absolutamente, en el repaso de nuestro falso maniqueísmo: «Hay que animarse a pensar menos en el violador como un monstruo y más en el acusador como un experto ventrílocuo». ¿La persona Harwicz estará de acuerdo, seguro? ¿O solo es literatura? Disculpen la reiteración de la duda moralista.
Momentos de La naranja mecánica, cuando cablean al protagonista para estudiar sus reacciones. Momentos también de Eichmann en Jerusalén, cuando se muestra la medianía íntima, el sufrimiento lento, el drama familiar del supuesto monstruo. Lo peor de cada asesino, de cada monstruo (también Stalin y Hitler, decía Sokurov) es que al final se trata de un ser humano cualquiera, sea culpable o no. Y esto es en verdad lo peor, casi inimaginable: nadie, tampoco el más abyecto, es un monstruo venido de otro mundo. Ha sido criado entre nosotros.
Degenerado es una colección de infortunios, un Vademécum de la gravedad del mal que, bajo esta banalidad programada, nos ha afectado hasta el tuétano. «Comer sano, evitar el cáncer y votar a la izquierda. Mi culo es más ecológico que estos árboles clavados por ustedes». Como ven, apenas hay descaso ni desperdicio. Todo ello en medio de abundantes sarcasmos sobre nuestra limpieza democrática, personalizada. Y mucho de esa impotencia kafkiana que sobreviene cuando, de pronto, alguien cae del lado del mal. Un mal que acecha en todas partes, bajo la infinita banalidad de nuestro bien.
«Ellos son tan culpables como yo». Nadie es inocente en este mundo cruel, volcado a veces en una malicia minuciosa, neutra y puramente técnica. La autora de Degenerados hace bien, para que esta novela fluya, en abstenerte de juzgar moralmente. Más o menos como intenta el psicoanalista en su sesión. Recuerdo ahora la novela de un compatriota suyo, G. Dessal, que también levantó alguna ampolla: Clandestinidad.
Otra cosa final, hablando de psicoanálisis. En nada importante pasa el tiempo. No solo en el inconsciente, tampoco los hitos de la conciencia (las humillaciones, las delicias del placer clandestino) tienen tiempo. Esta novela es, en tal sentido, un homenaje al tiempo que no pasa, la crónica de un día o de un solo minuto. Todo ha ocurrido ayer, con todo el ardor y la nitidez del insomnio. Una cosa importante en Degenerado es que la urdimbre, la trama narrativa no la pone el tiempo lineal de la sintaxis, de la coherencia verbal o temática, continuamente rota por la intensidad del monólogo. Aunque, a la vez, salvada por la gramática intensa de la desolación. Con el lenguaje discontinuo de una vida dañada, es la intensidad poética la que pone, hasta en el horror, cierta dulzura en la narración.
Es posible que el delito no sea nada frente al horror de vivir: «No sé qué decir, ya dije que estoy hecho un sonajero». Pesimismo y humor, entre azul oscuro y casi negro, se trenzan en Degenerado. Y cierta ternura, también un poco terminal: «Como dos ancianos yendo a costarse, pasito a pasito ya cada uno sabe quien apaga la luz».
Ignacio Castro Rey. Madrid, 02 de febrero de 2021